La decisión del gobierno brasileño de otorgar asilo a Nadine Heredia es un ataque, no solo contra el sentido común legal, sino también contra la decencia política. Lo han señalado con propiedad diversos organismos nacionales e internacionales, como Transparencia Internacional. Por más que la sentencia recibida sea injusta, como escribimos ayer, la respuesta correcta era afrontar los actos judiciales, no rehuirlos con artilugios indecentes.
De hecho, para un país con la tradición diplomática de Brasil, otorgar tal privilegio en tales condiciones a una ciudadana peruana que nunca fue perseguida por razones políticas, sino procesada por crímenes comunes —lavado de dinero, enriquecimiento ilícito, corrupción— es una distorsión del principio de asilo, una burla al sistema interamericano y, sobre todo, un insulto al Perú.
Con Lula da Silva en una cruzada para reconstruir su lugar en el mundo y restablecer los antiguos lazos del Foro de São Paulo, no es de extrañar que quien actuara amigablemente en un acto que huele más a favoritismo que a justicia, fuera él. No es sorpresa que Lula, un político previamente condenado y convenientemente rehabilitado, rescate a su alter ego ideológico: es un acto de camaradería entre el nuevo batallón de líderes progresistas que no serán responsables ante la justicia, bajo el velo de la victimización.
Pero más grave es el rostro que muestra este episodio: la miseria moral de Nadine Heredia. La mujer que aspiraba a gobernar por control remoto, que quería una dinastía en nombre de la sangre, ahora huye como una criminal bajo el disfraz de víctima y persecución. No enfrenta a los tribunales. Quizás se consuela en la colusión de una diplomacia ideológica despojada de todo respeto por la verdad.
Al hacerlo, Brasil ha transgredido una regla del sentido común diplomático —ese mismo sentido común de equilibrio prudente que hace grandes a las naciones— y ha rebajado el listón moral en el que una vez se elevó Itamaraty. El daño a las relaciones bilaterales es profundo. Pero tal vez el mensaje más doloroso para los peruanos es que el poder ejercido sin escrúpulos conduce a un paso sin consecuencias.
Si ha habido alguna lección en la historia de las dictaduras latinoamericanas, es que el asilo debe proteger al oprimido, no al corrupto. Y que ninguna república que se respete a sí misma puede permitir que sus crímenes se oculten bajo banderas extranjeras.