[La columna deca(n)dente] El conflicto armado interno que sacudió al Perú durante los años 80 y 90 dejó una profunda huella de muerte y sufrimiento. Dos de las figuras más representativas de esta etapa fueron Alberto Fujimori y Abimael Guzmán, quienes, a pesar de sus diferencias ideológicas, llevaron a cabo acciones que resultaron en graves violaciones de derechos humanos. Tanto Fujimori como Guzmán intentaron justificar o minimizar las atrocidades cometidas bajo sus liderazgos utilizando términos como «errores» o «excesos».
«A raíz de mi gobierno se respetan los derechos humanos de 25 millones de peruanos, sin excepción alguna. Si se cometieron algunos hechos execrables, los condeno, pero no fueron ordenados por quien habla. Por eso rechazo totalmente los cargos; soy inocente y no acepto esta acusación fiscal», declaró Fujimori.
“Frente al uso de mesnadas y a la acción militar reaccionaria, respondimos contundentemente con una acción: Lucanamarca. Ni ellos ni nosotros la olvidamos, claro, porque ahí vieron una respuesta que no se imaginaron. Ahí fueron aniquilados más de 80; eso es lo real. Lo decimos: hubo exceso (…), pero fue la propia Dirección Central la que planificó la acción y dispuso las cosas. Lo principal fue hacerles entender que éramos un hueso duro de roer y que estábamos dispuestos a todo, a todo”, afirmó Guzmán.
Las declaraciones de Alberto Fujimori y Abimael Guzmán revelan un rasgo inquietante y compartido: un desprecio por la vida humana. A pesar de las diferencias en sus ideologías y objetivos, ambos tomaron decisiones que resultaron en la muerte y el sufrimiento de miles de personas, y en sus declaraciones intentan justificar o minimizar estas acciones mediante eufemismos como «errores» o «excesos», anteponiendo sus causas políticas al valor de la vida humana.
Fujimori, en su lucha por derrotar al terrorismo y estabilizar al país, permitió que se cometieran crímenes atroces, como ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas, perpetrados por el Grupo Colina, destacamento militar bajo su mandato. En su declaración, al referirse a estos crímenes como «hechos execrables», los condena sin asumir responsabilidad directa. Se distancia de las víctimas, omitiendo su sufrimiento y el dolor de sus familias, mientras destaca los logros de su gobierno, ignorando que estos crímenes ocurrieron en el marco de su estrategia de lucha contra el terrorismo.
Por su parte, Guzmán, líder de Sendero Luminoso, adopta una postura más brutal al reconocer que la masacre de Lucanamarca fue una acción planificada por su organización. Justifica la matanza como una respuesta estratégica para imponer respeto y miedo, relativizando el «exceso» al describirla como un golpe necesario para fortalecer su lucha. Guzmán deshumaniza a las 69 víctimas, muchas de ellas mujeres y niños, al reducirlas a peones sacrificados en nombre de su causa.
Fujimori y Guzmán legitiman la violencia como un medio para alcanzar sus fines, mostrando así su desprecio por la vida. Fujimori evade su responsabilidad amparándose en condenar los actos cometidos, mientras Guzmán admite su rol, justificándolo como una táctica necesaria. En ambos casos, las víctimas son tratadas como daños colaterales, despojadas de su humanidad.
Desde la perspectiva de los derechos humanos, esta instrumentalización de las personas es una de las transgresiones más graves que pueden cometer los líderes. Al colocar sus proyectos políticos por encima de la vida humana, tanto Fujimori como Guzmán perpetúan una lógica en la que el fin justifica los medios, aunque implique la muerte de ciudadanos inocentes. Esto no solo afecta a las víctimas directas, sino también a la sociedad, que sufre las consecuencias de una violencia legitimada en nombre de la política o la ideología.
Este legado, heredado de Guzmán y Fujimori, sigue siendo perpetuado por la actual presidenta Dina Boluarte, quien, para mantenerse en el poder, ha consentido las ejecuciones extrajudiciales de 49 personas. Este legado exige que cada uno de nosotros actúe para erradicarlo, de manera que nunca más la vida humana sea considerada un recurso prescindible para alcanzar objetivos políticos.