Uno de esos gigantes que pueblan las civilizaciones con palabras, que imponen sentido al caos histórico del mundo con palabras y razón, se ha ido. Uno cuya estatura intelectual y moral deja una valla muy alta, pero a la vez una referencia que nos resulta imperativa.
Mario Vargas Llosa, novelista, ensayista, incansable polemista, ha muerto —aunque decirlo es, en su caso, relativo— porque su obra es actual, enérgica y controvertida. Vive.
Fue un soldado constante en la guerra contra el fanatismo, el autoritarismo y la estupidez de los dogmas. Los resistió con un credo simple pero abrumador: la libertad. La defendió en libros, en periódicos, desde tribunas y hasta en la arena política, donde su intervención, aunque fallida, fue memorable.
Para Vargas Llosa, el escritor tenía que intervenir en la historia. Poseedor de una universalidad que abarcaba de la narrativa a la crítica literaria y al ensayo político, su obra, no obstante, siempre estaba centrada, sobre todo, en un punto fijo, obstinado, ineludible: el Perú.
Un país que amaba con ira, ternura, sobriedad, dolor. El Perú fue su paraíso perdido y su infierno cotidiano, su complicación más rica. Lo relató, lo disecó, lo desaprobó, lo reinterpretó.
Y así Vargas Llosa muere y el Perú se siente un poco más solo, un poco más huérfano de iluminación y audacia. Pero también está escrito por su vida: como una promesa no realizada.
Nos lega el ejemplo del escritor total, del intelectual comprometido, del ciudadano libre, del incansable obrero de la creación siendo, sobre todo, su legado el de la enseñanza ilimitada de no sucumbir a la tiranía del silencio o el decreto.
Es nuestro deber, los lectores, sus herederos, asumir ese concurso solitario pero glorioso. Incluso muerto, sigue hablando. Solo se tiene que abrir cualquiera de sus libros para escucharle. Nos ha dejado un admirable peruano y será recordado como tal.