Carlos Trelles

200 años de inviabilidad occidental

Cuando en 1821 el Perú dejó de ser una colonia y pasó a ser un país independiente, el modelo primario-exportador basado en la extracción de metales preciosos ya estaba ahí, desde 1535. Pasaba por uno de sus cíclicos periodos de bajo crecimiento, pues la producción de plata había disminuido considerablemente en las últimas dos décadas. Desde 1776, además, las minas de Potosí -fuente del 90% de la plata peruana exportable- pasaron a ser parte del Virreinato del Río de la Plata.

Atada a la caída del sector minero, la rica y ostentosa clase comercial limeña, que importaba y distribuía manufacturas europeas que venían en los mismos buques que sacaban los metales del Callao hacia la metrópoli, perdería poder económico. En un contexto de contracción productiva y comercial que afectó a todos los sectores socio-económicos, la agricultura de la costa y la ganadería, así como la exportación de lana y jabón a otros virreinatos, tendrían un importante aunque insuficiente desarrollo. El hombre del Ande seguirá en condición de explotación y servidumbre, bajo argumentos raciales y religiosos del contexto colonial.

Como puede verse, es una dinámica muy similar a la del subdesarrollo económico contemporáneo: volátil, dependiente de la geografía o del exterior, y beneficiosa para muy pocos, entre ellos quienes explotan a la mayoría de cuyo trabajo viven. En aquellos días casi todos éramos una servidumbre legalizada, hoy somos una precariedad que no tiene tiempo ni holgura para darse el lujo de evaluar sus condiciones de trabajo.

El proceso independentista agrava esta herencia colonial de subdesarrollo, sumándole crisis, pobreza e incapacidad de gobierno. Las guerras traen mucha pérdida poblacional (mayoritariamente pobre, andina y esclava), además de destrucción de infraestructura y tierras, y de extinción de ganado por uso en actividades militares. Muchas familias aristocráticas huyen del país con sus riquezas. Así, la economía pierde considerable mano de obra y capital.

Las nuevas exigencias de gobierno y la crisis en curso evidencian la inexperiencia criolla frente a los asuntos administrativos de Estado. Hay escasas capacidades de cobro fiscal, no hay gendarmería nacional hasta la cuarta parte final del siglo XIX, por lo que proliferan las montoneras y los disturbios. Es claro que no se tiene un control prolijo del territorio ni una penetración descentralizada de servicios que genere una sensación de comunidad viva. El presupuesto público oficial se diseña y formaliza, por primera vez, en la década de 1840. Las prácticas de corrupción colonial continúan sofisticándose. Nuevamente, todo esto también sucede hoy, en lo fundamental: no hay la suficiente experiencia y pericia en la burocracia peruana, hay corrupción cotidiana en ella.

De la depresión económica del periodo posterior a la independencia se saldrá recién a mediados del siglo XIX, con el boom exportador del guano, lo que iniciará el subdesarrollo pendular contemporáneo que hasta hoy conocemos. También por esos años nacerán los primeros atisbos de sector industrial, ese eterno pendiente de soberanía para el que nos faltan insumos conocimiento y de capital. El hombre del Ande seguirá subordinado, explotado y despreciado. El vacío de liderazgo político civil, de una élite legítima con capacidad de gobierno y visión de desarrollo económico, será llenado por caudillos militares, a quienes se aliarán las familias criollas ricas que consideran indigna la acción política republicana, pero quieren mantener sus privilegios económicos.

Puede decirse que la república temprana termina aquí, estabilizada temporalmente por un nuevo ciclo exportador favorable. Es claro que no era viable un país y una sociedad política de las características fundacionales descritas, al menos si el referente son los países desarrollados de occidente. No se construye república y pertenencia en medio del crimen material, emocional y moral que siguió ejerciéndose contra la mayoría poblacional que vivía en la sierra. Tampoco bajo un modelo económico que, en la bonanza, sólo beneficia a una minoría empresarial sin la fuerza, voluntad, capacidad y volumen suficientes para hacerse competitiva a un nivel y forma que permitan el desarrollo y el bienestar mayoritario, tanto en la urbe como en el campo. No puede haber largo plazo y desarrollo en la incertidumbre económica dependiente del exterior, o en el crecimiento con caídas súbitas y brutales, muchos menos sin un Estado con importantes capacidades operativas y una élite civil comprometida y preparada para la dirigencia política. La historia hace pensar que varios de estos elementos disparan y conforman el bienestar general. La democracia parece haber sido una sofisticación posterior, un regalo del progreso y el desarrollo al que han accedido sólo algunos países. Nadie sugiere sacrificarla ni mucho menos, pero sí es necesario resaltar la complejidad que implica el reto político de hoy.

Pasados dos siglos, no se puede decir que no lo hemos intentado. Al menos en teoría, tanto ortodoxos como heterodoxos, sean demócratas o dictadores, casi todos han buscado el desarrollo generalizado a la manera capitalista occidental, uniendo al territorio rural en este destino, pero no han alcanzado los insumos ni los plazos en ninguno de los experimentos. También se ha querido construir Estado y administración pública, y no se ha podido. Nunca hemos tenido una clase dirigente con capacidades de transformación. El desarrollo nos ha sido largamente esquivo.

Pero resulta que no somos los únicos con inviabilidad de origen: no hay país poscolonial que haya alcanzado el desarrollo. Sólo algunas naciones asiáticas de tradición autoritaria y mano de obra barata se han vuelto globalmente competitivas, y acaso abandonado el subdesarrollo. Parece que nunca estuvimos invitados a la fiesta grande del capitalismo, que todo fue ilusión y engaño proveniente de poderosos de diversa escala geográfica.

El bicentenario es, entonces, un tiempo muy propicio para preguntarnos si tiene sentido seguir persiguiendo un tipo de progreso que no parece accesible, sólo alcanzado por algunas de las naciones que colonizaron a otras, y usufructuaron siglos de ventaja comparativa y mano de obra esclava. Si es estratégico seguir apostando por un tipo de expansión en crisis energética y ambiental debido a su insaciabilidad consumista y acumulativa, lo que la obligará a ruralizarse tarde o temprano, a generar un nuevo mundo que ya parece estar en curso.

Alguna vez fuimos una civilización viable: autosuficiente, inclusiva y sostenible, de grandes conocimientos astronómicos, económicos, ingenieriles y agrícolas, de una epistemología donde el hombre era parte de una naturaleza viva y la razón humana tendía al colectivo, a la austeridad y al respeto del entorno. Sin caer en el conservadurismo retrógrada, ni en la mitificación del pasado, debemos recuperar dichas fuentes prehispánicas y, a partir de esas enseñanzas, pensar en un camino propio desde nuestra fusión contemporánea, donde lo occidental tiene un indiscutible espacio, pero no puede ser atadura ni velo.

Debemos encarar el presente con más imaginación y sabiduría que la mostrada hasta hoy, no tenemos casi nada que defender del actual orden. Tenemos que planificar la llegada de un nuevo tiempo en el que nuestro conocimiento ancestral y nuestra biodiversidad serán ventaja geopolítica y garantía de nuestra propia calidad de vida. Será un inicio ahora sí promisorio, y quizá el final de un tiempo oscuro que se inició hace cinco siglos.

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