Uno de los mitos más peligrosos que circulan en el debate público peruano —alentado por tecnócratas resignados y empresarios acomodaticios— es que el país goza de una supuesta solidez económica que lo mantiene a flote a pesar del desastre político.
Pero esto, como tantas otras ficciones que nos contamos para dormir tranquilos, no es más que una media verdad. La resiliencia empresarial —ese admirable instinto de supervivencia que lleva a los peruanos a levantar negocios en medio del caos— no debe confundirse con un manejo fiscal responsable. Más bien, es todo lo contrario: el Estado peruano está siendo desmantelado por una coalición perversa de populismo legislativo y mediocridad ejecutiva.
Desde el Congreso, cada semana se aprueban leyes que aumentan el gasto público sin sustento técnico, mientras se debilitan las fuentes de ingreso del Estado con exoneraciones absurdas. El Ejecutivo, por su parte, lejos de corregir el rumbo, se ha entregado a la lógica de la compra de lealtades: bonos clientelistas, aumentos sin reforma, y programas improvisados. Véase la nueva ley de promoción agraria o la descomposición del IGV que incrementa el dinero mercantilista para los gobiernos locales.
El equilibrio fiscal —ese pilar invisible del progreso sostenible— está siendo perforado con irresponsabilidad suicida. Hoy vivimos del prestigio acumulado por décadas de prudencia, pero esa herencia se agota. Cuando se acabe, no habrá resiliencia empresarial que nos salve del abismo.