La pena de muerte, tan ventilada estos días por la presidenta Boluarte, lejos de ser una solución efectiva para los problemas de inseguridad que aquejan a nuestras sociedades, se revela como una trampa moral y una falacia disuasoria.
A menudo se argumenta que el miedo a la ejecución puede frenar el crimen, pero la realidad nos dice otra cosa. En Estados Unidos, donde la pena capital sigue vigente en varios estados, las estadísticas de criminalidad no muestran una disminución clara (menos criminalidad hay en estados que no la consideran). Los delincuentes, impulsados por la desesperación o el impulso, no contemplan la posibilidad de una condena final en el momento de cometer sus actos.
El enfoque debe ser trasladado hacia la prevención y la rehabilitación, y los resultados serán claramente positivos: las tasas de crimen disminuirán. Por lo demás, más disuasorio es constatar que un delincuente va a ser capturado y procesado, no la magnitud de la pena, sin contar que el sistema de justicia peruano es absolutamente falible. Si un delincuente sabe que va a ser detenido y apresado, se inhibirá mucho más de cometer un delito que si cree que le inaplicarán una sanción máxima.
Con la pena de muerte se opta por una respuesta simplista y brutal que perpetúa un ciclo de violencia. Este enfoque erosiona la confianza en un sistema judicial que debería ser, ante todo, un pilar de la civilización.
En última instancia, lo que necesitamos es un sistema que garantice que no habrá impunidad. Lo que alienta al delito -reiteramos- es la seguridad de que la justicia no caerá encima del delincuente, sin importar la pena que se le imponga, como sucede hoy en el Perú.
Se trata de una falaz cortina de humo lanzada por la primera mandataria, para distraernos de las reales causas del aumento delincuencial en el país, como es la incompetencia absoluta del ministro del Interior y del sistema de justicia.