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Golpe a golpe

“Por primera vez en la historia del Perú, las fuerzas armadas se colocan del lado de la Constitución y las leyes, y rehúsan plegarse a una interrupción del orden constitucional”. ¿Será realmente la manifestación de un cambio conductual en nuestras tradicionalmente golpistas Fuerzas Armadas?”

Con un minuto de aplausos en el Congreso, más de los que obtuvo la flamante primera presidenta en la historia del Perú, Dina Boluarte, al recibir la banda presidencial, fueron premiados los altos mandos de nuestras fuerzas armadas por no sumarse a la pantomima golpista que le puso fin al también pantomímico y ya fenecido gobierno de Pedro Castillo. Los halagos fueron de todo tipo, se resumen en una sola frase: “nuevamente en la historia del Perú, las fuerzas armadas se colocan del lado de la Constitución y las leyes, y rehúsan plegarse a una interrupción del orden constitucional”

La frase rimbombante, lleva un equívoco de base, esta debería ser “por primera vez en la historia del Perú, las fuerzas armadas se colocan del lado de la Constitución y las leyes, y rehúsan plegarse a una interrupción del orden constitucional”. Es que históricamente se trata de la única oportunidad, no hay otra que yo recuerde. Repasemos desde el siglo XX.

El 4 de julio de 1919, Augusto B. Leguía perpetró un golpe de Estado que nos privó, como señaló Pedro Planas, en su célebre “República Autocrática”, de una transición de la República Aristocrática a la República Democrática, en cambio Leguía nos enseñó, con lujo de detalles, como debía operarse durante una dictadura. Luego, a Sánchez Cerro lo nombraron constitucionalmente pero, desde el día de su nombramiento, el 8 de diciembre de 1931, dictó una ley de emergencia que lo convirtió en uno de los tiranos más sanguinarios de la historia del Perú. Cuando lo mataron, en 1933, el Congreso, sumiso, eligió su propio dictador; y cuando las masas eligieron a Luis Antonio Eguiguren, en 1936, dicho Congreso obsecuente anuló su elección, se disolvió y le dio al general Oscar R. Benavides la autoridad para gobernar por decreto, y en solitario, 3 años más.

En 1939 elegimos a Manuel Prado en elecciones amañadas, sin apristas, ni comunistas. Prado fue igual de represivo que sus antecesores y todo aquel distinto al pensamiento único oligárquico-militar vivió en las catacumbas, es decir, proscrito, perseguido y fuera de la ley. Tras el convulso trienio democrático de José Luis Bustamante y Rivero, hiper saboteado por la oligarquía, se produjo un nuevo golpe de Estado, aquel que instauró quizá a la campeona de todas las dictaduras en la historia del Perú, a fines de octubre de 1948, la del sátrapa populista Manuel Odría, 8 años de temible represión con torturas de las más horrendas en los sótanos de inteligencia diseñadas por su “Montesinos a la medida”, Miguel Esparza Zañartu, hombre que según lo describe Mario Vargas Llosa, en las páginas de su célebre “Conversación en la Catedral”, observaba las torturas a los presos políticos para alcanzar la excitación sexual y luego ir en busca de satisfacción con una prostituta famosa que tenía por querida.

Pérez Godoy y Lindley, fueron dictadores solo un año de 1962 a 1963: solo eso les bastó para trocar la voluntad popular enrocando a Víctor Raúl Haya de la Torre por Fernando Belaúnde. Así, el viejo león aprista se quedó de nuevo sin Palacio de Gobierno y la voluntad de los peruanos fue maniatada por el veto militar. Velasco y Morales Bermúdez fueron menos sádicos, el primero sacó a Belaúnde, en pijama y de madrugada, la noche del 3 de octubre de 1968 y ejecutó reformas que, para bien o mal, acabaron con los rezagos de colonialismo que sobrevivían en el Perú. Al segundo lo aplauden por su transición democrática la que, sin embargo, fue empujada por las mayores jornadas de protesta social nunca antes vistas en el país, organizadas por las centrales sindicales de izquierda tales como la CGTP y el SUTEP: Morales no se fue con perfume a democracia, lo obligaron a irse y devolverle al pueblo lo que no era suyo. 

En los modernísimos años noventa, con caída del muro de Berlín, globalización, televisión por cable, inicios de internet y todo, Alberto Fujimori nos contó la historia de que el Perú todavía era caldo de cultivo para sofisticadísimas dictaduras, con inteligencias grises a la cabeza. Me refiero a Vladimiro Montesinos -especie de gran hermano orwelliano, que todo lo ve y todo lo sabe, y todo lo controla y todo lo corrompe y con el amén, explícitamente firmado en cartas de sujeción de las Fuerzas Armadas. Con estos métodos se quebró el orden constitucional el aciago 5 de abril de 1992 y se intervinieron todas las instituciones del Estado. Cuánta nocturnidad, cuánta extorción, cuánto chantaje, cuántos destrozos en nuestra per se precaria institucionalidad; el Estado quedó en pie porque no puede desaparecer ¿o sí? Pero los partidos políticos no. Agentes de inteligencia con un mínimo de pudor y que denunciaron las miserias del régimen acabaron torturados, estudiantes dinamitados, fosas comunes a la orden del día, tanto como madres esterilizadas sin que nadie se los advierta primero. Estaba por advenirse nuestro nuevo milenio y las prácticas de Fujimori eran peores de obscenas que las de Sánchez Cerro, solo que con internet.

¡Pero no participamos tampoco en lo de Manuel Merino! Nos dicen. Sí, sí. Sí participaron, puesto que lo permitieron y sus fuerzas disuasivas, entre ellos se lucieron los impresentables ternas, que se movían como cangrejos del apocalipsis, arrestando a nuestros jóvenes, lo que nos hizo notar que rápidamente se erguía, de súbito, una nueva dictadura. Por eso salimos los mayores en masa a las calles, para cuidarlos y proteger a nuestros jóvenes, pero nada impidió que perdiésemos a Inti y a Bryan, a punta de fuego policial, lo que sí logramos fue impedir el asentamiento de una nueva dictadura, apenas ayer, en 2020. Triunfo de la sociedad civil y de nadie más.

Y ahora el cuento es que los militares se han convertido, de súbito, en paladines de la democracia por no sumarse a la pantomima de un pobre infeliz, Pedro Castillo, que nunca entendió de qué trataba la banda bicolor que lucía y a quien la casta militar odiaba profundamente: primero por tratarse de un campesino rural al que les costaba mucho cuadrársele y reconocerlo como su Jefe Supremo, segundo porque veían en él a un terruco, debido al partido de izquierda que lo llevó al poder. No cabe duda de que Pedro Castillo es un villano por donde se le mire y que es un alivio que él mismo, en su inconmensurable torpeza, se haya autoeliminado políticamente con su pantomima golpista, pero ¿tenían acaso los militares algún motivo para seguirle el rumbo a esta bala perdida?

No seré tan concluyente en mis últimas palabras; la negativa de las FFAA a plegarse a lo que fuera que intentó Pedro Castillo el martes 7 -además de autosabotearse- no suprime de un plumazo su secular vocación golpista y de irrespeto impenitente al orden constitucional. Aunque declarativamente se grite su vocación democrática, la respuesta no la tiene la voz de los jerarcas castrenses sino Cronos, el Dios olímpico del tiempo. 

Sólo las próximas décadas, que de seguro nos traerán coyunturas complicadísimas                                   -probablemente colmadas de aprendices de Fujimori y Montesinos- como complicada es nuestra historia republicana, nos dirán si realmente los militares se quedarían en sus cuarteles si un aspirante a sátrapa, que les insinué una sonrisa con la parte derecha de la cara, los disponga a una nueva y harto patrimonialista -léase corrupta- aventura autoritaria. El tiempo lo dirá, pues Pedro Castillo “nunca dijo nada”. Su corrupta inteligibilidad fue su rasgo más saltante. 

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fuerzas armadas, golpe, Pedro Castillo

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