Pie Derecho

El Ministerio Público y el Poder Judicial, tal como están hoy, son instituciones mayormente corruptas, ineficientes y, además, a ojos de la opinión pública, deslegitimadas (salvo honrosas excepciones). Y su papel de impartir la ley de manera firme, honesta e independiente ha acabado en manos de camarillas mafiosas, intereses de segunda categoría y una densa mediocridad institucional.

La reforma es necesaria, sí, pero no cualquier reforma. Y, ciertamente, no una impulsada por un Congreso que no representa a nadie más que a sí mismo y una lista opaca de «intereses especiales».

¿Se puede creer que un poder del Estado que está podrido hasta la médula, cuyos legisladores desprecian la legalidad, que hacen leyes para comprar votos y dictan normas a la medida para protegerse, tengan la autoridad moral para «reorganizar» la justicia? Sería como poner a un incendiario a cargo del cuartel de bomberos. El resultado no sería la purificación de la justicia, sino su transformación definitiva en un arma política de venganza, extorsión y autoritarismo.

El Perú requiere una buena justicia. No perfecta, pero respetada. Para ello se necesitará una cruzada cívica, no un pacto parlamentario. Es el papel de la sociedad civil, los colegios profesionales, la academia y los medios de comunicación libres, liderar una reforma que pueda hacer al ciudadano volver a creer que existe el estado de derecho. Y este cambio debe ser profundo, técnico, institucional, pero, sobre todo, democrático. No se cura el cáncer con veneno.

 

Cualesquiera sean los méritos de la idea de evitar un Irán con armas nucleares, ese bombardeo llevado a cabo por órdenes de Donald Trump anoche es un acto inaceptable de provocación, una nueva manifestación de este neocolonialismo militar que Estados Unidos ha estado decidido a llevar a cabo con la arrogancia del pasado, como si el mundo no hubiera cambiado después de la caída del Muro de Berlín.

Lo que se pretende como una operación defensiva quirúrgica para la seguridad internacional no es más que una maniobra retórica, característica del corazón megalómano del expresidente, que no hace diferencia entre espectáculo y tragedia en su populismo.

No para contener el conflicto, sino para liberar sus demonios es lo que ha hecho Trump. Irán tomará represalias, el mundo islámico radical explotará y los aliados europeos mirarán estupefactos ante una elección que no compartieron ni les fue consultada. Pero la pregunta más importante es el precedente: si Washington va a intervenir donde le plazca intervenir, ¿por qué no dejar que Pekín tome Taiwán con un espíritu similar? ¿Por qué el mundo no permitiría que Moscú escale su cruzada imperial en Ucrania?

La crudeza de esto va más allá de su efecto inmediato respecto del mensaje que transmite: que el orden internacional puede ser desechado si un líder con obsesiones mesiánicas así lo decide. Trump también ha socavado la posición de Estados Unidos como juez internacional y ha invitado a otras potencias con una mentalidad similar, China, Rusia e incluso otras más pequeñas, a sentirse igualmente autorizadas para adoptarlo.

Esto no es un acto de defensa discursiva; es un acto de vanidad vanagloriada bajo el disfraz de virtud. Y, como ha sido tan a menudo cierto en la historia, cuando los imperios actúan con soberbia, lo que sigue no es paz, sino catástrofe. La especie humana aún parece no haber aprendido a discriminar entre la lógica de la razón y el capricho de la fuerza bruta.

La del estribo: extraordinaria puesta en escena la de Querido Evan Hansen, bajo la dirección general de Roberto Ángeles, la dirección de movimiento escénico de Vania Masías y la dirección vocal de Denisse Dibós. Ganadora del premio Tony, en Broadway, la obra va en el Teatro Nos hasta el 13 de julio. Entradas en Teleticket.

 

Ojalá, sí, ojalá que la segunda vuelta presidencial del 2026 nos devuelva un país en donde la política no sea el arte de incendiar la pradera, sino el noble oficio de gobernar con sensatez y firmeza. Porque ya basta, de una vez por todas, de los extremos que han convertido al Perú en un campo de batalla entre fanáticos de uno y otro signo. La izquierda ciega que añora la hoz y el martillo; la derecha obtusa que idolatra la mano dura y el mercantilismo salvaje. Ambas, en su radicalismo pueril, están dispuestas a dinamitar lo que queda de institucionalidad.

La democracia no sobrevive con demagogos, ni con caudillos. Necesita líderes. Y nombres hay, afortunadamente, aunque les falte aún estructura partidaria o empuje electoral. Alfonso López Chau, sobrio y académico; Lucio Castro, con su vocación por la educación pública; Rafael Belaunde y Carlos Espá, liberales con sentido del Estado; Carlos Anderson y Jorge Nieto, progresistas sin veleidades populistas; Alfredo Barnechea, sensato e ilustrado; Roberto Chiabra, con el temple de un militar que cree en la ley. Ninguno perfecto, pero todos mejores que la jauría antisistema que acecha.

Deseamos que el Perú encuentre en ellos, o en otros de similar talante, una alternativa posible. Porque más allá del color ideológico, lo urgente es recuperar el espíritu republicano: el respeto a las formas, la vigencia del derecho, la economía responsable, y una ética pública que no sea mero discurso.

De lo contrario, seguiremos atrapados en esta espiral de desgobierno, histeria y ruina. Y será entonces el país el que pague —como ya viene pagando— el precio de haber convertido la política en un circo donde solo gritan los más locos. Nos merecemos algo mejor.

 

En los Andes peruanos, esa tierra altiva y castigada, se está gestando el posible renacimiento de una izquierda que, bajo diversas máscaras, no ha dejado de estar presente allí. No se trata ya de un caudillo aislado ni de un exabrupto electoral. Esta vez, la izquierda tiene posibilidades reales. El sur andino, siempre olvidado, indignado y doliente, representa casi el 20% del electorado nacional y, según todos los indicios, votará en un 80% por opciones que se reivindican antisistema, antiempresariales, anticapitalistas.

Si a ese núcleo le sumamos los votos del centro y norte andino, así como los bolsones de pobreza y frustración en las periferias urbanas de Lima, Trujillo o Arequipa, el resultado podría ser una masa electoral cercana al 25% del total nacional. Lo suficiente, incluso, para que no uno, sino dos candidatos de izquierda disputen la segunda vuelta. No sería la primera vez que el Perú elige con el hígado, pero sería, tal vez, la más peligrosa.

Ante esta amenaza, la derecha —incluida la derecha bruta y achorada que se parte hasta en tres o cuatro pedazos— continúa actuando con una irresponsabilidad suicida. Dividida en más de una decena de candidaturas, interesada en disputarse los despojos del poder antes que en construir una opción liberal moderna, le está regalando el pase libre a los agitadores.

El Perú, si no reacciona con lucidez, corre el riesgo de repetir su peor historia. Los populistas, ya sea de izquierda o derecha, prosperan cuando los demócratas vacilan o se pulverizan en la intrascendencia. El voto andino, harto de promesas incumplidas, buscará venganza, no esperanza. Y el país entero puede pagar, una vez más, el precio de su ceguera.

 

El huevo de la serpiente está siendo incubado silenciosamente, pero con furia en el Perú. Cuando el gobierno se ahoga en mediocridad e ineptitud y los ministros se niegan a ejecutar, cuando los congresistas se niegan a legislar y un presidente ostenta que no presidirá, el camino hacia el caos institucional está engrasado.

El descenso hacia un abismo, uno muy amplio, es, hay que decirlo, difícil de revertir. No solo se está presenciando una crisis circunstancial, sino que estamos siendo testigos de la aparentemente lenta destrucción de los aspectos civilizatorios más básicos que mantienen la esperanza de la democracia en orden funcional.

Es el Congreso convertido en un lodazal, legislando en su propio nombre. El Poder Judicial y el Ministerio Público colonizados por sectas; ya no son un refugio de justicia sino una herramienta de venganza y cálculo político. La Policía y las Fuerzas Armadas devenidas en fuerzas de choque corruptas.

En medio de ese espanto ya no hay, hasta donde alcanza la vista, nada parecido a la institucionalidad y la fatiga ciudadana está madurando perniciosamente. El vacío, en el que no hay partidos, ni ideas ni líderes sensatos, será inevitablemente llenado —tarde o temprano— por un Mesías charlatán, un outsider que encienda pasiones y se monte en el descontento, como fue el caso, en el pasado reciente, de Pedro Castillo. Aún no se le ve en las encuestas, pero su sombra se desliza por los callejones de la desilusión.

No deberíamos sorprendernos de encontrarlo. Estamos dándole vida, con cada expresión de cinismo, con cada mentira oficial, cada acto en favor de la decencia traicionada. Y cuando llegue, no tendremos a quién culpar más que a nosotros mismos y a nuestro país inyectado con veneno, respecto del que fuimos demasiado cobardes para colocar fuera de su miseria. Entonces será demasiado tarde para lamentarse, como siempre.

 

Vivimos una época de descomposición, un tiempo en que la mediocridad ha dejado de ser la excepción para convertirse en norma. Uno revisa los perfiles de congresistas, ministros, alcaldes, generales, fiscales o magistrados, y lo que aparece frente a los ojos no es la estampa de servidores públicos cultos, íntegros o preparados, sino un desfile grotesco de improvisados, oportunistas, ignorantes y corruptos. Es como si el país entero, harto de sí mismo, hubiera decidido premiar a sus peores elementos con las más altas responsabilidades.

No es solo la política, que desde hace tiempo ha dejado de ser un espacio de ideas y convicciones para convertirse en un mercado de trueques, lealtades compradas y discursos vacíos. Es también la justicia, infiltrada por mafias internas y camarillas sedientas de poder; la Policía, carcomida por el clientelismo y la impunidad; los gobiernos locales, convertidos en feudos de rapiña; la administración pública, reducida a botín de guerra de cada turno.

¿Qué nos ha pasado? ¿En qué momento dejamos de valorar el mérito, la formación, la experiencia, la decencia? La respuesta no es simple, pero sí evidente: hemos normalizado el deterioro. Ya no escandaliza el plagio, la ignorancia o la vulgaridad; se aplaude incluso, si viene envuelta en la retórica populista.

Este clima moral pestilente solo puede conducir al colapso. Un país sin élites responsables, sin autoridades dignas, sin referentes éticos o intelectuales, está condenado a la anarquía o al autoritarismo. Que no se diga luego que no lo vimos venir. La decadencia está ahí, en cada sesión del Congreso, en cada declaración ministerial, en cada fallo judicial. Y lo más trágico: nos estamos acostumbrando a ella como quien se resigna al mal olor de una habitación cerrada.

 

No voy a comentar sobre el enfrentamiento entre la Junta Nacional de Justicia y el actual Ministerio Público en cuanto a la reincorporación de la fiscal Patricia Benavides, debido a que es un asunto que está fuera de mi competencia de análisis jurídico y porque, además, me encuentro abusivamente involucrado en una investigación contra una de las partes Pero de lo que sí puedo hablar con certeza es de la desastrosa condición de la institución.

En cualquier país civilizado, no puede ser que la entidad que supuestamente defiende la legalidad, respeta el debido proceso y defiende los intereses de la sociedad, como es el caso en el Perú, se haya convertido en una máquina de persecución, manipulación y chantaje. El Ministerio Público, que alguna vez fue el símbolo de la justicia republicana, ha devenido en un sistema opaco y mezquino de intereses ulteriores y lacayos mediáticos cuyo trabajo principal no es investigar adecuadamente, sino destruir al enemigo.

Las filtraciones de los expedientes de la fiscalía, las declaraciones hechas sobre la base del pánico y las amenazas, las narrativas elaboradas para el fiscal de turno, donde los aspirantes a ser colaboradores eficaces son presionados, amenazados o sobornados con indulgencias sin precedentes para decir lo que encaja en el guion, son moneda común. ¿El resultado? Un país entero convertido en un tribunal-espectáculo, donde la prensa juzga antes que los jueces, y los fiscales actúan más bien como vedettes.

La distorsión del Ministerio Público alcanza dimensiones grotescas. No se investiga hechos mediante diligencia técnica, sino a través de cálculos políticos. No se imparte justicia; se burlan de ella. La institución necesita desesperadamente una reestructuración profunda de arriba a abajo. No puede haber una democracia que funcione cuando la entidad acusadora es una fuerza paramilitar de lo nefasto.

Es un deber patriótico recuperar el Ministerio Público. Entonces, y solo entonces, podremos buscar un estado de derecho digno del nombre, donde las leyes no sean instrumentos de guerra sino garantes de vidas civilizadas en común. Y donde la justicia no aterrorice, sino que imponga respeto.

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Uno de los mitos más peligrosos que circulan en el debate público peruano —alentado por tecnócratas resignados y empresarios acomodaticios— es que el país goza de una supuesta solidez económica que lo mantiene a flote a pesar del desastre político.

Pero esto, como tantas otras ficciones que nos contamos para dormir tranquilos, no es más que una media verdad. La resiliencia empresarial —ese admirable instinto de supervivencia que lleva a los peruanos a levantar negocios en medio del caos— no debe confundirse con un manejo fiscal responsable. Más bien, es todo lo contrario: el Estado peruano está siendo desmantelado por una coalición perversa de populismo legislativo y mediocridad ejecutiva.

Desde el Congreso, cada semana se aprueban leyes que aumentan el gasto público sin sustento técnico, mientras se debilitan las fuentes de ingreso del Estado con exoneraciones absurdas. El Ejecutivo, por su parte, lejos de corregir el rumbo, se ha entregado a la lógica de la compra de lealtades: bonos clientelistas, aumentos sin reforma, y programas improvisados. Véase la nueva ley de promoción agraria o la descomposición del IGV que incrementa el dinero mercantilista para los gobiernos locales.

El equilibrio fiscal —ese pilar invisible del progreso sostenible— está siendo perforado con irresponsabilidad suicida. Hoy vivimos del prestigio acumulado por décadas de prudencia, pero esa herencia se agota. Cuando se acabe, no habrá resiliencia empresarial que nos salve del abismo.

 

Pocas veces en la historia de un país se ha hecho tan evidente la orfandad como en el Perú de hoy. No tiene padre, porque carece de liderazgo, de autoridad moral, de una figura que encarne la continuidad de la nación. No tiene Estado, porque las instituciones que debieran representar el interés común están secuestradas por una mafia de oportunistas, incapaces de articular siquiera una visión de futuro. Y no tiene freno, porque las fuerzas sociales más primitivas —el resentimiento, la codicia, la desinformación, el racismo— corren desbocadas, sin que nadie las detenga o encauce.

No se trata de un colapso repentino, sino de una lenta, persistente disolución. La justicia es una caricatura de sí misma, convertida en campo de batalla de vendettas políticas. El Congreso, un mercado persa donde se trafica poder a cambio de impunidad. La presidencia, un botín sin legitimidad, defendido por componendas y blindajes legales. En este páramo institucional, la sociedad se divide entre quienes han perdido toda esperanza y quienes, amparados en la descomposición, medran sin pudor.

Así, el Perú flota a la deriva, sin brújula ni timón, en un océano de inercia e incertidumbre. ¿Puede una nación sobrevivir tanto tiempo sin un proyecto común, sin civilidad, sin respeto a la ley? La historia sugiere que no. Pero también enseña que de los escombros, a veces, surge la lucidez. Quizá sea necesario tocar fondo para que, de una vez por todas, aparezca una generación que quiera refundar la República, no sobre la rabia ni la revancha, sino sobre la educación, la decencia y la verdad. Mientras tanto, este país sin padre, sin Estado y sin contención, seguirá siendo el escenario trágico de su propio extravío.

La del estribo: imprescindible ver la obra teatral Proyecto Ugaz, protagonizada por Rocío Limo y Vera Castaño y dirigida por Diego Gargurevich, que trata sobre la vida de la colega y amiga Paola Ugaz, en su lucha contra los poderes corruptos, especialmente los del Sodalicio, la cual la ha ocupado los últimos años de su fructífera vida profesional. Va en el Teatro La Plaza hasta el 29 de junio. Entradas en Joinnus.

 

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