Lerner, Roberto

La mente antojada

La adicción es un fenómeno real que depende del cerebro, de la herencia, de los rasgos individuales, de las condiciones sociales, de las regulaciones informales y del estatus legal de sustancias y conductas. Felizmente, para comenzar, la enorme mayoría de las personas administra razonablemente bien sus antojos, no hace adicción, ni siquiera uso disfuncional. Felizmente si esta se produce, las circunstancias —termina una guerra, se resuelve una circunstancia vital negativa o aparece una positiva, pasa una moda, se hace una terapia— pueden desactivarla o disminuirla. Pero hagamos lo que hagamos, siempre nos va a acompañar.  

El consumo de sustancias psicoactivas nos acompañan desde siempre, quizá antes que otros fenómenos que asociamos con la civilización. Reconocemos su ingesta no ritual ni recreacional, compulsiva y disfuncional como el modelo de la adicción. El ansia, la urgencia de tener, ingerir, hacer algo, sin tomar en cuenta el contexto, llevarlas a cabo a pesar de las consecuencias negativas en lo inmediato y lo mediato y, en fin de cuentas, organizar la vida cada vez más, de manera exclusiva alrededor de concretarlas, es un drama personal y colectivo. Un drama que se desenvuelve sobre fondos legales, médicos, policiales, económicos, políticos y geopolíticos.

Las drogas van y vienen. Hay una portada de la revista Time, julio de 1981, que muestra una copa de martini llena del polvo blanco con la infaltable aceituna: una sustancia con estatus que, incluso, en algún momento fue recibida por los psiquiatras como candidata para reemplazar a la heroína por ser placentera, pero… no adictiva. El entusiasmo codicioso de los mercados desregulados y las bolsas insomnes y recargadas, iba mejor con un acelerador del sistema nervioso que la marihuana y los alucinógenos que acompañaron los ritmos de Woostock y contribuyen a un cerebro juguetón poco interesado en emprendedurismos. Cierto que cuando la pasta básica llegó a las calles de barrios pobres acompañada de dependencias trágicas y balaceras entre bandas rivales, se declaró la guerra contra las drogas.

Irónicamente en nuestros días de desengaño con las promesas de crecimiento ilimitado y un unicornio al alcance de todos, vuelven los psicodélicos naturales y sintéticos a encandilar a los jóvenes, y también a los especialistas que exploran —en realidad es menos novedoso de lo que se piensa— los usos terapéuticos de esas sustancias para hacer frente al sufrimiento emocional y la patología mental.  Un nuevo round —no será el último y se enganchará con una neuroingenería cada vez más osada— comienza, con entusiasmos y decepciones alrededor de la búsqueda de aquello que puede romper con, y trascender, la monotonía de la experiencia humana.

Una experiencia que entre el aburrimiento rutinario y el antojo que le saca la vuelta, está marcada por el deseo que irrumpe e interrumpe, que a veces no podemos ignorar ni resistir, y cuya gratificación genera, paradójicamente, hábitos de una enorme rigidez y resistencia al cambio. Una nueva rutina que no admite desviaciones y termina en una aburrida destrucción.

No son solo sustancias. Ahí están el empacho con series de televisión, los videojuegos, las redes sociales, la timba, coleccionar, acumular, la lista es larga, inacabable. Cuando algo provee recompensas placenteras inesperadas, anticiparlo, ubicarlo, poseerlo, conocerlo, dominarlo y exprimirlo es un mandato cerebral. Pero lo que hacemos para cumplirlo nunca es suficiente porque el placer del momento siempre termina siendo menor que el esperado y prometido.

El antojo tirano nos mantiene en una suerte de permanente sala de espera que se llena de señales luminosas preparatorias: ciertas horas, aparatos, personas, palabras, lugares, acciones rituales, conjuros, transacciones. Cuando la cosa se desmadra, se hace patológica, lo que la mente esclava registra es la preparación y las consecuencias, mucho más que a su dueño, sea el consumo de la sustancia o la maratón frente a la pantalla. 

La adicción es un fenómeno real que depende del cerebro, de la herencia, de los rasgos individuales, de las condiciones sociales, de las regulaciones informales y del estatus legal de sustancias y conductas. Felizmente, para comenzar, la enorme mayoría de las personas administra razonablemente bien sus antojos, no hace adicción, ni siquiera uso disfuncional. Felizmente si esta se produce, las circunstancias —termina una guerra, se resuelve una circunstancia vital negativa o aparece una positiva, pasa una moda, se hace una terapia— pueden desactivarla o disminuirla. Pero hagamos lo que hagamos, siempre nos va a acompañar.  

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