El crimen organizado ha dejado de ser una fuerza oculta que opera en las sombras. Hoy en día, en América Latina, y en el Perú en particular, las organizaciones criminales no solo influyen en la economía y la sociedad, sino que también han logrado infiltrarse en las instituciones del Estado. Este fenómeno, conocido como gobernanza criminal institucionalizada (GCI), representa una amenaza estructural para la democracia y el estado de derecho.
La GCI se caracteriza por la capacidad de las organizaciones criminales para infiltrarse en el Estado en todos sus niveles. Esto va más allá de la simple corrupción; implica la inserción estratégica de sus representantes en posiciones clave dentro del poder ejecutivo, legislativo, judicial y de las fuerzas del orden. Desde estas posiciones, las organizaciones criminales influyen directamente en la toma de decisiones, asegurando que las políticas públicas y leyes se adapten a sus intereses. Esta infiltración sistémica no solo facilita la operación del crimen organizado, sino que lo convierte en una fuerza que actúa desde dentro del aparato estatal, transformando al Estado en un cómplice activo de sus actividades ilegales.
El sociólogo italiano Diego Gambetta, en su obra «La mafia siciliana: El negocio de la protección privada», ofrece un marco teórico útil para analizar este fenómeno. Gambetta describe a la mafia como un «proveedor de protección privada» en contextos donde el Estado es débil o ineficaz. En lugar de operar exclusivamente al margen del Estado, la mafia asume roles que normalmente corresponderían al gobierno, brindando seguridad, arbitrando disputas y aplicando su propia forma de justicia en las comunidades que controla.
En el contexto de la GCI en Perú, el análisis de Gambetta sugiere que las organizaciones criminales no se limitan a buscar beneficios económicos. También llenan vacíos de poder dejados por un Estado debilitado o corrupto, convirtiéndose en una forma de gobernanza paralela. En regiones donde el Estado no tiene la capacidad o la voluntad de intervenir de manera efectiva, estos grupos criminales ofrecen «protección» y otros servicios. Sin embargo, este «servicio» tiene un costo elevado: la erosión de la legitimidad estatal y el fortalecimiento del poder criminal.
Además, Gambetta destaca el papel de la corrupción y la confianza como factores clave en la expansión del poder criminal. Las organizaciones criminales dependen de la corrupción para penetrar en las estructuras estatales y, una vez dentro, colaboran con actores estatales corruptos para mantener un status quo que beneficia a ambas partes. Este sistema de complicidad perpetúa la desconfianza en las instituciones públicas y debilita inexorablemente el estado de derecho. Las pasadas y recientes exposiciones de redes criminales que han cooptado fiscales, jueces y altos funcionarios ilustran cómo esta complicidad opera en la práctica, minando la capacidad del Estado para actuar en favor del bien común.
La infiltración de las organizaciones criminales en el Estado también permite que estas «legalicen» sus actividades ilícitas. Esto se manifiesta en la promulgación de leyes que favorecen a sectores controlados por el crimen organizado o en la promoción de funcionarios públicos y autoridades electas afines que protegen sus operaciones. Así, lo que en principio es ilegal se normaliza y se presenta como parte del funcionamiento regular de las instituciones estatales. Un claro ejemplo en el país es la influencia de estas organizaciones en la regulación de actividades económicas extractivas como la minería ilegal, donde el crimen organizado controla desde la extracción hasta la comercialización, con la protección de actores estatales.
Por último, la GCI no es solo un problema de corrupción o crimen organizado; es una amenaza estructural a la democracia y al estado de derecho. Las organizaciones criminales, al capturar las instituciones del Estado, se convierten en actores internos que controlan y manipulan el sistema desde dentro, subvirtiendo su propósito original. Este fenómeno erosiona la legitimidad del Estado, perpetúa la corrupción y socava la capacidad del Perú para gobernarse de manera efectiva y justa. En consecuencia, al próximo gobierno no solo le corresponderá enfrentar a las mafias enquistadas en las instituciones estatales, sino también impulsar una reforma profunda de las instituciones y revalorizar el estado de derecho, restaurando la confianza pública y fortaleciendo la democracia.