Cuando un gobierno se halla desfalleciente y su actuación pública es inocua es mejor adelantar su final. Claramente, el régimen de Boluarte está en esa situación. No hay un solo indicador que muestre mejoría bajo su gestión, la ciudadanía lorechaza rotundamente y la crisis política se ahonda por los múltiples desaguisados en los que el propio régimen se mete (los Rolex, la cirugía, el cofre, Qali Warma, las declaraciones de Quero, etc.).
Parece como si hubiera un guionista palaciego encargado de la misión de no permitir que pase más de una semana sin un nuevo escándalo que adorne las portadas de los diarios. Y si a ello le sumamos las que, por su propia obra y gracia, un Congreso calamitoso aporta, se entenderá que vivimos la coyuntura jaloneados por el escandalete y la desvergüenza política.
Si solo fuera cuestión de esperar pacientemente a que acabe el suplicio el 2026, santo y bueno, pero lo preocupante es que el estado de cosas descrito abona políticamente en favor de los actores polarizantes de la sociedad, tanto de la izquierda como de la derecha.
Con el actual estado de cosas ganan los Antauro, los Bellido, los Torres, los López Aliaga, los Butters (ojo con su candidatura que tiene potencial enorme de crecimiento). Pierden las opciones moderadas o centradas que son mayoría en el proscenio electoral.
El problema con los candidatos disruptivos es que pueden ser un salto al vacío. En una de esas sorprenden y terminan ejecutando un gobierno eficaz y sobresaliente, pero son un disparo al aire, sin certeza del resultado que vayan a generar.
El estado de ánimo favorable a su surgimiento y crecimiento lo brinda la mediocridad galopante de un gobierno como el de Boluarte, que no acierta una y sobrevive gracias a un pacto espúreo con las bancadas de Fuerza Popular y Alianza por el Progreso, básicamente, aunque se sumen otros eventualmente (Perú Libre, Avanza País, Renovación Popular, Podemos). Estamos advertidos.