“Pensemos que, de ahora en adelante, solo nos queda futuro” dijo Joan Manuel Serrat, en su primer diálogo con el público limeño que asistió al concierto del pasado miércoles 16, como parte de una gira de despedida titulada El vicio de cantar (1965-2022). El artista barcelonés nos pedía no ponernos melancólicos frente a su anunciado retiro y que miremos el horizonte con alegría, la misma alegría que lo embarga a él por darle la ocasión de venir, personalmente, a notificarnos su adiós a los escenarios. Un artista curtido, como él, en el dominio de la palabra y sus múltiples posibilidades expresivas, sabe perfectamente qué fibras tocar, dónde poner el acento preciso para emocionar, para enriquecer un momento que, a pesar de su naturaleza inevitablemente efímera, se convertirá en eterno.
Un día después de que unas encanalladas masas, conformadas por miles de hombres y mujeres pobres de espíritu, se dejaran estafar por los balbuceos ininteligibles de un tal Bad Bunny, que tiene inesperados defensores, como cierto académico colombiano que escribió, en el 2021, un enrevesado análisis para sugestionar a lectores sugestionables acerca de los paralelismos que acercarían, según su afiebrada y calculada prosa, al reggaetonero con Johann Sebastian Bach (¿¿¿???), usando la figura siempre efectiva de descalificar a los mitos en tanto son construcciones de cada época, Joan Manuel Serrat desbarató ese montículo de aserrín de confusión ideológica de un solo soplido con una clase maestra de elegancia, autenticidad, buen gusto, talento y calidez que nos hizo reír, recordar, llorar y reír de nuevo, gracias al valor de las palabras.
El universo poético y musical de Serrat califica, hoy por hoy, como algo anacrónico y desfasado. Tan anacrónico y desfasado como lo están las buenas costumbres, la moral en la política, la seguridad ciudadana, la sana convivencia entre vecinos y el respeto a la naturaleza. Por eso, hoy más que nunca, sus canciones se ubican al margen de los gustos oficiales populares y son disfrutadas por una minoritaria elite de seres humanos que pugna por no desaparecer en medio de las empantanadas miasmas de lo que está de moda. Pero Serrat no ve las cosas con amargura ni con desconsuelo. Se aferra a sus armas de siempre y dispara, para quien mejor entienda: “no basta con una música y una letra para hacer la canción. La canción es música que habla y letra que canta. Si la canción no genera emoción, no existe”.
Y quién mejor que él para decir eso ¿no? En los ciento veinte minutos que duró el concierto, el cantautor catalán nos ofreció un recorrido apretado por su largo catálogo, con una voz algo mellada por los años -va a cumplir 79 este diciembre- pero que supo dosificar con susurros y controlados tonos apagados para lograr, todo el tiempo, aquello de que “cuando canta le tiembla el corazón en la garganta”, como dijera de él su amigo y colega Joaquín Sabina, en el tema Mi primo El Nano que le dedicó en 1996, en su décimo álbum Yo, mi, me, contigo.
La velada fue una combinación de melodías y letras entrañables con divertidos monólogos en los que se da tiempo para bromear acerca de la posibilidad de morir sobre el escenario –“espero que este no sea mi último concierto”-, hablar de la forma en que concibió algunas de sus historias y personajes, elaborar conceptos sobre el calentamiento global –“quienes deben tomar decisiones parecen no tener prisa”- y, de manera muy insistente, agradecer a los públicos y a los músicos que ha conocido a lo largo de estas casi seis décadas de trayectoria. Después de empezar con una de sus grabaciones más recientes, Dale que dale, del segundo disco en homenaje al poeta Miguel Hernández (1910-1942), titulado Hijo de la luz y de la sombra (2010), comenzaron a aparecer esas pinceladas de antaño en que Joan Manuel pasa de ser un cantante a un vidente. “Ay amor, sin ti no entiendo el despertar. Ay amor, sin ti mi cama es ancha” (Romance de Curro, El Palmo, LP Para vivir, 1974).
Cuando Joan Manuel Serrat comenzó a despuntar en la escena iberoamericana, con discos simultáneamente cantados en español y en catalán -sus dos lenguas maternas, como alguna vez declaró- se puso por delante de todos los cantautores de su generación por aquellos vuelos poéticos. Canciones como Mi niñez (álbum epónimo de 1970), Cançó de Bressol (Ara que tinc vint anys, 1967), El carrusel del Furo (Para piel de manzana, 1975) o Pare (Per al meu amic, 1973) -todas interpretadas la noche del miércoles- giraban en torno a temáticas 100% personales, autobiográficas -su infancia, su madre, su abuelo y su padre son los personajes centrales de estas composiciones, con una mezcla de pueril ternura y sensibilidad adulta, sumamente empática con las vidas cotidianas de muchas otras personas, que se sintieron de inmediato tocadas por este hacedor de milagros semánticos, musicalizados con finas armonías de jazz y música flamenca, tango y baladas folk.
De esta etapa, Serrat incluyó otros clásicos de su repertorio como Señora (Mi niñez, 1970) o Penélope (single, 1969), historias de amores rebeldes y trágicos, callejeros o basados en leyendas ancestrales. O esa oda a la locura que es De cartón piedra, en la cual el protagonista se enamora de un maniquí y termina encerrado “entre cuatro paredes blancas” tras “cargarse el cristal de una pedrada” para liberarla de su encierro. Ese tema, también del iniciático LP Mi niñez -uno de los primeros de Serrat que me aprendí de memoria, gracias a un viejo amigo del barrio, que debe haber estado en primera fila- posee además un vertiginoso marco musical, tan disparatado como la historia de su letra.
La noche fría de Lima no fue capaz de mitigar esa atmósfera de fogata y pan recién horneado que creó Joan Manuel Serrat con sus bien construidas poesías musicalizadas. Como uno de los mejores exponentes de lo que solemos englobar bajo el membrete de “trova” -su papel concreto fue como instigador de un movimiento artístico pro-catalán y antifranquista que se llamó La Nova Cançó-, el hijo predilecto del pequeño distrito de Poble-Sec (Barcelona) también tiene excelentes y rabiosamente vigentes diatribas contra el orden establecido, con canciones como A usted, A quien corresponda o la irreverente Algo personal -de esas tres solo cantó esta última- a la que incluso modificó la letra para darle toques más actuales, describiendo con precisión de cirujano el corrupto e hipócrita ambiente político y empresarial de cualquier país. Como el nuestro, por ejemplo.
Para darnos muestra de que su radar artístico y comprometido no solo está anclado en su pasado glorioso, adornó su segmento dedicado a Miguel Hernández –Nanas de la cebolla y Para la libertad, del primer álbum en homenaje al valenciano, de 1972- con proyecciones de diversas pinturas del muralista británico Banksy, esparcidas en las paredes de diversas ciudades de Europa, que convocan a la reacción social frente a la injusticia o el sinsentido de la política mundial con imágenes tan sencillas como expresivas. Si no ubican a este enigmático artista plástico, aquí un enlace de interés.
Y también hubo espacio para aquellos temas que lo convirtieron en una superestrella de la canción latinoamericana. Por ejemplo, tres del álbum Mediterráneo (1971), su cuarto disco en español, para muchos su obra maestra. Lucía, una carta de amor sensual y elegante, como para convencer a los incrédulos que el idioma español, bien utilizado, es mucho más estimulante que cualquiera de las tantas taradeces que regurgita Bad Bunny –“si alguna vez fui bello y fui bueno fue enredado en tu cuello y en tus senos”; la emotiva descarga de reflexiones de Aquellas pequeñas cosas “que el viento arrastra allá o aquí, que te sonríen tristes y nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve”. O ese homenaje al extremo del mundo en el que nació, allá por 1943, que cobra aun más sentido después de haber pasado por Algeciras o por Estambul, cerca del mar porque…
Dentro de esa paleta multiforme de asuntos que cubre con su superdotada inspiración, Serrat tiene también de esas canciones que elevan el espíritu, más valiosas que cientos de páginas mentirosas de autoayuda o ese engendro de la modernidad llamado “coaching ontológico”. Hoy puede ser un gran día -del LP En tránsito, de 1981- es quizás la más potente de ese estilo de narración que, en solo dos minutos, tiene la capacidad para levantarte de la cama por muy mal que te sientas. De ese mismo disco, la balada No hago otra cosa que pensar en ti -a la cual también le agregó versos nuevos- formaron parte de esta despedida que intenta, sin éxito, comprimir una carrera tan amplia y llena de momentos cumbre.
De nuevo Serrat, el demiurgo de la palabra bien dicha, da en el clavo con una versión diferente, de aires venezolanos de Tu nombre me sabe a hierba, la única canción que, cuando yo era niño, sonaba en las radios románticas por su onda nuevaolera. “Porque te quiero a ti, porque te quiero, aunque estés lejos yo te siento a flor de piel”. El cierre llegó con la muy esperada Cantares -1969, del disco que dedicó al poeta sevillano Antonio Machado (1875-1939)-; Esos locos bajitos -En tránsito, 1981, capaz de emocionar hasta a quienes no han tenido ni tendrán nunca hijos-, Penélope -single de 1969 que figura entre las favoritas del público- y Fiesta -Mi niñez, 1970, esa saltarina melodía para la tradicional festividad de San Juan en que la añoranza por la armonía social se combina con la inevitable comprobación de que, por más que nos esforcemos en pensar lo contrario, el ser humano siempre es atraído por su lado oscuro y prefiere “regresar a las divisas” que llevarse bien con el prójimo sin esperar nada a cambio.
La banda que acompaña a Joan Manuel Serrat no puede ser mejor. En pianos y teclados, dos históricos, los extraordinarios Ricard Miralles (78) y Josep “Kitflus” Mas (68), amigos y colaboradores eternos del cantautor. El primero fue su arreglista y director musical entre 1967 y 1987 y luego desde el 2002 en adelante -periodo que se inicia con el álbum Versos en la boca; y el segundo tomó la posta de Miralles en la década de los noventa, para discos como Utopía (1992), Nadie es perfecto (1994) o Sombras de la China (1998). Completan este brillante acompañamiento, músicos más jóvenes: David Palau (guitarras), Raui Ferrer (bajo, contrabajo), Vicent Climent (batería), José Miguel Sagaste (vientos, acordeón) y Úrsula Amargós (violín, voz), hija de otro ex arreglista de Serrat, ya fallecido, el compositor y pianista Joan Albert Amargós. Un grupo de lujo para una despedida inolvidable.