Alejandro Toledo y Pedro Castillo no se imaginan el inmenso daño que le han producido en el país a la posibilidad del surgimiento de una élite política chola, con capacidad de asentarse sobre el mayoritario componente identitario que, en ese sentido, existe en el Perú.
Dos personajes que arribaron al poder en medio de grandes expectativas y exageradas ilusiones de refundación. Toledo, de la democracia, casi destruida por el fujimontesinismo frente a lo cual él se ofrecía como la opción limpia, sana y sagrada, a la que teñía con un ingrediente étnico poderoso. Castillo, de la modificación de las estructuras económicas del modelo que nos ha regido desde mediados de los 90, con enorme éxito, pero también con graves falencias que le abrieron las puertas en reiteradas ocasiones a los antisistema como él.
Ollanta Humala, también cholo, despertó ilusiones de otro tipo, pero el excomandante del Ejército nunca hizo de su identidad étnica, a pesar de haber abrevado de las fuentes etnocaceristas de su progenitor, una variable esencial de su gobierno. Su decepción, en esa medida, no golpea la línea de flotación de la choledad política, como sí lo hacen los agraviantes y corruptos regímenes de Toledo y Castillo, quienes hasta hoy, en medio de su desgracia judicial, apelan al componente racial para salir bien librados de la justicia.
Uno de las mayores y mejores acontecimientos que le han ocurrido al país ha sido su cholificación progresiva, en casi todos los ámbitos de la vida nacional. Quedan muy pocos reductos de “blanquedad”, valga el término. La política, la actividad empresarial, la vida cultural, la artística, paulatinamente el protagonismo mediático, van dejando de lado, en distinta medida, pero con la misma tendencia, los parámetros tradicionales y abriéndole paso a la identidad mayoritaria del país.
Por ello es que resulta doblemente lamentable que dos políticos del mismo origen étnico cholo, que desde el primer día que llegaron al poder se hayan dedicado a robar, que no esperaron siquiera que la persuasión horadante de la corrupción los tocara con las resistencias bajas, hoy utilicen el argumento racial para librar las consecuencias de sus actos.
Son pocos, felizmente, los que se compran ese falaz argumento, aunque no deja de sorprender que académicos de lustre se hayan sumado a la falacia racial como pretexto para la impunidad. Y, claro, la izquierda local, que no pierde tiempo en horadar su propia legitimidad prestándose al juego político de la más punible complicidad con un régimen nefasto como el de Castillo.