Lerner, Roberto

Colas de batalla

"Siento que mi país se ha convertido en un vértigo de colas que se entrecruzan de manera cada vez más impredecible y ruidosa, como si fueran enormes y pesadas cuerdas de batalla."

Estás en una cola esperando tu turno para lo que fuere. Entre tú y la meta hay tal número de personas. Es una circunstancia en general poco agradable, pero en promedio preferible a que tu lugar se defina a golpes o por sorteo. Todos aceptamos indudables costos porque existe una regla: todos serán atendidos de manera adecuada según el orden de llegada. Se trata de un arreglo, de un cierto consenso, incluso si no hay nada escrito, ni una negociación previa. Eso sí, queremos que se cumpla de manera sistemática y escrupulosa.

¿Sin excepciones? Pocas personas responderían de manera tajante. Que se dé en el contexto de una conversación tomando café, o cuando estamos en algún lugar de la fila, la mayoría acepta qué hay matices y tonalidades que se encuentran a lo largo de un abanico. Entre el orden inamovible que decreta la ley y uno que no lo es porque todo cambia de acuerdo con el cristal que se mire, entre la empatía absoluta por las circunstancias atenuantes y la entronización de un hecho inapelable, hay un sentido común que es lo verdaderamente humano. Lo que asegura, a la postre, que una sociedad sea vivible, que existe una confianza básica que la hace soportable.   

En efecto, cuando se pide a muchas personas que se pronuncien —¿en qué circunstancias cederías tu lugar en la cola o aceptarías que alguien que llegó más tarde pase primero?— o son parte, sin que lo sepan, de una experimento en el que hay que actuar prácticamente, casi nadie encarna los extremos mencionados en el párrafo anterior: la ley define el orden en todos los casos, o el orden siempre es producto de excepciones.

Obviamente depende: de lo que haya que hacer, dar o recibir, cuando nos toque —su relevancia para nosotros, la urgencia que tenemos, etc.—, del contexto externo e interno independiente del trámite en sí —temperatura, hora, nivel de glucosa en la sangre, día de la semana, etc.—, de nuestro estilo y sesgos —normativos, transgresores, peleones, indiferentes, sensibles, poco dados al enfrentamiento, etc.—, y, claro, de la persona que pide, exige, fuerza, su excepcionalidad, así como del cuento que trae consigo. 

Es posible un balance razonable —mejor no se puede—que asegura, en promedio, que a todos nos toca nuestro turno, que hay ley y orden, al mismo tiempo que excepcionalidad, vale decir, legitimidad.   

Cuando transito por las calles de Lima en cualquiera de las maneras en las que uno puede recorrerlas, al entrar en contacto con los contenidos que ofrecen los medios de comunicación, o cuando ingreso en las redes sociales; pero igualmente al hacer alguna gestión o poner en marcha un emprendimiento, siento que mi país se ha convertido en un vértigo de colas que se entrecruzan de manera cada vez más impredecible y ruidosa, como si fueran enormes y pesadas cuerdas de batalla. 

Poco importa si se trata de espacios públicos o privados, si las personas son ilustradas o poco educadas, si es una mototaxi o un último modelo de alta gama, los integrantes de las filas luchan por mantener su espacio, impedir que otro lo ocupe o ingresar en uno mejor. La única cola que existe es aquella en la que me encuentro y todo lo que hago es en nombre de la ley supuestamente inflexible —para mí, si me conviene; y para los otros, si no—; o el orden que puedo o busco imponer invocando una permanente excepcionalidad.

¿Hay gestores de colas que busquen y articulen equilibrios favorables y negociados? Actualmente, no. Los guardacolantes parecemos librados a nuestra suerte, habilidad y a las cuotas de poder o privilegio que podamos tener. Al mismo tiempo, todas las instituciones, organizaciones y agrupaciones que deberían facilitar la experiencia social, política, productiva, parecen incapaces, o no quieren, dejar de agitar las colas de batalla de manera cada vez más irresponsable. No hay ni ley ni orden. Mientras tanto, la ira se acumula.

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