Francisco Tafur

El mundo, aquí nomás, a una cuadra

"Hay de todo tipo: el que escucha cumbia villera a todo volumen y sólo habla de fútbol, el que siempre tiene prisa, o el que se la pasa renegando de todo. Pero, de vez en cuando, te encuentras con un conductor que parece mitad historiador y mitad erudito. Es genial cuando eso ocurre"

[Migrante al paso] Son los verdaderos vigilantes de la ciudad. Nada se les pasa y todo lo saben. Normalmente de amarillo, transcurren las calles, distritos, avenidas y carreteras. 24, 7. Día tras día conversando con extranjeros, trabajadores, estudiantes, de todos los tipos de ciudadano posible. Conviven con eso. 

Desaguadero. Frontera de Perú con Bolivia. Después de cruzar lo que parecía un trámite escolar, me subo a un taxi camino a Tiahuanaco. Era una van y el camino largo. Me quedé dormido acurrucado en la fila trasera. Era un señor que no hablaba mucho. Cada cierto tiempo contestaba una llamada y hablaba en aimara. Lo escuchaba entre cabezadas. 

El impacto de la puerta corrediza me despertó sobresaltado. Un joven militar con expresión severa entró en la camioneta y me pidió el comprobante que me habían entregado en migraciones. Era un recibo cualquiera, similar a los boletos que te dan al subir a una combi. Se lo entregué y nos permitieron continuar. Aun así, me intimidó la enorme ametralladora que llevaba colgada del cuello, a la altura de la cintura.

—¡Déjenlos pasar! —gritaron.

Seguimos avanzando, y le pregunté al conductor:

—¿Esto pasa siempre?

—Sí, hombre. Estamos cerca de Desaguadero, por aquí circula de todo —respondió, riendo mientras hablaba.

—Sí, me lo imagino. ¿Cuánto falta para llegar a Tiawanaku?

—Unos 30 o 40 minutos —respondió con tranquilidad.

—¿Cree que me podría esperar?

—Sí, claro, no hay problema. Lo espero y lo regreso. Ahí vamos conversando.

No volvimos a hablar hasta que terminé la visita. Observé la Puerta del Sol, permanecí un buen rato allí, y luego regresé directo a la camioneta, donde el señor ya me estaba esperando.

—Disculpe, ¿de aquí a Fitz Roy?

—Está cerca, como a 20 minutos —respondió

Definitivamente, esa experiencia fue la más extraña que he vivido como cliente de taxi. En Argentina ya los tenía bien identificados. Hay de todo tipo: el que escucha cumbia villera a todo volumen y sólo habla de fútbol, el que siempre tiene prisa, o el que se la pasa renegando de todo. Pero, de vez en cuando, te encuentras con un conductor que parece mitad historiador y mitad erudito. Es genial cuando eso ocurre.

Y bueno, siendo Buenos Aires, también he tenido experiencias desagradables. Una vez me arrebataron el teléfono por la ventana mientras iba en un taxi. Pero es lo común, aparentemente algo que sucede con frecuencia.

—¿De dónde sós? —me pregunta al verme con maletas, justo después de recogerme en el Aeroparque.

—De Lima, Perú —respondo, siempre teniendo que especificar porque, siendo honesto, casi nadie en el mundo sabe dónde queda Perú, y mucho menos Lima.

—Países hermanos —me dice—. Jamás vamos a olvidar lo que hicieron por nosotros en las Malvinas. A diferencia de los chilenos.

Muchas veces me dijeron lo mismo cuando viví en Argentina. El odio hacia Chile es muy grande. Aparentemente, son rencorosos y no les perdonan haber dado acceso terrestre al continente para la infantería inglesa. Uno que otro taxista me contó que, si se subía un chileno a su taxi, o le cobraba más, o directamente le decía que no lo iba a llevar.

—Ah, qué raro. Vos parecés español —agrega.

En todos lados me dicen lo mismo. Al comienzo me molestaba, ahora lo dejo pasar. Menos en Perú; si en mi propio país no me creen, prefiero no responder de mala manera.

—¿Sabés por qué Fitz Roy? —me pregunta de repente—. Fue el capitán del famoso Beagle, el barco en el que viajó Charles Darwin para sus investigaciones.

—¿Y qué tiene que ver con Argentina? —le pregunto, curioso.

—La verdad, nada —responde riendo.

Pasamos por Palermo, seguimos por Arenales, girando en la esquina, a la izquierda de Key Biscayne. Ahora estamos en la avenida Brickell, en Miami.

Francisco Tafur 

Allí, la mayoría son latinos como yo. Más gente habla castellano que inglés. Pero no es como encontrar a un latino en otra parte del mundo, donde se vuelve casi tu hermano. Aquí es casi tu enemigo. Todos con el mismo discurso, con la maldición gringa de olvidarse de sus raíces.

—¿Hace cuánto vives acá? —le pregunto al conductor, un cubano que manejaba.

—Ya como 10 años —responde—. Hace 5 me traje a mi familia.

—Qué bien. ¿Y por quién vas a votar?

—Por Trump, por supuesto —me dice, orgulloso.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque la economía va a mejorar y vamos a tener más oportunidades —responde, con la típica frase de manual de alguien con el cerebro lavado.

—¿Y qué hay de los inmigrantes? —le digo, un poco molesto.

—Ya no es lo mismo. Los nuevos que vienen no son como los que migramos antes. Ya no trabajan y le hacen mal a la economía. ¿Me entendés?

—La verdad que no —le respondo, prefiriendo no entrar en una discusión—. Mejor sigamos el camino en silencio. Gracias.

Más de una vez he tenido que responder así porque escuchar tantas idioteces seguidas me da ganas de pegarle a alguien. Prefiero ponerme los audífonos y desconectarme.

De niños, mi hermano y yo viajamos a Egipto con nuestros tíos y, debido a un larguísimo atraso en los vuelos, visitamos lugares poco concurridos. En el hotel nos escribieron el nombre del destino en árabe; aún no existían los smartphones como para guiarnos por nuestra cuenta. El destino era la Pirámide Acodada. Llegamos, pero con mil imprevistos. El conductor no sabía inglés y tampoco sabía leer en árabe. Solo teníamos el papelito. Después de horas dando vueltas, encontramos un instituto de inglés, donde paramos, y ahí pudieron explicarle al viejo señor.

Recién llegado a Barcelona, tomo un taxi en el aeropuerto. No paraba de insistirme por la dirección mientras la buscaba en el celular. La hostilidad hacia los turistas en esta ciudad es grave, pero puedes usarla para divertirte. Me demoré más de la cuenta, solo para molestarlo.

—Señor, a la calle Casañas 4, a un lado de La Rambla —le dije, mirándolo por el espejo retrovisor.

—¿Es en Barcelona? —me pregunta.

—Obvio, no va a ser en París —le respondo sarcásticamente. Se molestó y no hablamos en todo el camino. Yo, por dentro, muerto de risa.

Viajar en metro y transporte público es clave para conocer una ciudad, no sólo por la movilidad. También es una aproximación a cómo funciona sistemáticamente la ciudad donde estás. Conversando con taxistas, te enteras de temas sociopolíticos, desde ideologías predominantes hasta caprichos ciudadanos en diferentes culturas. Es cierto que es el medio más caro para moverse, pero a veces es necesario. De paso, te enteras de cosas que jamás hubieras escuchado.

Gracias a todos los taxistas. En cuanto a mi país, espero que todos los extorsionadores malditos terminen presos o algo peor, no me molestaria. Se meten con quienes viven al día, entre ellos el sistema de transporte, y no tienen cómo responder. Es una mafia cobarde que debe ser erradicada de raíz y de manera drástica. Cualquier efectivo policial o político vinculado debería ser considerado un traidor.

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