Tengo una posición sobre el conflicto Israel-Palestina y es a favor de Palestina. A estas alturas de mi vida ya no voy a cambiar; además, a partir de mis conocimientos acerca de dicho evento histórico, que no son pocos, he sacado mis propias conclusiones. Pero en historia la soberbia es mala consejera.
Esto lo aprendí en el dictado de clases, más específicamente cuando enseñaba el periodo del Conflicto Armado Interno o la lucha contra el terrorismo (1980 – 1995). Sucedía que entre mis alumnos, siempre alguno provenía de la familia militar o policial y su narrativa, como puede comprenderse, era distinta a la que se difunde desde el conocimiento académico, que no por ser tal resulta poseedora de la verdad absoluta. Alguna vez, uno de ellos me relató que, en aquellos tiempos, la preocupación en su hogar era que su padre volviese con vida a casa pues había sido destacado a la zona de emergencia.
Situaciones como esta me plantearon un dilema más ético que epistemológico, máxime si mi postura frente al conocimiento histórico es narrativista: no se trata de la verdad, de la exactitud, se trata de interpretaciones con contenidos de verdad siempre discutibles. Y desde esa premisa me preocupé por conocer la otra mirada sobre este doloroso episodio y también por matizar más mis conclusiones al momento de enseñar la época del terror.
Por cierto, esto me ha sucedido también en relación con el tema central al que he dedicado mi carrera: las relaciones peruano-chilenas. Tuve que viajar a Chile en más de diez ocasiones y multiplicar mis amistades en el vecino país para comprender finalmente que ellas tienen su propia narrativa de nuestra historia en común, de los conflictos pasados que llevamos a cuestas, así como de las relaciones presentes y no solo tienen derecho a tenerla, lo lógico y natural es que la tengan.
No se trata de someter la mirada propia a la del otro, pero sí de lograr la suficiente apertura de criterio y empatía como para conocer esa otra mirada. Y esto comienza por aceptar que esa mirada existe, no por negarla.
Hoy conversaba con un amigo historiador, es chileno y de origen judío. El me replicó con mucha ponderación la última nota sobre el conflicto Israelí-Palestino que publiqué en mi block Palabras Esdrújulas. Le respondí algo que reafirmo, que no nos íbamos a poner de acuerdo. Pero entonces me confesó ser parte del problema porque perdió amistades muy valiosas en los atentados de Hamas del 7 de octubre de 2023.
En dicho atentado, Hamas asesinó a casi 1200 personas, la mayoría jóvenes que disfrutaban de un concierto y tomó de rehenes a otras 251 que parecen importarle poco tanto al grupo terrorista como a la administración de Benjamín Netanyahu, cuyo sionismo radical denuncio aquí una vez más. El tema es que nosotros no le restemos importancia a esos crímenes.
Mi postura general sobre el asunto no cambia. Hablando en términos bíblicos, me parece evidente que hay un Goliat expoliando a un David en ese territorio desde mediados del siglo pasado y que esa es la madre del cordero. Pero más allá de posturas políticas o históricas, nadie gana en un conflicto así, más bien todos sufren y sufren también los judíos quienes tienen derecho a narrar su historia desde sus propias coordenadas, igual que todos los demás.
Link de mi artículo en Palabras Esdrújulas, referido en esta nota: