La guerra que está ocurriendo en el levante mediterráneo, encabezada por Israel y alentada por Irán, tiene dos aspectos que no podemos separar, uno geopolítico y otro teocrático.
Israel fue el primer país creado por un acuerdo internacional. Tras el holocausto, parecía una forma de protección a un pueblo perseguido, pero pronto se develó que se trataba de la recuperación histórica de un conveniente territorio situado entre Europa y Asia con salida al Mediterráneo: qué mejor puerto “europeo” para el petróleo. La justificación de la propiedad judía del territorio palestino se basó en dar por verdad absoluta que su Dios la había prometido. Tal es la postura del sionismo, movimiento nacionalista judío que surgió en Europa en el siglo XIX durante la terrible persecución que estaban sufriendo. No todos los judíos estaban de acuerdo, asumieron que se perdió el territorio siglos atrás y que si se mantenían unidos era por su religión. De ahí que muchas familias optaran por la asimilación, dispuestas a integrarse a otras sociedades, tal como ocurrió en Argentina. Opuestos, los que fueron a Palestina participaban del sionismo. De ahí que en Israel la postura hegemónica sea la de su actual primer ministro, Benjamín Netanyahu, quien apela a Abraham y a su viaje a la tierra prometida. En Israel recuperaron el uso del hebreo, mantenido en sus textos religiosos y se aceptó no contar con una Constitución dado que la máxima ley no puede ser terrenal. De esta manera, las leyes básicas son la Torá, el Tanaj, el Talmud y el Shulján Aruj; y las leyes fundamentales son aquellas que determinan la organización de las instituciones públicas, las cuales abarcan desde el gobierno, el sistema de justicia y el poder militar hasta los sistemas de apartheid étnico y demolición.
A ninguna de estas leyes Israel puede recurrir actualmente para justificar los genocidios cometidos. Por eso su actual consigna es que pondrá fin al terrorismo iraní. Con ese término se designa a los movimientos políticos islamistas que actualmente gobiernan Gaza, Siria y el Líbano, que aunque tienen muchas diferencias tienen en común el ser auspiciados por el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán, fuerza armada de un gobierno considerado teocrático, dado que el líder supremo es elegido entre los clérigos islámicos chií, y tiene el control de los poderes del Estado. Esta forma de gobierno comenzó con la revolución islámica el año 1979. El último sha de Persia (el otro nombre de Irán), aliado de Estados Unidos, había reconocido en 1953 a Israel. Advirtiendo siempre que debía reconocerse a Palestina, el vínculo con Israel se rompe recién con la Revolución Islámica bajo el gobierno del ayatolá Jomeini y se declara a Irán protector de Palestina y la región árabe.
El islam es una religión que también se basa en los relatos bíblicos sobre Abraham. Para sus creyentes no hay más dios que Alá y la diferencia está en quién es el profeta: Moisés, Jesús o, en este caso Mahoma. Las principales escrituras del Islam son el Corán, que toma partes de la Biblia, pero que en este caso se cree que es la palabra textual de Dios, y las enseñanzas y prácticas (sunnah) de los relatos de Mahoma. Hoy, la cuarta parte de la población mundial es musulmana. Musulmán significa “el que se somete”, pues todas y cada una de sus acciones, desde la más personal hasta la militar están regidas por la orden de Dios. En Irán, tierra persa, prima el islamismo chiíta, y en Palestina, tierra árabe, los musulmanes son sunitas, por eso son tan distintos los gobiernos de Hezbolla en Líbano y de Hamas en Palestina.
Es una guerra cruel, pero difícil de entender, porque se disputan un territorio donde la política, la religión y las fuerzas armadas son cruelmente indesligables, y donde morir luchando puede ser la única forma de vivir.