Cabeza rapada. Una reverencia serena. Mirada directa a los ojos. Ceño fruncido, sin furia. Nada en la mente, pura concentración, solo la impronta de aquellos héroes de infancia. Un pequeño guerrero en túnica blanca. Tres rounds. Golpe recto. Bloqueo impecable y una patada giratoria al estómago. Solo un ligero contacto. Esa es la esencia del arte marcial que alguna vez hice mío. Las medallas doradas colgaban de mi cuello mientras miraba hacia abajo. En la cima del podio. No existe manera que me olvide de ese momento, era la cima de mi destreza. Dentro de todo era violencia, pero manejada correctamente. Es innegable la violencia humana, todos tenemos ese impulso agresivo que muchas veces nos lleva a cometer patanerías. Ese niño no pasaba de 12 años, y tenía más claro que todos somos nuestras decisiones, somos nuestra propia causa y efecto. Eso era lo que me habían enseñado. Los años nublaron esa sabiduría, se perdió toda técnica, toda maniobra, todo control. En ese estado un pequeño desbalance puede desatar una tormenta prepotente. Veintes recientes, un periodo donde parecía imposible no estar en problemas. Sentía que mi propósito era pelear, me gustaba, pero me había alejado demasiado de mis ideales alrededor de la violencia.
Desde los inicios de las artes marciales, sólo se puede masterizar si se tiene control pleno de la mente. Es demasiado fácil ceder a la belicosidad en una situación tan polarizada, liosa y turbia en la que nos encontramos. La coyuntura es un enredo. Se respira abatimiento emocional. Una sociedad ahíta, va a explotar. Siempre ha existido, pero pienso en el combate, ahora de madrugada escuchando Oasis con la emoción totalmente abrigada. En esta paz mi contemplación fue invadida por la idea de la violencia. Hace unas semanas comencé a entrenar nuevamente. Me siento bien, me siento fuerte, ligero, y quiero evitar peleas a toda costa. Volví a experimentar lo que es tener un sensei, el respeto hacia tu maestro y, en estos extraños casos, si quieres aprender, su palabra importa más que la propia. Es un gran amigo, muchos años, dedicó su vida a ser profesor de Muay Thai, enseñar artes marciales me parece de las profesiones más respetables. Enseñan un camino de paz mediante el control del daño. Saber herir y ser herido te permiten maniobrar con tus impulsos. Dentro de la clase es mi superior, fuera somos amigos iguales. No ha pasado mucho tiempo, pero siento el apaciguamiento y la autoridad de mi mirada reestablecida.
Una mano femenina apoyaba una botella helada de vodka sobre mi ojo izquierdo, no recuerdo quien era. Esa etapa juvenil y salvaje hay demasiado olvidado. De quienes son esos rostros monstruosos, porque están encima. Tranquilo, tu mano no tiene nada, escuchaba a alguien decir. Me tiemblan las piernas. Lentes perdidos. Solo siluetas vibrantes. Embriagado. Me empujaron por las escaleras, uno lo traje conmigo. Un nudillo explotó. Ya no sabía ni qué hora era, solo quería dormir, estaba exhausto y, sobre todo, asustado. Así fue una noche escandalosa y decisiva por ahí en un antro de Barranco, ya pasó mucho tiempo. Mi última pelea. Desde el instante que abrí los ojos, al día siguiente, se marcó por mucho tiempo una estampa despersonalizada. Había cruzado una línea que no debo cruzar jamás, 1.80 metros. Quién sabe el daño que le pude haber hecho a alguien si no era el piso lo que recibía el golpe. Temía por mi integridad. Fue duro retomar los límites. El miedo a mí mismo predominó prolongadamente, se reflejaba en otras cosas. Ahora ya soy más adulto y esperó no verme en ese estado desmedido de nuevo. No me arrepiento, un puñete en la cara te enseña que no eres de cristal, pero, por favor, nunca más.
Hace unos días me tome unas cervezas en La Noche de Barranco y fue inevitable pensar en el viral momento en que insultaron, botaron e incluso le tiraron un vaso de vidrio a la congresista Patricia Chirinos, que tuvo que irse. Entiendo el desprecio, incluso los reclamos verbales que para mí ya son un poco pasados de la raya. Pero cuando hay tumulto es fácil ponerte violento y arremeter contra lo que sea. Puedo asegurar que la mitad de la gente que pifiaba no sabía ni quién era la señora. Veía el chop de cerveza y pensaba que si eso le cae en la cabeza a alguien le puede hacer daño severo. En fin, se comportaron casi al mismo nivel que la resistencia que tanto odiamos. Todos parecen estar esperando la más mínima chispa para encenderse. Todo esto sería evitable si se conociera la propia capacidad de violencia, hay mucha gente con miopía introspectiva. No me excluyo, pero ahora que he vuelto a entrenar deportes de contacto tengo la visión un poco más clara. En mi opinión debería ser materia escolar un arte marcial, dentro de educación física o algo por el estilo.
Ya es hora de darnos cuenta de que cada uno se debe enfocar en lo suyo y no meterse con los demás. Dejar de alimentar las fobias por lo que no se entiende. De lo contrario el mundo solo va a ir cuesta abajo. He experimentado las dos caras de la moneda. El control y el descontrol. El primero es mucho más efectivo, pragmático y pacifico. El mundo está lleno de vocaciones, la mía probablemente sea escribir. Hay personas que nacieron para pelear y es ahí donde encuentran las ganas de vivir. Felizmente, en la actualidad, hay múltiples medios para seguir esa vocación sin hacerle daño a nadie, todo de manera deportiva. Es distinto un ojo morado en la calle que uno por hacer sparring. Tal vez, al final de todo, la paz está en el mismo espectro que la violencia y es fundamental explorarlo. Siempre es el último recurso, sólo para situaciones que no suelen ocurrir ni en una vida entera.