[La columna deca(n)dente] Hoy nos enfrentamos a una de las más graves amenazas contra la vida, la seguridad y el derecho al trabajo: el crimen organizado. Los transportistas se han visto obligados a paralizar sus labores, no por capricho, sino como un acto desesperado en defensa de sus vidas. Este paro es un grito de auxilio ante la extorsión, la violencia y el terror que imponen las mafias criminales.
Estas organizaciones, fortalecidas por leyes que favorecen sus acciones gracias al Congreso y por la colosal inacción del gobierno, han llegado al extremo de disparar contra las unidades de transporte, lanzar granadas, quemar vehículos y asesinar a conductores que no pagan los llamados “cupos”. Ante esta brutalidad, los transportistas han decidido suspender sus actividades como única forma de exigir protección y justicia. Hoy, más que nunca, el gobierno y el Congreso tienen el ineludible deber de garantizar la seguridad de todos los ciudadanos y su derecho a trabajar en libertad, sin temor a perder la vida.
Un Estado que no puede proteger a su población se convierte en un Estado fallido. Las leyes, en lugar de combatir la criminalidad, han otorgado a estas organizaciones criminales una mayor capacidad de acción. Esas leyes, lejos de frenar el avance del crimen, han empoderado a las mafias, exacerbando su violencia y control sobre sectores como el transporte y los pequeños negocios.
La negativa del Congreso a derogar las leyes que claramente han fortalecido al crimen organizado es, cuando menos, preocupante. ¿Cómo se explica que congresistas de Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Perú Libre, Podemos, entre otros, cuya principal responsabilidad es velar por el bienestar y la seguridad de sus ciudadanos, insistan en mantener normas que benefician a las mafias? Esta pasividad, que raya en complicidad, genera sospechas de intereses comunes con las organizaciones criminales para garantizar su impunidad. La inacción del Congreso no solo perpetúa la violencia, sino que lo convierte en un actor clave en la crisis que enfrenta el país. El silencio legislativo, frente a la creciente evidencia de que estas leyes alimentan el caos y la inseguridad, es una traición directa a los ciudadanos. La falta de voluntad política para revertir estas normativas plantea una dolorosa pregunta: ¿quiénes se benefician realmente de esta protección legal a las organizaciones criminales?
Finalmente, exigimos al gobierno, al Congreso y a todas las autoridades competentes que tomen medidas urgentes y efectivas para desmantelar estas organizaciones. No podemos permitir que el país se hunda en el caos, donde la vida y la seguridad de los ciudadanos se vuelven negociables. Es momento de actuar con firmeza: derogar las leyes que favorecen al crimen organizado y restaurar la confianza en las instituciones. El país necesita un gobierno que proteja a sus ciudadanos, defienda la vida y recupere el control de la seguridad. La vida es el valor más sagrado y está en juego. ¡No más inacción, no más impunidad, no más leyes que favorecen la criminalidad!