[Migrante al paso] Casi tres años. Regresos esporádicos, navidad y esas cosas. Salvo uno que otro capricho necesario. Los aviones y trenes ya no me causan sorpresa. El goce sícontinúa. La belleza peculiar de las nubes probablemente jamás deje de encantarme, en el sentido literario. Al verlo sientes una quimera emocional entre lo diminuto del individuo y lo infinito de la humanidad. Eres un insecto en mitad del cielo, el progreso te permite volar. He sido mucho tiempo un extranjero, explorando tierras y lenguas desconocidas, planeo serlo con mayor frecuencia. Existe una connotación negativa de lo foráneo, tal vez es así en mi caso debido a ser de una nación producto de la colonización. Ahora mi asociación ha dado un vuelco. Hay algo placentero en implantarte en terreno desconocido. Como un espantapájaros en un campo de maíz. Cada cierto tiempo te encuentras a personas espantapájaros y no como algo malo. Nadie te conoce y no conoces a nadie. Tu propio ser es el único referente de identidad.
Es fácil sentirse ganador arrimándote al equipo campeón. Pero este mundo no está hecho de clubes de fútbol. En el primer recorrido de una calle sólo puedes arrimarte hacia adentro, es lógicamente imposible, pero me gusta. Después de todo, en ese momento, tus pensamientos son lo único que conoces. En tu mente tienes que sentir confianza maradoniana y la calma para sentirte natural del lugar, por más que no sepas ni que hay más allá de la esquina. Por ahí camina un espantapájaros que no quiere camuflarse, orgulloso de ser ciudadano de la nada. Todo te agarra por sorpresa; están todas las señales, solo tienes que saltar donde va a caer el rayo. Nosotros, hombres de paja, estamos hechos de material sensible. Sientes que te prendes en llamas. Todos los sentidos se encienden. Caminas con el ritmo del beat de cada estimulo. Electrizante. Todas las neuronas del sistema nervioso fluyendo a gran velocidad. Pura sinapsis.
Amsterdam. Sin año. Saliendo de un coffee shop, preparado para un paseo inmersivo entre canales y calles angostas. Cuidado con las bicicletas. Después que casi me atropellen, paré en una bodega, agitando mi casaca negra, eufórico y con audífonos. La chica tatuada me dijo: buen estilo, mientras me daba la bolsa. Ya tenía a mis acompañantes más leales, cigarros y coca cola. Un par de sonrisas y un rostro más que nunca más veré. Metro a metro la ciudad se apagó. Ya era de madrugada, pero estaba en una de mis noches de insomnio, una de las buenas. Los locales cerrados. Me senté al borde de un canal y uní la silueta del espantapájaros al reflejo de los pequeños edificios antiguos, esta vez con el pelo largo y alborotado. No tienes por qué voltear. Nadie te llama.
¡Ves esta rama rota!, me dice Jack emocionado, tratando de explicarme que por ahí había pasado un conejo. Un viejo que vive tranquilo, sólo le gusta el golf y caminar por el bosque. Tenía la paciencia en sus venas. Me quedaba en su casa, con su esposa y otro chico noruego. 2 meses en Kelowna. Un pueblo remoto en mitad de los bosques canadienses. ¿Qué hacía ahí a los 17?, pregúntenle a mi madre. Y no se preocupen, no tienen por qué saber que es Kelowna, no la conocen ni sus pobladores.
Esta vez ahí estaba el espantapájaros, supuestamente debería ser estático, pero andaba por ahí caminando entre robles, pinos y algo inesperado. Supuestamente debía ir a un instituto escolar. En una de las aburridas sesiones de golf, le propuse al viejo Jack limpiar el segundo piso de la casa a cambio de que me den la libertad de hacer lo que me dé la gana. Su bigote blanco parecía que se le iba a salir de la risa. Finalmente, aceptó. Es así como me vi envuelto en sus excursiones boscosas. Esas sí eran divertidas. Era un gran maestro, con una familia excelente, sabio, progresista para su edad, pero había un problema. En cuestión a excursiones era el peor. Yo le ponía toda mi confianza, pero a 30 metros, un oso marrón caminaba campante. Congelado es poco comparado a como estaba. Soy un chico Discovery Chanel, sabía que si estábamos en su territorio era mejor rendirse ante la muerte. Estaba entre escaparme o ahorcar al anciano. Fue aterrador y majestuoso, estábamos en manos de la naturaleza al cien por ciento. Conejo, me dijo, casi hace que nos mate un oso. Pobre espantapájaros.
Ya en mi ciudad, yendo a visitar mis amigos, no recuerdo el camino. Solo llegué a sus casas por instinto. Como si hubiera perdido la capacidad de pertenecer. Así estuve las primeras semanas. Ya no recordaba las calles ni las personas de siempre. Un extranjero en su propia ciudad. Poco a poco las estacas de madera se transformaban en una estructura ósea y mi interior hecho de paja se convertía en carne y órganos. El espantapájaros se transformó en humano nuevamente. Otra vez uno más del montón, no sabía cómo comportarme. Desconocía en qué trinchera acurrucarme. Sin poder distinguir si era la soledad de siempre o mi propia transformación me obligaba a estar solo. Tal vez todos los viajeros somos huérfanos de nación y territorio. Pero no es así, quiero demasiado a mi país cayéndose a pedazos. Cuando pasas mucho tiempo apreciando el exterior te olvidas de que en algún momento tienes que quererte nuevamente. Al final todos mueren solos, pero prefiero enfocarme en la vida. Recién hace unos días, mientras escribía lo recordé. Quiero vivir acompañado, rodeado de gente que quiero y admiro, no abandonado por mi propio idealismo. Quiero vivir libre como un espantapájaros ambulante, pero la libertad es poderosa y solo quiero encontrar la manera de que ésta no excluya el vivir rodeado de otras personas. A pesar de todo, vuelvo a partir en un mes y esta vez quiero que mi regreso sea acogedor sin sentirme rechazado.