El Ministerio Público y el Poder Judicial, tal como están hoy, son instituciones mayormente corruptas, ineficientes y, además, a ojos de la opinión pública, deslegitimadas (salvo honrosas excepciones). Y su papel de impartir la ley de manera firme, honesta e independiente ha acabado en manos de camarillas mafiosas, intereses de segunda categoría y una densa mediocridad institucional.
La reforma es necesaria, sí, pero no cualquier reforma. Y, ciertamente, no una impulsada por un Congreso que no representa a nadie más que a sí mismo y una lista opaca de «intereses especiales».
¿Se puede creer que un poder del Estado que está podrido hasta la médula, cuyos legisladores desprecian la legalidad, que hacen leyes para comprar votos y dictan normas a la medida para protegerse, tengan la autoridad moral para «reorganizar» la justicia? Sería como poner a un incendiario a cargo del cuartel de bomberos. El resultado no sería la purificación de la justicia, sino su transformación definitiva en un arma política de venganza, extorsión y autoritarismo.
El Perú requiere una buena justicia. No perfecta, pero respetada. Para ello se necesitará una cruzada cívica, no un pacto parlamentario. Es el papel de la sociedad civil, los colegios profesionales, la academia y los medios de comunicación libres, liderar una reforma que pueda hacer al ciudadano volver a creer que existe el estado de derecho. Y este cambio debe ser profundo, técnico, institucional, pero, sobre todo, democrático. No se cura el cáncer con veneno.