Alrededor de lo que define si una persona es liberal o conservador siempre he tenido —más en los últimos 15 años— sentimientos encontrados.
Por un lado, tolero con harta amplitud qué, con quién y cómo mis semejantes hacen todas esas cosas que dan sentido a la vida, desde la alimentación hasta la sexualidad, pasando por la manera de vestirse, repartir los papeles dentro de la familia y relacionarse con lo divino. Pueden gustarme, producirme rechazo o serme indiferentes, pero no definen mis vínculos con las personas o grupos. Mientras no haya daño y, sobre todo, poder abusivo, juzgo poco.
Por otro lado, veo con preocupación el abandono de los debates tradicionales acerca de cómo debe administrarse la sociedad y la economía —un equilibrio razonable entre libertad y justicia—, en favor de luchas exclusivamente centradas en identidades particulares y derechos de grupos específicos alrededor, muchas veces, de cómo hablar y, sobre todo, evitar ser incomodado. Lo anterior se ha convertido en una permanente y pedante supervisión, cuando no censura, al presente y al pasado, que rechazo y considero explica en mucho la rabia de los ciudadanos de a pie ante las elites de todo tipo.
Dicho eso, me ha parecido sintomático el debate ocurrido alrededor de si es necesario advertir al público cuando en una película para menores aparece algo controvertido. Los padres, he leído y escuchado, necesitamos esa información para tomar decisiones. Si permitimos que nuestros hijos se expongan a determinadas hechos, o prepararlos para que lo hagan, en pocas palabras.
Es cierto que ser padre es proteger, defender, servir de filtro, con acciones y palabras, frente a la realidad. De alguna manera buscamos que los bocados del afuera sean manejables por el organismo de nuestros hijos. No solo que no contengan elementos tóxicos sino que puedan ser asimilados adecuadamente. El organismo, claro, se refiere también a la mente.
Pero ese papel requiere de criterio, confianza y valentía. Así como la papilla es indispensable durante un tiempo, seguirla dando más allá de una edad, pone en peligro el desarrollo en todos los sentidos de la palabra.
Porque ser padre es también desproteger, lanzar a nuestros hijos hacia la vida de manera controlada, permitirles que vayan, por así decirlo, muestreando situaciones, personas e ideas que no están en sus libretos originales. No solamente para que se enriquezcan e incorporen algunas a lo que serán sus filosofías propias, sino para que puedan consolidar y convalidar lo que está en las nuestras y que han recogido de nuestras enseñanzas y, más aún, modelos y ejemplos.
Pero hay algo más. Ser padre es no saber de antemano todo lo que vamos a presenciar con nuestros hijos o lo que ellos van a encontrar cuando asisten a cualquiera de los escenarios en los que se desenvuelven. Muchos de los aprendizajes más significativos para ellos, tendrán que ver con cómo resolvemos situaciones inesperadas, contradictorias y conflictivas.
Pretender tamizar todo lo que los chicos van a leer en textos escolares o ver en películas, es como masticar previamente todo lo que van a comer. Revela nula confianza en ellos y, sobre todo en nosotros y en lo que nosotros creemos. Apunta a una vocación de control totalitaria que termina en uno de dos extremos, ninguno deseable: el sometimiento que anula o la rebelión que destruye. Y por último, es una pérdida de tiempo y energía impráctica que lleva al desorden.