Martin Scheuch

Sodalicio: El amor en los tiempos de la angustia

"Aun cuando se tiene la convicción de que uno tiene que irse, esta certeza va acompañada de un sentimiento de culpa y de una tremenda angustia ante un futuro que se presenta incierto y casi sin perspectivas."

Haber estado en el Sodalicio ha sido para muchos una experiencia traumática. Y quizás uno de los momentos más traumáticos es la salida de la institución. Como dice el informe preliminar (julio de 2019) de la Comisión Investigadora de Abusos Sexuales contra Menores de Edad en Organizaciones, del Congreso de la República del Perú, presidida por el congresista Alberto de Belaúnde: «Los procesos de salida fueron difíciles, puesto que existía el mensaje de que se trataría de una traición, por ello la culpa asociada a esta decisión era vivida con mucha carga emocional». Esto dicho de una manera muy general. Para quien lo ha vivido, se trataba de una situación donde uno se sentía al final del camino, ante un abismo que se abría ante los pies, sin saber si uno iba a salir indemne de la caída. Aun cuando se tiene la convicción de que uno tiene que irse, esta certeza va acompañada de un sentimiento de culpa y de una tremenda angustia ante un futuro que se presenta incierto y casi sin perspectivas. Es como un naufragio que arroja al navegante a un pedazo de tierra firme donde aún no ha aprendido a sobrevivir.

Porque cuando se está en el Sodalicio, toda la vida personal gira en torno a la institución y a la red de relaciones personales que se ha tejido dentro de ella. Se han roto todos los lazos familiares y amicales que lo vinculaban a uno al mundo de los comunes mortales. Para el afectado no ha habido otra identidad que la sodálite, ni otro universo de ideas y actitudes que las que prescribe la ideología sodálite, actualmente anónima, pero que en realidad sigue siendo la misma que fue parida y preconizada por Luis Fernando Figari, y desarrollada y afinada por Germán Doig. Y que dictaminaba que los que abandonaban la barca eran traidores destinados a la infelicidad en este mundo y a la condenación eterna en el otro.

Yo pasé dos veces por sendas crisis de salida. La primera, cuando permanecí entre diciembre de 1992 y julio de 1993 en una comunidad de San Bartolo, barruntando la decisión de irme pero con un terror inenarrable a hacerla efectiva, hasta el punto de tener pensamientos suicidas pasivos cada día, desde que me levantaba hasta que me acostaba.

Salir de comunidad no significó desvincularme del Sodacio, y eso de alguna manera mitigó los efectos del trauma sufrido. Mi segunda salida —que fue la definitiva— se dio en el año 2008, cuando el rompecabezas de mi vida había saltado en pedazos por el aire y tuve que rearmarlo completamente, guiado por los retazos de verdad que había avizorado. También fue un proceso lleno de angustia, pero estando ya en Alemania y fuera de la órbita del Sodalicio, resultó menos traumático que el primero.

Y debo confesar que ambos procesos los viví en absoluta soledad interior, pues nadie de mi entorno —ni los sodálites con los cuales tenía amistad, ni mi entorno familiar cercano, ni mi círculo de antiguos amigos— comprendió realmente lo que me estaba pasando y nadie me acompañó ni me apoyó en esos momentos dramáticos de mi vida.

A decir verdad, sí hubo una persona que me acompañó en mis recuerdos durante los siete meses de angustia que pasé en San Bartolo, aunque ella no lo supiera. Porque las dos cosas que me ayudaron a soportar ese tiempo de tormento psicológico fueron mi fe cristiana —que ya había aprendido a separar de los desvaríos que me había tocado vivir en el Sodalicio— y el amor hacia una mujer, puramente platónico, idealizado, sin que cristalizara nunca en una relación cercana y real. Era solamente un deseo, tal vez cándido e ingenuo, pero que me insufló un hálito de esperanza para poder sobrevivir al derrumbe de todas mis ilusiones.

Yo había conocido a su hermano en los años 80 y, como sodálite cortado con la misma tijera que los demás miembros del enjambre, había iniciado conversaciones con él a fin de hacerle apostolado —lo que con propiedad se llama proselitismo—, algo en lo que nunca fui muy ducho, pues no recuerdo a nadie que se haya unido al Sodalicio por obra y gracia de mi proceder apostólico. Así fue como conocí a su hermana, con la cual también inicié conversaciones. Aunque no recuerdo cuál fue el contenido de esas pláticas, sí recuerdo que se tocaban temas personales y problemas existenciales relativamente íntimos. Pues se ha tener en cuenta que yo, al igual que otros sodálites, no nos contentábamos con poner pie en la superficie, sino que teníamos que “entrarle” a las personas y meternos en el recinto de sus almas, sea como sea, supuestamente para acercarlas a Cristo. Aunque las conversaciones con ella siempre fueron en locales públicos del Sodalicio, en salitas acondicionadas para estos fines, sin darme cuenta —o sin querer darme cuenta— me fui enamorando de ella. Como buen sodálite, no me dejé llevar por mis sentimientos y ese amor incipiente quedó sepultado en el fondo de mi perfil de consagrado que aspiraba a vivir el celibato. Hasta que vino la crisis que me llevó a la convicción de que ya no podía vivir en comunidades sodálites, pues de pronto se habían convertido para mí en terreno hostil donde me resultaba imposible desarrollar mis talentos en libertad. Y lo que había quedado enterrado reapareció como un horizonte de esperanza, como un isla de fantasía donde podía salvarme del naufragio que amenazaba hundirme en el océano tormentoso de la incertidumbre y del sinsentido.

Como ya he señalado, ella no sabía nada. En esos azarosos momentos ya se había ido a vivir a Alemania, la tierra originaria de su padre, y una comunicación directa con ella era imposible. No recuerdo ya cómo conseguí su dirección, pero lo cierto es que le escribí cartas de amor —en una época donde Internet era incipiente y todavía no se había popularizado el uso del correo electrónico—, cartas que sacaba de contrabando de San Bartolo cada vez que hacía una visita a casa de mis padres. Y si bien nunca recibieron respuesta, me consta que ella las leyó por lo que voy a contar más adelante.

Incluso me inspiró una canción, en la cual se mezclaba la angustia que estaba viviendo junto con imaginería religioso de la fe cristiana que me sostenía en pie en esos momentos donde me sentía al filo de la vida y la muerte. El título que le he puesto posteriormente a esa canción inédita mía es el de “Sueño de amor en mi soledad desnuda”. Las palabras “mi fiel amor” reemplazaron las líneas donde aparecía su nombre. Y es mejor que así sea, pues lo que se describe no es un amor real, sino un amor soñado que nunca llego a concretarse. A continuación, la letra de la canción:

 

en mi soledad desnuda

el gusano de la nada

perforaba a bocanadas

un infierno sin salida

por la angustia acumulada

en el fondo de la herida

y la costra envejecida

de mi carne avergonzada

por la llaga tan temida

de la esperanza podrida

en mi espalda lacerada

por la mano abandonada

de vestigios de la vida

y la piel ennegrecida

y mortal

 

aún confiando en mi resurrección

puse en espera mi muerte anunciada

en alas de una luciérnaga viajera

crucé las sombras de un territorio en guerra

y tembloroso como el ave toqué a tu balcón

mi fiel amor

 

fue como un sueño de dulce ensoñación

como el encanto de un cuento de hadas

tu voz volando como una mariposa

sobre el dragón en mi oscuridad frondosa

lloviendo flores y los duendes cantándole al sol

mi fiel amor

 

con tu sonrisa amada

y tu suave mirada

tu ternura encendida

en mi memoria urgida

del sol sin demora

un rayo en la aurora

que calme la ira

de la marejada

en mi sangre caída

por gracia vertida

en tu copa de orquídeas

y fue como el amanecer

que ahuyenta los cuervos de mi tarde

fue como volver a ser

un niño en brazos de su madre

mi fiel amor

mi fiel amor

 

ya se muere la homicida

mala víbora engendrada

en la entraña avinagrada

por la fiera malparida

que agoniza malherida

por el tajo de la espada

del arcángel y su armada

en cruzada contra el mal

 

la mujer de la alborada

de luz solar vestida

sobre la luna erguida

y de estrellas coronada

besó con su mirada

mi fe robustecida

mi esperanza crecida

y mi amor

 

enamorado me puse a caminar

entre las ruinas de un largo pasado

te apareciste en mi senda dolorosa

como la brisa en una mañana hermosa

como el lucero de la tarde que refleja el sol

mi fiel amor

 

acompañado en mi peregrinar

por los fantasmas de lo derrumbado

tu aparición fue como la primavera

y ahora te canto y te llamo compañera

mi compañera de la espera, mi vida, mi amor

mi fiel amor

 

Abandoné San Bartolo en julio de 1993 con la intención de mantener mi promesa de profeso temporal hasta octubre de ese año, que era cuando caducaba, pero también con el deseo de recorrer nuevos caminos en la vida, aunque siempre vinculado al Sodalicio entre aquellos llamados a la vocación matrimonial.

Mi adolescencia había quedado trunca en la década de los 70, cuando me uní formalmente al Sodalicio a los 15 años de edad, y ahora en los 90 era prácticamente un adolescente de 30 años. Tuve que madurar de golpe a través de un proceso que no estuvo carente de sufrimientos y resbalones sentimentales. Con una antigua y querida amiga tuve conversaciones sobre amor y sexualidad que me hicieron poner los pies en tierra. Viví mi primer romance —que sólo duró un mes— con una chica que vivía al lado de una comunidad sodálite y que había sido el motivo de las noches de insomnio —con pesadillas y gritos incluidos— de un sodálite de esa comunidad, el cual terminó yéndose e iniciando un vínculo amoroso con ella, que tampoco fue duradero, pues ella terminó cayendo en los brazos de otro exsodálite, el que más tiempo había vivido en comunidades sodálites antes de que yo siguiera el mismo camino y le quitara el récord. Yo fui algo así como el tercer tramboyo que quedó enredado en las redes de ella.

Lo cierto es que ese amor fugaz y pasajero me dejó el corazón roto y cantando boleros durante varios meses. E incluso llegué a componer algunos, que permanecen aún inéditos. Después conocería a mi actual mujer, con la que me casaría el 29 de noviembre de 1996 en la iglesia de la Parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación (Camacho), siendo el oficiante José Antonio Eguren, en una época en que aún era solamente el párroco.

Cuando mi mujer y yo todavía estábamos de enamorados, supe que ella, la musa que había inspirado mis sueños, había regresado de Alemania. Con conocimiento de mi enamorada y actual mujer, que sabía de mi historia, fui a visitarla a su casa, donde tuvimos una conversación sincera. Téngase en cuenta que yo todavía me sentía afectiva e institucionalmente vinculado al Sodalicio. Al final de nuestra plática me devolvió todas las cartas que yo le había escrito, diciéndome que leerlas le hacía daño. Ésa fue la última vez que la vi. Yo creía estar cerrando una etapa definitiva de mi historia. Sabía en ese momento que algo entre ella y yo jamás habría funcionado.

El 18 octubre de 2015, a través del programa periodístico Cuarto Poder, se hicieron públicos los abusos cometidos por Figari y otros miembros del Sodalicio de Vida Cristiana. Recibí varios e-mails de apoyo por mi contribución al develamiento de los abusos. Entre esos e-mails, casi veinte años después de nuestro último encuentro, estaba uno de ella del 26 de octubre, que generó un breve intercambio. No quisiera revelar muchos detalles de esos mensajes, a fin de salvaguardar su identidad. Allí me decía:

«A mí particularmente [los sodálites] me aterraron luego del tiempo en que nos prepararon para la confirmación, y sin duda, marqué una distancia absolutamente radical con todo, incluyendo seguramente contigo en el tiempo en que decidiste acercarte. Quiero disculparme contigo si fui —inconscientemente y sin querer serlo— no amable contigo en ese momento. Sin duda fue más por el rechazo que sentía a todo el Movimiento [de Vida Cristiana], no fue a nivel personal».

Pero lo que más me conmovió fue este párrafo que incluyó en su segundo mensaje de ese día:

«Sí, sí me di cuenta de que te habías enamorado de mí, lo respeté, lo cuidé y sin duda, traté de ser lo más delicada posible para no herirte pues lamentablemente —y digo lamentablemente pues eres un hombre y siempre fuiste un ser humano extraordinario—, yo no pude corresponderte en el momento que me escribías con tanto corazón desde San Bartolo. Pero si inclusive por esa ilusión que sentiste por mí pude también acompañarte durante ese tiempo e inclusive impulsarte a que tomaras otro vuelo y decidir salir, pues ÉSA fue mi misión contigo. Y si fue así, te juro que me alegro de todo corazón, y te lo digo sinceramente. Pero sabes, te puedo también decir, que escribes lindo. Todo tu corazón estaba puesto en cada línea. Gracias por habérmelas regalado así, con toda tu alma».

Las cartas no las conservo, pues mi mujer me pidió allá en los 90 que las destruyera, cosa que hice por un principio de lealtad y transparencia. Pero lo que ellas significaron para mí —y el rol que la musa que las inspiró jugó en mi vida— ha dejado una huella indeleble en mi corazón, por la cual siempre quedaré eternamente agradecido.

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