[El dedo en la llaga] «Tienes que pasar la página» es un consejo que hemos escuchado repetidamente quienes hemos sido víctimas de abusos, consejo proveniente de personas que carecen de una comprensión de la vida más allá de sus costumbres burguesas y de sus aspiraciones a una existencia donde pasarla bien es el objetivo supremo, aunque el mundo y el entorno social se derrumben a su alrededor. Como decía Charles Bukowski, escritor estadounidense con fama de maldito: «La mayoría de la gente va de la nada a la tumba sin que apenas les roce el horror de la vida».
Y entienden ese “pasar la página” como un olvido de lo sucedido, que permite el inicio de de una nueva etapa en la propia biografía, sin influencias negativas del pasado, guardando silencio y dejando de hablar de las experiencias de abuso sufridas y de sus consecuencias. Como si esto fuera posible en la realidad.
Si bien creen que es necesario que uno “pase la página” por el bien propio de uno mismo, en el fondo son ellos los que no quieren escuchar esas historias, ya sea porque les resultan incómodas, ya sea porque no sabrían cómo lidiar con ellas, ya sea porque desestabilizan su percepción de la realidad y resquebrajan sus frágiles seguridades. Como, por ejemplo, su creencia de que la Iglesia católica, por definición, no puede dejar de ser “santa”.
A decir verdad, uno nunca pasa la página. Porque ello es imposible. Porque nuestro historial de abusos forma parte de nuestra identidad. Porque pasar de ser víctima a sobreviviente es un triunfo encomiable. Porque queremos tener siempre la libertad de poder relatar a qué hemos sobrevivido, sin que la gente promedio sienta que tenga que taparse los oídos o te pida que no hables de “eso”, de aquello de lo cual no se debe hablar, como si se tratara de una cosa obscena. Porque seguimos luchando y tenemos una responsabilidad hacia otros que han sufrido abusos y todavía no se atreven a hablar. Porque no hay página a la que darle la vuelta mientras sigan existiendo las condiciones que permiten los abusos. Porque nuestra historia no es sólo nuestra, sino que debe formar parte de la memoria colectiva de la humanidad, para que no se vuelva a repetir aquello por lo que dolorosamente hemos pasado.
Y a fin de cuentas, porque dejar el libro abierto para narrar las transgresiones contra nuestros derechos fundamentales es también una vía terapéutica que nos permite sanar y cicatrizar las heridas. Heridas que ciertamente tenemos, pero que ya no constituyen el núcleo de nuestras vidas desde el momento en que decidimos salir adelante, enfrentarnos a los retos que afrontan los mortales comunes y corrientes, y experimentar gozos y alegrías en compañía de las personas a las que queremos y que nos aprecian. El aprender ha vivir ha sido duro, pero lo estamos logrando o lo hemos logrado, sin tener que pasar la página. Aunque para algunos la experiencia haya sido como lo que alguna vez señalara Charles Bukowski: «Hay veces que un hombre tiene que luchar tanto por la vida que no tiene tiempo de vivirla».
Hace poco he terminado de leer el libro “Verdades silenciadas: De los miedos y los pecados” de un tal Ángel Campos, autopublicado en noviembre de 2023, donde narra su infancia y adolescencia —desde los 2 hasta los 18 años de edad— en instituciones para huérfanos administrados por órdenes religiosas de la Iglesia católica en la España de los años 70 y 80. Su madre lo entregó desde pequeño a un orfanato gestionado por las Hijas de la Caridad, solamente porque había nacido fuera de una relación matrimonial. Según la mentalidad católica tradicional en la sociedad española de los 60, había sido concebido “en el pecado” y se había convertido en un lastre para su joven madre y sus abuelos, temerosos del “qué dirán” y de la discriminación que sufriría su joven hija por ser madre soltera.
El mismo Ángel resume así su historia:
«Crecí en un orfanato desde los 2 años hasta los 18, y quiso el azar de la vida que fuese en un colegio donde además de educado, también fui maltratado física y psicológicamente, sufriendo abusos sexuales por parte de curas, alguna monja y gestores del colegio con cargos públicos».
Los abusos, más que nada físicos y psicológicos —aunque también en ocasiones sexuales—, que narra el autor en las más de 200 páginas del libro son estremecedores y configuran una historia de terror con varios remansos de paz que, sin embargo, no impiden que se originen traumas que le acompañaran por el resto de sus días.
¿Por qué a los 56 años de edad, cuando ya han pasado varias décadas desde los hechos ocurridos, decide Ángel Campos contar su historia? Él mismo lo explica:
«Durante años me he mantenido en silencio debido al miedo y la vergüenza, hasta que he conocido a personas que, al igual que yo, han experimentado el mismo sufrimiento. A ellos les estoy muy agradecido por darme la fuerza necesaria para dar el paso y hablar de ello.
Actualmente, estoy sumando fuerzas para seguir adelante y no volver a callar frente a ningún pederasta que cometa abuso sexual infantil y dañe de forma permanente la vida de menores en este país.
Escribir este libro ha sido la única forma que he encontrado de liberarme un poco de la pesada carga que durante décadas arrastro en una mochila que yo no pedí colgar a mis espaldas».
Cómo Ángel Campos, muchos de los sobrevivivientes del Sodalicio hemos vencido el miedo y nos hemos atrevido a contar nuestras historias. Tenemos el derecho a hacerlo, pues narrar lo sucedido es una forma de sanación, de superar los traumas y cicatrizar las heridas. Afortunadamente, el Papa Francisco en su carta apostólica “Vos estis luz mundi” (25 de marzo de 2023) prohíbe que se obligue al silencio a quienes denuncian abusos en la Iglesia católica y a las víctimas:
«Al que presenta un informe, a la persona que afirma haber sido ofendida y a los testigos no se les puede imponer alguna obligación de guardar silencio con respecto al contenido del mismo».
Pues obligar a callar a las personas afectadas es restringir no sólo su derecho a la libertad de expresión, sino también cerrarles un camino que lleva a la curación. Y eso resulta evidente en la experiencia de Ángel Campos, quien nos dice:
«Necesito compartir mi historia, liberarme de este peso invisible que he cargado desde niño. Aunque la voz tiemble y las lágrimas fluyan, debo sacar afuera el dolor construido palabra a palabra, golpe a golpe, abuso tras abuso. […]
Me rodearé de amor, perdonaré setenta veces siete, me levantaré las veces que haga falta. Volveré a confiar, a reír, a abrir los brazos sin miedo ni vergüenza. Y cuando mire atrás, ya no con ira, sino con compasión, me sentiré orgulloso del largo trecho recorrido. Y sabré que mi lucha no fue en vano, porque ayudará a otros a encontrar el camino para salir del oscuro pozo en el que un día otros nos arrojaron».
“Vos estis lux mundi” del Papa Francisco señala que «la legítima tutela de la buena fama y la esfera privada de todas las personas implicadas, así como la confidencialidad de sus datos personales, se deben salvaguardar de todas formas». Es decir, las entidades y organizaciones de la Iglesia católica que reciben denuncias de abusos tienen ese deber de confidencialidad. Pero esa confidencialidad no obliga a denunciantes, víctimas y testigos —como ya se ha señalado—, que siempre gozarán del derecho a hacer públicos los abusos denunciados. La razón la señala muy bien un aforismo con el que Ángel Campos inicia su libro:
«El silencio sólo permite al abusador que abuse».
Por eso necesitamos seguir hablando y narrando historias, sin callarnos jamás. Pues quien pasa la página y se olvida de todo lo leído hasta ese momento, nunca logrará comprender en su totalidad el sentido del maravilloso libro de su vida.