Hace pocos días leíamos con cierto horror unas declaraciones de Mario Vargas Llosa en las que repudiaba la diversidad de lenguas de nuestro continente americano antes de la llegada de los españoles. Decía algo así como que antes de la conquista había cerca de 1,500 lenguas que provocaban divisiones y matanzas entre los grupos nativos, pero que al imponerse el español se llegó al entendimiento y por lo tanto a un estado de paz y civilización. Vaya visión colonialista, tan típica de él.
Semejantes tonterías se las habíamos oído antes al Marqués, pero esta vez adquieren especial relevancia porque justo ayer se ha celebrado el Día del Idioma y el Día del Libro y el pobre Marqués ha entrado a una clínica madrileña para ser tratado por Covid. Le deseamos, por supuesto, una pronta y segura recuperación.
La idea de que el español vino a resolver todos nuestros problemas es tan ilusa como que la diversidad de lenguas solo puede llevar al caos. De sobra se sabe que hubo y sigue habiendo conflictos en todas las sociedades, incluso las monolingües. Aquellas en las que prevalece una lingua franca (como el quechua en el incanato, o el español en el mundo colonial y republicano) tienen sus disputas internas por problemas económicos, políticos y de discriminación. No hace falta abundar en eso.
Precisamente gracias a la coexistencia de lenguas es que el Inca Garcilaso, que en realidad murió un 24 de abril y no un 23, pudo forjarse una nueva identidad americana y entregarnos ese inmenso legado que es su obra y su pensamiento.
Hace pocos años nos recordaba el poeta y garcilasista internacionalmente reconocido José Antonio Mazzotti que la partida de defunción del Inca Garcilaso, en los legajos del archivo del Cabildo de la catedral de Córdoba, donde murió, claramente indica que el Inca Garcilaso recibió la extremaunción el 24 de abril de 1616. Ni vuelta que darle. No murió el 23.
Sin embargo, al ligar el Día del Idioma al Inca Garcilaso y a los consabidos Miguel de Cervantes y William Shakespeare (que tampoco murieron un 23 de abril) simplemente reconocemos su importancia como escritor y lo que para América Latina significa el mestizaje.
No se trató de un proceso armónico ni feliz, como suele pensarse, de una «fusión de culturas» como panacea mágica. Esa visión, heredada desde José de la Riva Agüero por los Vargas Llosa de la vida intenta borrar el tema de la discriminación que mestizos, indios y africanos sufrieron y sufren por la imposición de una sociedad (llámese colonial o virreinal, que para el caso es lo mismo, y luego republicana) basada en la supuesta superioridad de la raza blanca y la cultura europea.
El Inca Garcilaso cuenta muy bien cómo el término «mestizo» era un insulto en su época. Era la transposición de una categoría usada para los animales mezclados (hoy diríamos «chuscos») en la gente que en su mayoría era producto de violaciones y abusos de todo tipo. La propia madre del Inca Garcilaso, la princesa Chimpu Ocllo, fue repudiada por el padre del Inca cuando este tenía diez años y se llamaba aún Gómez Suárez de Figueroa. La hicieron casarse con un humilde soldado español, Juan del Pedroche, y el pequeño mestizo vivió en carne propia la separación de su hogar y la división entre los seres humanos que lo trajeron al mundo y que nunca se casaron.
Sin embargo, el Inca Garcilaso, ya en España y muchos años más tarde, declara que se llena la boca con el nombre de mestizo «y me honro con él», con lo cual afirma su raigambre quechua (era hablante de esa lengua antes que del castellano) y se identifica con los discriminados.
Ese es realmente el Día del Idioma que se debe celebrar: el de todas las lenguas (incluyendo el castellano, por supuesto), el de nuestra riqueza y diversidad cultural. Lo demás solo huele a naftalina.
(* Este jueves 28 de abril se presenta en Madrid la mejor novela sobre el Inca, ¡Kutimuy, Garcilaso!, de Eduardo González Viaña, nada menos en el Instituto Cervantes en su sede central. Mejor prueba de que el Inca sigue vivo no podría haber).