Lerner, Roberto

Parálisis

"El cúmulo de expectativas traicionadas y transiciones truncadas.... y el éxito evidente de todo lo que es informalmente ilegal frente a lo que es formalmente legal, nos pone en una sala de cuidados intensivos."

En la columna de la semana pasada contrasté los éxitos de quienes se toman en serio y toman en serio lo que desean lograr, desplegando esfuerzo, constancia, capacidad de renuncia a lo inmediato en aras del largo plazo; frente al sostenido fracaso de quienes administran y deciden la cosa pública. En el primer caso, es el desarrollo propio de la adultez que construye sin dejar de  lado la ilusión, en el segundo el narcisismo infantil que deja de lado la realidad.

Es innegable que nuestro país está bloqueado. A pesar del esfuerzo de buena parte de sus integrantes, el conjunto no se mueve. Como lo he dicho antes, solo se agita, a veces convulsiona. Pero no avanza. En esa parálisis no está solo. La humanidad en su conjunto, independientemente de los sistemas políticos y económicos, se debate en un pantano de incertidumbre, pesimismo y desesperanza. La gente ha perdido la confianza en que existe una dirección, o atribuye a quienes la definen el mayor de los egoísmos y total desconexión con las preocupaciones y necesidades de la mayoría.

Lo dicen los sondeos de opinión pública. Claramente. Y no es de hoy. ¿De dónde tanta sorpresa que 90% de conciudadanos piensan que el Perú no va en el sentido correcto o que muy pocos creen en la democracia? Desde hace muchos años los peruanos mostraban el índice más alto de América Latina en cuanto a desconfianza en las instituciones y, en general, el prójimo. Y si bien es cierto acompañamos a Chile y Colombia en la cima mundial del descreimiento con respecto de las elites, y con nuestros vecinos vemos a políticos, tecnócratas, científicos, intelectuales y empresarios como miembros de un club especializado en mantener privilegios a costa del común de los mortales, la diferencia con ciudadanos de otros países —de todos los continentes y niveles de desarrollo— no es grande. Salvo en Inglaterra, Canadá, Alemania, Suecia y Holanda, el resto de del mundo —claro, donde se puede hacer encuestas— va en el sentido del cinismo desesperanzado.

Ya hacia fines de la primera década de este siglo, coincidentemente con la masiva destrucción de riqueza ocurrida en 2009, la gente joven comenzó a sentir que los sistemas sociales y políticos están quebrados, malogrados, que no funcionan, que están demasiado sesgados, que por más méritos que uno haga el futuro está definido por la casilla en la que se comienza a jugar. A pesar de los innegables avances en todos los ámbitos de la vida, la percepción de injusticia y desbalance comenzó a predominar y terminó por expresarse en una polarización alrededor de cuestiones identitarias y existenciales, en las llamadas guerras culturales, así como en resultados electorales inesperados y aparentemente irracionales. La pandemia, como anteriores episodios de pestilencia colectiva, desnudó, aceleró, agudizó y remató. Fue la gota que rebalsó un vaso que ya estaba casi lleno.

Volviendo a nuestro país: el cúmulo de expectativas traicionadas y transiciones truncadas, la constatación de trampas groseras e impunidad —todo dentro de una institucionalidad democrática que sigue resistiendo, especialmente a partir de 2016, ataques y presiones enormes— y el éxito evidente de todo lo que es informalmente ilegal frente a lo que es formalmente legal, nos pone en una sala de cuidados intensivos. Solo que no tiene medicamentos, ni instrumental y, sobre todo, quienes fungen de médicos o chamanes, están más enfermos que el resto.

 

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