En octubre de 2011 un terrible suceso conmovió a los españoles, en especial a los habitantes de la ciudad de Córdoba: el asesinato de dos niños a manos de su padre, José Bretón Gómez. El ensañamiento del filicida no tuvo limites: luego de quitarles la vida, incineró los cuerpos. Como podrán imaginar, la cobertura mediática de este asunto fue enormísima. Bretón fue condenado a 40 años de prisión y en 2015 le rebajaron la condena, algo que parece una broma macabra de la justicia, considerando los agravantes del crimen: parentesco, premeditación y la más absoluta falta de piedad en la ejecución del atroz homicidio.
El caso ha vuelto a ocupar a la prensa por razones más bien literarias (vamos, eso quiero creer). La editorial Anagrama publicó una novela del escritor Luisgé Martín que, bajo el título El odio, narra el terrible crimen considerando materiales como una entrevista al homicida en la prisión y un intercambio epistolar con él. Claro, cualquier nostalgia por A sangre fría, de Capote, será eso, nostalgia. La publicación ha removido el dolor de la madre de las víctimas, quien se ha empeñado en una batalla judicial para evitar por todos los medios que el libro sea distribuido y vendido.
Sin embargo, llegan a la mesa otros elementos útiles para discutir el caso: La libertad de creación, el hecho de que una de las funciones de la literatura sea escarbar y explorar en realidades oscuras para llegar a una comprensión cabal del mal y la condición humana (pienso mucho en ti, Raskolnikov) y por supuesto, el derecho de una editorial de publicar y promocionar sus contenidos libremente.
Los editores aseguran comprender la postura de la madre, no se espera menos. Reconocen también la monstruosidad del suceso referido en la novela. También reafirma su postura en torno a sus libertades. Se dice que el libro de Luisgé Martín no es una apología del filicidio de Bretón sino una manera de mostrar el horror, de internarse en el espantoso interior del alma y el pensamiento de un hombre que no conoce la misericordia, que está en el abismo de su propia humanidad infectada por el mal.
Por el lado de la justicia, se intenta defender la intimidad de dos menores atrozmente asesinados, así como mantener a buen recaudo la privacidad de su madre. Todo recuerdo de este hecho traumático abre una y otra vez una herida que, sabemos, nunca cerrará. Luisgé Martín admite que ha escrito este libro para tratar de entender los extremos a los que puede llegar la perversidad humana, para iluminar esos laberintos invisibles de la conciencia donde se traman acciones propias de un ser monstruoso.
Difícil tomar partido absoluto en este caso. Yo reivindicaría la libertad creativa, por supuesto, y soy desde ya enemigo de toda censura. Por otro lado, pienso en las víctimas y me pregunto cuán provechoso sería exhibir en este momento –aun sin intención de retorcido amarillo– una acción vil que despierta el repudio de todos. La madre no desea publicidad, aunque venga envuelta en literatura. Y está en su derecho. El escritor y sus editores, en tanto, reivindican también un derecho a durísimas penas disputable.
Anagrama ha deslizado que se allanará a lo que la justicia resuelva. Y hace bien, creo. En un sentido o en otro, este fallo sentará, a no dudarlo, un precedente importante. La literatura incomoda, como decía Vargas Llosa en uno de sus discursos más famosos. Pienso también en una madre, que declara el daño terrible que le produce ver la historia de la cruenta muerte de sus hijos en formato libro, detrás de los limpísimos escaparates de las librerías. Hora de discutir los límites razonables y éticos de toda libertad.