[Música Maestro] La semana pasada, al reflexionar en esta columna sobre la calidad de los cantantes de antes y los de ahora, sin querer me salió una pieza que Fabiola Bazo, la conocida socióloga experta en rock subterráneo -entre otras cosas- destruiría, en el supuesto de que la haya leído, desde luego. Y lo haría con justicia, porque casi no hago mención de cantantes mujeres, solo de manera transversal y complementaria. Lo curioso es que me di cuenta de ello después de publicarla.
Aunque siempre me resulta odioso y algo huachafo hacer comentarios sobre mis propios textos -también algo triste porque al parecer nadie más los comenta-, y lo evito lo máximo posible, en esta ocasión me parece pertinente aclarar la situación.
La mínima presencia de mujeres cantantes en el artículo anterior no es por sesgos machistas sino porque la voz femenina en la música popular ha tenido una evolución diferente y, en algunos aspectos, más significativas y determinantes, que la masculina. A pesar de ello, la hipersexualización y, en muchos casos, la elevación de lo vulgar/grotesco a la categoría de elegante/fashion que hoy promueven las redes sociales, las modas y las masas, han hecho retroceder esa influencia hasta casi hacerla desaparecer.
El poder en la sombra
Dicho lo anterior, tampoco se trata de que, en un supuesto afán “inclusivo”, se acabe por tergiversar la historia, al describir las cosas que pasaron desde una óptica con intenciones actualizadoras. Por eso es interesante una película como Tár, única en su género pues, desde la ficción, retrata la vida y conflictos de una directora de orquesta, figura casi inexistente en el mundo real. Otras películas cuyas tramas giran en torno al apasionante universo de la música académica, como Lisztomania (Ken Russell, 1975), Amadeus (Milos Forman, 1984) o Maestro (Bradley Cooper, 2023), tienen como personajes centrales a Franz Liszt, Wolfgang Amadeus Mozart y Leonard Bernstein, respectivamente.
Como en las guerras, que atraviesan el desarrollo de la humanidad desde las primeras civilizaciones, hasta las sucias componendas políticas del Perú de los últimos años, la historia siempre la escriben “los vencedores”. Y, en el caso de la música popular, fueron los hombres quienes dominaron la escena, aunque siempre en todas las épocas -como en la literatura, como en el cine, como en la política- hubo también siempre mujeres talentosas, distinguidas, creativas y, sobre todo en ese tiempo, aguerridas que, gracias a su autenticidad y en una época en que todo se les hacía cuesta arriba, brillaron con luz propia y sin ninguna necesidad de convertirse de forma voluntaria y en casi todos los casos, muy grotesca, como lo hacen ahora, en objetos sexuales (aunque muchas, en la música y el cine, definitivamente, lo fueron).
Como ha demostrado la neurociencia hace ya más de veinte años, el cerebro femenino posee conexiones más complejas y entrecruzadas que el masculino, especialmente en lo relacionado a la emoción, a la sensibilidad, a la intensidad con la que son capaces de expresarse en distintos ámbitos. Y eso refiriéndonos a las mujeres en general, desde sencillas y empobrecidas madres de zonas andinas o tribus africanas hasta sofisticadas filósofas, académicas y científicas de Oriente y Occidente. Es un equipamiento natural distinto del nuestro, una realidad que únicamente puede negarse desde puntos de vista cavernarios e ignorantes.
No menciono aquí su habilidad para hacer y pensar una multiplicidad de cosas distintas a la vez -derivada de esa condición natural- puesto que, a nivel de entrenamiento musical, muchos músicos hombres poseen también esa asombrosa funcionalidad. Solo dos ejemplos de ello, los bajistas Geddy Lee (Rush) y Mike Rutherford (Genesis) quienes, en situaciones de absoluta concentración y estrés escénico, son capaces de tocar el bajo con manos y pies en simultáneo, inclusive mientras cantan. Pero, definitivamente, cuando hablamos de voces femeninas, tenemos mucho que decir también.
Buenas cantantes, las de antes
Joan Baez (84) y Joni Mitchell (82) fueron las voces de su generación. Ambas representaron el ideal de búsqueda por reconocimiento artístico e ideológico que acompañó a los movimientos feministas y de recuperación de derechos civiles que se consolidaron en los años sesenta. Pero, además de eso, eran excelentes cantantes. La actuación de la norteamericana en el festival de Woodstock, interpretando clásicos del folk y del gospel –Joe Hill y We shall overcome– exhibe una encantadora voz de soprano que, cuando dice las palabras correctas, suena mucho más fuerte y libertaria que las irritantes raperas que se creen contestatarias soltando onomatopeyas repetitivas y gemidos fingidos.
En el caso de la canadiense, su dulce voz era capaz de entonar letras profundas y hasta duras, de intenso contenido emocional, personal y sociopolítico, acordes con la onda poética y contracultural de la era hippie en las soleadas colinas californianas de Laurel Canyon. Los cuatro álbumes que lanzó entre 1968 y 1972 son registros de su suave y a la vez rotunda tesitura vocal, que no requería de autotune ni tampoco de exhibicionismos baratos para sobresalir. Posteriormente, Joni bajó su tonalidad coincidiendo con su viraje del folk al jazz y la experimentación, pero siempre con excelencia y calidad.
Así como ellas, en ese tiempo también brillaron las potentes voces de Grace Slick (Jefferson Airplane) y Janis Joplin, la atribulada integrante del famoso “Club de los 27” -por la edad que tenía al fallecer, en 1970- que nos dejó algunas de las grabaciones de blues-rock y psicodelia más estremecedoras por su rasposa intensidad, en canciones como Maybe, Ball and chain, Summertime, entre otras. Por su parte, Slick -actualmente de 86 años- destacó con su poderosa voz en clásicos sesenteros como White rabbit o Somebody to love; y ochenteros como We bulit this city (1985) o Nothing’s gonna stop us now (1987).
Cantantes de pop-rock de impresionante capacidad vocal fueron moneda corriente en los años ochenta, educando nuestros oídos y dejando, por supuesto, la valla muy alta en nuestros niveles de apreciación. Encender una radio de música popular “anglo” de la época nos permitía escuchar, por ejemplo, a Pat Benatar y su potente actitud en temas como Promises in the dark (1981) o Shadows of the night (1982). A Sheena Easton y su candoroso tono de soprano. O a Cyndi Lauper y su estruendosa y aguda voz pletórica de personalidad.
Otro ejemplo es, por supuesto, la banda Heart, liderada por dos extraordinarias cantantes, las hermanas Ann y Nancy Wilson, que compartían micrófonos y combinaban sus tonos -una agresiva, la otra dulce- en inolvidables composiciones como These dreams (1986), What about love (1985) o incluso temas más antiguos como Dreamboat Annie y Straight on, de la década anterior.
En español: La música latina verdadera
A diferencia de lo que ocurrió en las artes plásticas o la literatura, la mujer tuvo una presencia muy fuerte en la música -académica, folklórica y popular- casi desde siempre. Inicialmente solo como intérpretes y, con el avance de las décadas, también como creadoras, incluso en épocas de amplia postergación y ninguneo machista. Los casos de cantantes femeninas del mundo angloparlante que hemos mencionado hasta el momento ilustran esa realidad. Pero en nuestro idioma también tenemos gran diversidad de ejemplos de ello.
Qué lamentable resulta constatar que voces deficientes, homogéneas e inexpresivas como las de Shakira, Rosalía o Karol G sean sinónimo actual de “cantante latina”. Ellas tres y la legión de clones que, como ellas, lideran las preferencias y triunfan actualmente por las desreguladas dosis de exhibicionismo que forman parte de sus perfiles artísticos, han logrado borrar de la memoria de las masas a las cubanas Celia Cruz (1925-2003), Olga Guillot (1922-2010) o la mexicana Toña La Negra (1912-1982), dignas y sobre todo, espectaculares vocalistas de calidad, gracia y diversidad de recursos. Y no podemos olvidar a esa otra cubana, La Lupe (1936-1992), que alborotó el cotarro de los años sesenta con su estilo provocador y fuertemente anclado en la tradición musical de su país.
Ochenta años de exquisita música latina cantada en castellano, con instrumentaciones preciosistas y letras que combinaban ritmo, sensualidad, romanticismo y deseos de libertad femenina, han sido sepultados por un estilo “moderno” que, en lugar de mejorar lo que encontró en sus bases más antiguas, ha decidido -en nombre de las ventas millonarias y los likes- sacrificar la musicalidad para dar privilegio a un disforzado desenfado que altera y pervierte el desarrollo tanto de la propia historia de nuestra música latinoamericana como de la capacidad apreciativa de los públicos.
Baladas, trova y pop-rock en voces femeninas
Si hablamos de baladas, voces muy escuchadas en los ochenta y noventa como las de Myriam Hernández (Chile), Isabel Pantoja (España), Laura Pausini (Italia), Ana Gabriel (México) o Amanda Miguel (Argentina) recogieron el legado de otras que, en décadas anteriores, desplegaron también una elegancia y fuerza interpretativa, particularmente desde España. Los nombres de Rocío Dúrcal, las hermanas Izaskun y Amaya Uranga (del grupo coral Mocedades) y Rocío Jurado aparecen como las primeras opciones que permite una revisión superficial de aquellas generaciones. Otros nombres, como Ángela Carrasco (República Dominicana), María Martha Serra Lima (Argentina), Marlene Arias (Venezuela), también destacaron con grabaciones inolvidables.
La argentina Mercedes Sosa (1935-2009) poseía un profundo tono vocal, además de una telúrica presencia escénica. En las antípodas de lo que representan hoy las mujeres “libres” de la música pop, la libertad de la legendaria “Negra” fluía de su humanidad y su mensaje, pero también de su capacidad para interpretar, en términos musicales, la amplia gama de géneros folklóricos de su tierra y de esa Latinoamérica rural que encarnaba. Si quisiéramos encontrar una intérprete actual que se ubicara a ese nivel, nos quedaríamos horas mirando al techo sin conseguirlo. Voces globales aun vigentes como las de Susana Baca (Perú), Björk (Islandia), Omara Portuondo (Cuba) o Cesaria Evora (Cabo Verde) pertenecen también a otras generaciones.
Por el lado del rock en castellano, buenas cantantes fueron y siguen siendo la española María Gara, Alaska para los amigos, y su paisana Luz Casal. Asimismo, Argentina produjo voces fenomenales como Patricia Sosa, María Rosa Yorio -quien fuera pareja de Charly García entre 1978 y 1982 aproximadamente-, Fabiana Cantilo, la rosarina Silvina Garré, Celeste Carballo y Claudia Puyó, la que acompaña a Fito Páez en el grand finale de su éxito El amor después del amor (1992).
En México, Alejandra Guzmán dedicó al rock el talento que heredó de sus padres Silvia Pinal y Enrique Guzmán, pionero del rocanrol en nuestro idioma. “La Guzmán” ingresa al rubro de cantantes con voz no tan prodigiosa pero cargada de actitud y expresividad, como también son los casos de Christina Rosenvinge, Ana Torroja (España) o Andrea Echeverri (Colombia).
Voces extraordinarias amenazadas por el olvido
Uno de los peores daños que artistas contemporáneas muy famosas y multimillonarias como Shakira (Colombia), Ariana Grande (Estados Unidos) o Dua Lipa (Inglaterra) y sus cientos de clones -a quienes podemos rastrear desde las épocas de Britney Spears y Thalía- le hacen a la apreciación sonora de las nuevas generaciones es la idea de que así se canta bien. Al escuchar a diario esas voces limitadas y procesadas, niños y niñas interiorizan esa noción equivocada y crecen sin experimentar la emoción que generan voces extraordinarias del pasado como Barbra Streisand (Estados Unidos), Paloma San Basilio (España) o Gal Costa (Brasil).
En la era de la música disco, por ejemplo, surgió toda una generación de vocalistas mujeres, mayormente afroamericanas, con registros y técnicas depuradas, herederas tanto de las reinas del gospel, el blues y el soul -Aretha Franklin, Diana Ross, Bessie Smith- como de las divas del jazz -Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Nina Simone-, capaces de verdaderas proezas vocales, emotivas y vibrantes, pero aplicadas al género más de moda. Me refiero, por ejemplo, a Donna Summer, Gloria Gaynor, Chaka Khan o Patti LaBelle. También en esos años destacaron las voces de Olivia Newton-John, Yvonne Elliman o Linda Ronstadt, provenientes de las escenas country, pop y del teatro musical.
En los ochenta, ese legado fue recogido por una nueva hornada de cantantes, encabezada por Whitney Houston y, algunos años después, Mariah Carey. En las mismas radios en que escuchábamos, por ejemplo, voces cumplidoras y expresivas, aunque no necesariamente buenas, como las de Madonna o Gloria Estefan, nos cruzábamos con la fuerza rockera de Joan Jett, el misterioso y oscuro encanto de Siouxsie Sioux o la aterciopelada voz de Christine McVie, la más alta en las finas armonías que armaba Fleetwood Mac.
En nuestra música criolla encontramos más ejemplos de excelentes ataques vocales femeninos. Escuchar a Cecilia Barraza, Bartola, Lucía de la Cruz, Eva Ayllón, Lucila Campos, Tania Libertad o María de Jesús Vásquez da gusto, por esa heterogeneidad que contrasta con las fotocopiadas voces de cumbiamberas y salseras actuales que solo saben repetirse entre ellas, con un “estilo” que limita las posibilidades del público de conocer y familiarizarse con las buenas voces, todavía están por ahí, cantando mejor y vendiendo menos.
Las cantantes buenas nunca desaparecerán
En los tiempos dorados de la música popular se formó un bagaje musical de amplios parámetros, desde el pop anglosajón perfecto de Karen Carpenter hasta los cantos exóticos de Yma Súmac. Mujeres de belleza natural, como Tina Charles o Angélica María, aparecían en la televisión sin disfuerzos, sin despojarse de su intimidad, sin alardear de ser tan “atrevidas” como los hombres y conquistaban a sus públicos, cantando bien.
Quizás la última representante de este tipo de mujer cantante pop, elegante y sugerente a la vez, coqueta pero sin entregarse a la (rentable) experiencia de cosificarse voluntariamente, haya sido la canadiense Celine Dion (57), quien vinculó el universo de Barbra Streisand con el de Kylie Minogue con asombros naturalidad. Es cierto que, en todas las décadas anteriores a esta, siempre ha sido el género masculino el dominante, tanto en las empresas discográficas como en las programaciones radiales e incluso entre el público masivo que, por ese motivo, da más atención al atractivo físico cuando se trata de mujeres en cualquier campo artístico.
Pero, en la medida que eso fue cambiando, las cosas para las mujeres en la música, en lugar de mejorar, empeoraron hasta degradarse y llegar a los extremos hipersexualizados de la actualidad. Esta degradación hegeliana, signo de los tiempos que vivimos, no ha impedido que aparezcan buenas voces, aquí y allá. Beyoncé y Adele son dos ejemplos, aunque ahí el problema es el tipo de canciones que interpretan.
Desde los años noventa surgió un segmento de público que acogió a voces pop pero formadas en el mundo clásico. Por ejemplo, Sarah Brightman (Inglaterra), Charlotte Church (Gales) o Emma Shapplin (Francia), a mitad de camino entre la rígida ópera de la rusa Anna Netrebko o la italiana Cecilia Bartoli -herederas de una larguísima tradición que tiene en la griega Maria Callas a su punto más alto en el siglo XX- y la volátil nueva era de Loreena McKennitt o Enya, tuvieron cierta popularidad pero, poco a poco, fueron también desplazadas por cuestiones más prosaicas y hasta grotescas, como las que hoy dominan las modas y preferencias.






