Giancarla Di Laura

«Mi padre… su semblante augusto»: poesía y paternidad en el Perú

"Nuestros padres nos alientan y nos motivan, pero nos hacen labrar también nuestro camino único y auténtico"

Algunos de nosotros tuvimos la suerte de gozar una infancia maravillosa al lado de nuestros padres, y hoy, en el Día del Padre, los recordamos con mucho amor y agradecimiento. En mi caso, mi padre fue mi super héroe, mi modelo a seguir, mi gran empuje. Desde muy niña aprendí a jugar deportes y a divertirme con él; a ver las carreras de carros que él y mis tíos seguían muy de cerca. Lo miraba jugar fútbol y fulbito y para mí fue una lección no solo de cómo competir noblemente en el deporte, sino de cómo volver cualquier experiencia en un aprendizaje positivo, como eso que llamamos resiliencia.

¿Pero cuáles son los orígenes del Día del Padre? Esta jornada de reconocimiento a la figura paterna empieza a celebrarse en 1909, un 19 de junio, justamente, cuando la joven estadounidense Sonora Smart Dodd, hija de un veterano del Guerra Civil de su país, tuvo como iniciativa establecer una fecha para celebrar a los padres, ya que ella tenía una relación hermosa con el suyo. Su padre prácticamente la crió él solo a ella y sus cinco hermanos tras la muerte prematura de su madre.

En muchos países se sigue celebrando el tercer domingo de junio, mientras que otros lo celebran el día de San José, el padre putativo de Jesús, cuya fecha en el calendario católico es el 19 de marzo. Es decir, padre no es tanto quien nos engendra (eso puede ser producto de un accidente, un «braguetazo» o hasta una violación), sino quien nos cría, protege y educa. En esa entrega es que se ve el verdadero valor, la calidad y la madurez de un hombre.

Muchos poetas y autores del mundo han escrito cosas puntuales y profundas sobre la paternidad. La Madre Teresa de Calcuta, por ejemplo, señaló que “Enseñarás a volar / pero no volarán tu vuelo”. Es decir, nuestros padres nos alientan y nos motivan, pero nos hacen labrar también nuestro camino único y auténtico. Somos y no somos extensiones de nuestros padres. Junto a la madre (siempre figura preponderante) el milagro que realizan, juntos o separados, es el de forjar personas nuevas, con sus propias capacidades y decisiones, idealmente para luchar por un mundo mejor.

En la poesía peruana tenemos varias expresiones que honran al padre, como en César Vallejo, que en el poema “Los pasos lejanos” de Los heraldos negros (1919) nos ofrece esta imagen de su progenitor, don Francisco de Paula Vallejo Benítez:

Mi padre duerme. Su semblante augusto

figura un apacible corazón;

está ahora tan dulce…

si hay algo en él de amargo, seré yo.

Por medio de este fragmento, Vallejo afirma –asumiendo cualquier culpa o defecto– que lo único que puede traer algo negativo es él, pero nunca el padre ni la figura excelsa de la madre, que aparece más adelante y a la que canta y recuerda con infinita ternura también en otros poemas. La presencia de ambos será central a lo largo de su obra.

Lo reafirma en «Enereida», otro de los poemas de tremenda factura y simplicidad al final de Los heraldos negros, donde presenta a su padre ya anciano en estos términos (cito solo un fragmento):

Mi padre, apenas

en la mañana pajarina, pone

sus setentiocho años, sus setentiocho

ramos de invierno a solear.

El cementerio de Santiago, untado

en alegre año nuevo, está a la vista.

Cuántas veces sus pasos cortaron hacia él,

y tornaron de algún entierro humilde.

Hoy hace mucho tiempo que mi padre no sale…».

El padre aquí ya no es esa figura vigorosa y superior de la etapa juvenil, sino un ser frágil, casi niño, que despierta en el hijo los mismos instintos protectores que ayudaron a que él creciera como ser humano completo.

Otra imagen deslumbrante del padre es la que ofrece Pablo Guevara, poeta de la Generación del 50, cuando describe a su padre como un hombre pobre, un trabajador artesanal que dio su vida por sacar adelante a su familia y sin embargo quedó olvidado por el mundo:

Mi padre, un zapatero

Tenía un gran taller. Era parte del orbe.

Entre cueros y sueños y gritos y zarpazos,

él cantaba y cantaba o se ahogaba en la vida.

Con Forero y Arteche. Siempre Forero, siempre

con Bazetti y mi padre navegando en el patio

y el amable licor como un reino sin fin.

Fue bueno, y yo lo supe a pesar de las ruinas

que alcancé a acariciar. Fue pobre como muchos,

luego creció y creció rodeado de zapatos que luego

fueron botas. Gran monarca su oficio, todo creció

con él: la casa y mi alcancía y esta humanidad.

Pero algo fue muriendo, lentamente al principio:

su fe o su valor, los frágiles trofeos, acaso su pasión;

algo se fue muriendo con esa gran constancia

del que mucho ha deseado.

Y se quedó un día, retorcido en mis brazos,

como una cosa usada, un zapato o un traje,

raíz inolvidable quedó solo y conmigo.

Nadie estaba a su lado. Nadie.

Más allá de la alcoba, amigos y familia,

qué sé yo, lo estrujaban.

Murió solo y conmigo. Nadie se acuerda de él.

Pablo Guevara nos enseña en este hermoso poema el valor del sacrificio de su padre y cómo, a pesar del olvido del mundo, siempre deja en nosotros una huella imborrable.

Un poema más contemporáneo es “Los padres”, de José Antonio Mazzotti, notable poeta de la Generación del 80, en el cual se evoca y se alude a momentos vividos llenos de ternura, de presencia y de agradecimiento:

Es muy tarde para que olvidemos

los pasos acordados bajando la ladera, 

cuando torcíamos la tarde picoteando la orilla

y enderezábamos la noche

frente al plato cocinado lentamente.

Los padres, que eran todas las vitrinas,

daban la curiosidad de pertenecer a esta especie

harta y mortificada y sin embargo

a la altura de él y de ella,

como dos canales limpios 

que unían el chorrillo refrescante 

y hundían al zorrillo entre la ducha.

Los veranos eran míticos,

decían con su inclemente cariño.

Míticos tan míticos me digo 

que la vida queda corta para retener 

en una misteriosa gracia del cielo

el instante en que él me levantaba de una ola siniestra

y ella acudía sonriente

toalla en ristre

tumbando al atrevido infante

bajo el halo de sus plumas tibias. 

Notamos en este bello texto la importancia de los padres para los hijos en su protección y formación, para que crezcan mucho más seguros y sanos frente a la vida. También se ve el agradecimiento que siempre les debemos a los padres si hemos recibido el amor que todo niño merece y que lo hará una persona positiva y no tóxica.  

Asimismo, estoy totalmente convencida –y lo he visto y repito– que los padres no son solamente los padres biológicos sino también los maestros, los entrenadores, y hasta las madres que cumplen doble rol y todas esas personas que de alguna manera u otra ayudan en el crecimiento de sus hijos. Un mundo con buenos padres será siempre un mundo con mejores personas. Contribuyamos siempre a recordarlo.

¡¡¡Feliz Día del Padre a todos los que merecen tan hermoso nombre!!!

 

 

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