Lerner, Roberto

Panorama iliberal

"Las leyes y los líderes dejaban la identidad y buena parte de las conductas al albedrío de las personas, en el ámbito de lo privado. Hoy asoma un panorama en el que las quieren convertir en un asunto de lealtad a comunidades excluyentes"

¿Quién soy? Pertenezco a una generación cuyos integrantes luchamos para que la respuesta fuera esencialmente un asunto personal, interno. Frente a certidumbres heredadas y libretos inscritos en tradiciones, buscamos que la identidad fuera producto de una búsqueda, entre dolorosa y alegre, por los vericuetos del paisaje interior. Es en sus cimas y simas, intelectuales y emocionales que se libraba la lucha por ser uno mismo. Hasta los compromisos con grupos y movimientos estaban orientados a que la gente rompiera las amarras, cualesquiera fueren, que les impedían zarpar hacia destinos definidos por ellos. Cada quien su camino.

La espiritualidad, la sexualidad, la moda y la política se jugaban en la conciencia y eran, por definición, asuntos privados, emancipados de la familia, el terruño, la clase social, la Nación, obviamente el Estado. No debían lealtad automática a ninguna de esas anclas llenas de protocolos, jerarquías y dictados, aunque podían respetar e inspirarse en ellas. Digamos que el corolario de la distinción luterana entre fe y culto. La ley está hecha para proteger del daño y abuso de poder, para administrar el bien común de la manera más justa y en eso hay que obedecerla sin importar los sacrificios. No existe para regir la mente o la conducta. Parafraseando a Sinatra, en todo el resto, cada quien… a su manera. 

Esa perspectiva, liberal, de ver las cosas —con la que, personalmente, me siento más cómodo— se ha hecho más y más difícil en razón de 4 desarrollos del mismo espíritu liberal, que han terminado teniendo impactos profundos y perturbadores. 

Uno es el endiosamiento del enriquecimiento individual rápido y desmedido, la desregulación dogmática de la actividad económica y el abandono de servicios públicos esenciales, lógica que terminó por adueñarse de otras esferas del quehacer humano, como la ciencia y el arte. En segundo lugar, una soberbia cada vez más insoportable de especialistas, expertos y tecnócratas, que en nombre del saber y la modernidad, despreciaron y maltrataron a demasiada gente que, con todo derecho, quieren ritmos distintos y tienen apego a respetables tradiciones. En tercer lugar, se ha instaurado una cultura de fragilidad y horror a la incomodidad intelectual: no puedo ni debo escuchar a quienes sostienen posiciones y hablan de cosas que hieren mi sensibilidad, sobre todo si tiene que ver con aquello que considero define mi identidad. Desde estatuas hasta personas, vivas o muertas, deben salir de mi campo visual y auditivo. Finalmente, la aparente democratización de la producción de contenidos —Internet y las redes sociales— ha creado cámaras de eco y tribunales sin fin que sentencian sin audiencia ni debate. 

Un virus sacó a todos de la cancha o los dejó en posición adelantada. Asoman catástrofes, de las naturales y de las otras. Cada vez son más los jóvenes que están seguros de que no podrán dar a sus hijos lo que recibieron de sus padres. En medio del panorama descrito no sorprende, aunque sí apena, que se consoliden cada vez más líderes que reivindicando la historia cuyo fin se anunció estúpidamente y agitando los distintos cultos aunque ninguno ganaría un premio a la observancia, buscan convertir la identidad en un asunto normativo, la pertenencia a una comunidad excluyente en obligatoria, y el ejercicio del pensamiento y la conducta libres en una traición. Un panorama decididamente iliberal.   

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