Carla Sagástegui

Yo no fui

“El día lunes, cuando comenzaron las clases escolares, fuimos testigos de cómo la mujer con mayor autoridad en el país, la presidenta de la República se dirigió al estudiantado inculcándoles la necesidad de la pena de muerte”

Pocos días atrás, escuché a un funcionario municipal, con una larga trayectoria de denuncias por malversación de fondos, criticar duramente y con mucha firmeza la corrupción en el Congreso de la República. No habría pasado ni un día, cuando un congresista de la República, quien al parecer por sus firmes creencias religiosas había renunciado a su orientación sexual, publicó en las redes que se sentía con la autoridad suficiente para enseñarnos a las mujeres cómo debíamos ser. 

El día lunes, cuando comenzaron las clases escolares, fuimos testigos de cómo la mujer con mayor autoridad en el país, la presidenta de la República, se dirigió al estudiantado inculcándoles la necesidad de la pena de muerte. La pena de muerte es la más extrema sanción contra una persona que ha cometido algún crimen. Debe ser un crimen tan grande y de tal impacto en la población que se considera imprescindible quitarle la vida a su autor. Crímenes como los cometidos por la presidenta apenas asumió su mando, cuando las protestas de pobladores de Ayacucho, Puno, Lima culminaron con la muerte de más de 50 personas bajo sus órdenes. Si hubiera pena de muerte en el Perú, sus abogados estarían seriamente preocupados.

No es nada nuevo ni sorprendente que cuando las personas sienten una culpa muy grande, tienden a negar el haber cometido la falta. Es propio ya de ciertos trastornos de la personalidad el tomar esa culpa y proyectarla en las personas más victimizables de su entorno. De tal manera que consigue desviar y escandalizar a los demás contra alguien muy distinto, con pocas opciones para defenderse y provocar una suerte de liberación que durará hasta que cometa otro delito. 

El considerar que declarar aprobada la pena de muerte acabará con la extorsión y el sicariato sabemos que no dará resultados. Se requiere de un sistema fiscal, policial y judicial que no cometa errores, pues de lo contrario, se destruyen vidas como aquellas que condujeron a eliminar la pena de muerte en el Perú en la Constitución de 1979. No se podía asesinar inocentes. En el contexto de corrupción tan visible en el que participa el Congreso en colusión con el Poder Ejecutivo, es más probable que lo que se busque es conseguir un sistema de represión política que requiere que nos desvinculemos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Así se podrán repetir las masacres sin tener la población una instancia a la cual dirigirse para pedir ayuda y salvar las vidas. Se podrá dejar que termine de caerse la cobertura educativa, que las medicinas no lleguen a las postas de salud y centros médicos, que se caigan puentes, que sea la policía la que venda las armas a las mafias y pandillas de la región. A dónde quejarnos no encontraremos y si la población se enerva, pues ahí se contará con la pena de muerte. 

Estamos ante un reto cada vez más grande. Nuestras autoridades culpan a otros y se lavan las manos. No tendríamos una red de sicariato cada vez más poderosa si contásemos con cárceles, fiscales, jueces y policías especializados. Si en lugar de fomentar la persecución de migrantes, los peruanos que encabezan las mafias estuvieran en las cárceles con las medidas de seguridad que realmente corresponden. Matar no resolverá la pobreza, la ansiedad por el dinero y la corrupción.

Cuando en nuestras escuelas realmente nos enseñen ética y justicia, artes y ciencias, en lugar de ser el espacio donde una presidenta inaugura la temporada de clases promoviendo el ajusticiamiento, tendremos a un grupo de docentes y profesores dispuestos a no callar, decididos a pedir disculpas a sus estudiantes, prometiéndoles que en las nuevas elecciones habrá alguna persona capaz de enfrentar con entereza las consecuencias de un país que quiere defender sus vidas con dignidad. 

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corrupción, escuelas, masacres, Pena de muerte

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