Pie Derecho

Mucho cuidado con hacerle el juego a Pedro Castillo con el sainete que viene montando en su juicio oral. No cabe burlarse ni tildarlo de ignorante o de bruto, cuando claramente lo que está desplegando es una estrategia inteligente de acción política.

Castillo busca victimizarse y cosechar aprobación popular, que sabe que ya tiene en alguna medida, y favorecer a los candidatos que traten de recoger su herencia en el venidero proceso electoral y eventualmente, de darse el triunfo de alguno de ellos, apostar allí a un indulto que lo saque de prisión.

Aplicar el escarnio simplón frente a ello solo lo ayuda en su propósito. Le confirma al pueblo que las élites -entre las cuales ubica al periodismo- maltratan a un expresidente por pobre y humilde, y no recala en que se le juzga merecidamente por su propósito golpista, además de soslayar el monstruoso desmadre político que fue su gobierno, con la complicidad de casi toda la izquierda.

Es menester demoler políticamente a Pedro Castillo, pero no repitiendo el bullyng inocuo y contraproducente que se le aplicó en la campaña electoral, sino mostrando con objetividad las enormes corruptelas de su corto régimen y exponiendo hasta el cansancio el video de su pretendido golpe, que mucha gente parece haber olvidado.

Eso es tarea de la prensa y de la clase política democrática. Castillo es una mancha republicana que debemos borrar y evitar que quede grabada en cierta memoria popular como un gobierno que no pudo ejercerse por la feroz oposición de los sectores acomodados y la prensa servil a los poderosos, que es la narrativa que sus huestes reiteran hasta el agotamiento.

El gobierno de Castillo fue el peor de los últimos lustros y de haber continuado habría conducido al Perú a su ruina económica, política y moral. Eso es lo que debe quedar instalado en la memoria colectiva y evitar que la victimización que viene aplicando surta efecto. De permitirlo solo habremos contribuido a labrar un destino electoral nuevamente indeseado el 2026.

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Pedro Castillo, Sudaca, Sudaka

No puede soslayarse la catástrofe de la pandemia -que ocasionó 220 mil muertos en el país- en los resultados electorales del 2021. Tampoco en los superlativamente bajos niveles de aprobación del régimen de Dina Boluarte. Y, probablemente, tampoco, en los que registrará al cabo de poco tiempo el gobierno entrante el 2026.

Sufrir un problema grave de salud y descubrir que el Estado no existe para ayudar casi en absoluto es devastador para la sensación de pertenencia comunitaria que toda nación requiere como amalgama de convivencia aceptable.

A los muertos habría que agregarles los millones de afectados, que no murieron, pero que, víctimas del virus, sintieron también la ausencia total del Estado como mecanismo de auxilio, y se entenderá el voto furioso antisistema del 2021, como se deberá entender también el que surgirá sin duda el 2026, porque en materia de salud pública nada ha cambiado para bien en los últimos años.

Y nadie de la clase política se preocupa por el tema. Es absolutamente secundario, soslayando que al día por lo menos 350 mil peruanos acuden a un centro de salud pública a atenderse de alguna dolencia y reciben el trato indigno que tanto EsSalud como el Minsa le brindan a sus pacientes. El sistema de salud pública peruano es una fábrica diaria de ciudadanos antiestablishment y los efectos traumáticos del Covid se prolongan en el tiempo por esa razón.

No ha habido inversión pública en unidades de cuidados intensivos, en provisión de oxígeno, en dotación de medicamentos, mucho menos se ha cortado el nudo gordiano de la corrupción que campea en el sector. Si volviera a acontecer una pandemia, los resultados catastróficos seguramente se repetirían, como si nada hubiéramos aprendido de lo sucedido.

Responsabilidad histórica del desenlace lecorresponde a los gobiernos de la transición post Fujimori que no aprovecharon la bonanza fiscal para invertir en una reforma de la salud pública. Corresponsable el gobierno actual que no tiene entre sus prioridades el tema. Cómplices los políticos con pretensiones presidenciales que no colocan a la salud pública en el sitial de privilegio que le debería corresponder.

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Sudaca Perú, Sudaka

Que en diversas encuestas aparezcan como potenciales buenos candidatos Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Martín Vizcarra, Francisco Sagasti, Carlos Álvarez, Antauro Humala o el propio Pedro Castillo, indica el grado de incertidumbre que pesa sobre la venidera campaña electoral.

Si a ello le sumamos la eventualidad de que surja a última hora un candidato antisistema, nuevo, sorpresivo e imprevisible, se entenderá que nada está dicho sobre la contienda en ciernes y que habrá que estar preparado para un sube y baja descollante, pocas veces visto en la historia política peruana, más aún si hablamos de una elección en la que ya hay inscritos más de cuarenta partidos.

Este desquicie político tiene mucho que ver, sin duda, con la informalidad del Perú, no solo en lo concerniente a la particular anomia política de los informales sino por la participación oscura de mafias económicas en el financiamiento de candidatos, que trastoca por completo el normal devenir de una campaña.

Pero se explica también por la falta de consistencia política de los candidatos peruanos, que deciden aparecer a última hora, generando ellos mismos, las condiciones para que la volatilidad electoral crezca y termine produciendo un escenario de impredecible final.

El mejor símbolo del psicótico panorama político electoral es el papelón literal de la cédula de votación con la que nos acercaremos a las urnas. Expresa mejor que nada, el grado de deterioro de los partidos políticos peruanos, la descomposición socioelectoral del país y la profunda crisis institucional a la que nos ha conducido una transición post Fujimori fallida y la explosión de todos esos males con el advenimiento de gobernantes como Pedro Castillo, en primerísimo lugar, y luego Dina Boluarte y su imbatible mediocridad.

A prepararnos para una elección inédita, a pesar de ser, quizás, la más importante de los últimos decenios, con las encuestas como simples puntos de referencia anecdótica, con sorpresas a la vuelta de la esquina, con candidatos que aparecerán y desaparecerán de una semana a otra, con resultados ajustados y una segunda vuelta que nadie se esperará. Esa es la lamentable cifra del destino político que nos ha tocado en suerte en los tiempos del bicentenario republicano. Tremenda paradoja y desilusión.

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Campaña electoral, Sudaca, Sudaka

La torpeza geopolítica de Trump lo único que va a lograr -contra sus propósitos- es fortalecer a China en el mapa del poder global. Ya la potencia oriental se acerca a los Estados Unidos y simplemente es cuestión de tiempo para que la alcance, fruto del abandono de Washington de los cánones del capitalismo democrático. Con Trump, ese acercamiento se va a acelerar.

Ya China le ha respondido con aspereza inhabitual a los actos de matonería trumpista y se prevé que no se va a dejar pisar el poncho ante la arremetida destructiva del inquilino de la Casa Blanca.

La guerra comercial la va a ganar China. Tiene más que ganar que perder en esa escalada proteccionista lanzada por un antiliberal Trump. Y lo más probable es que bloques tradicionalmente cercanos a los Estados Unidos, como la Unión Europea, empiecen a mirar a China como socio comercial más relevante e, inclusive, militar.

En general, lo que va a lograr Trump es eso, darle mayor predominancia a China en el orbe. Inclusive, Latinoamérica, que ya tiene vínculos sólidos con Beijing, se verá compelida a reforzarlos ante el maltrato norteamericano.

Estados Unidos estaba llamado a reconstruirse, pero en base a un reencuentro con su larga tradición liberal, no con el oscurantismo político y económico que la oligarquía tecnocrática, boyante en dólares pero carente de ideas políticas inteligentes, parece servirle de guía al gobernante republicano.

Cinco años de oscurantismo económico y político le esperan a los Estados Unidos, con la propia democracia liberal puesta a prueba por los arrebatos presidenciales, y en ese trance se va a llevar de encuentro el influjo global que como primera potencia democrática mundial le correspondía desempeñar.

 

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Sudaca, Sudaka, Trump

Si algo debe hacer la sociedad civil -en la cual juegan un rol activo los medios de comunicación- es evitar sumarse a la polarización política que ya cunde en el país.

La visión bipolar de la sociedad y las instituciones o personas mata cualquier debate matizado, serio, plural y, por ende, productivo que haya, arrinconando los términos de la discusión en dos extremos que se niegan y no establecen ningún punto de contacto, como la realidad es, llena de complejidades y ambiguedades que no admiten una visión encasillada de las cosas.

La polarización, fenómeno que separa a la sociedad en dos bloques irreconciliables, es el veneno de la democracia. Convierte el debate ideológico en una batalla de bandos, donde el razonamiento cede ante la pasión y la verdad se diluye. Los ideales se transforman en estandartes de guerra, enfrentando a ciudadanos no por sus convicciones, sino por su afiliación a una causa o ideología que no admite matices.

En lugar de encontrar puntos de convergencia, se elevan los muros de la incomprensión y el odio. Así, los que piensan de manera distinta no son adversarios con los que se debe debatir, sino enemigos a los que se debe destruir. La convivencia, que es la piedra angular de cualquier sociedad plural, se resquebraja cuando las ideologías se convierten en trincheras donde la civilidad es reemplazada por el fanatismo.

El peligro no radica en el desacuerdo, sino en la incapacidad para tratarlo con respeto y razonabilidad. La polarización lleva a un callejón sin salida, donde los extremos se refuerzan mutuamente y la moderación, ese espacio intermedio, se pierde. Lo que debería ser un debate enriquecedor, se convierte en una guerra de posiciones irreconciliables, y la democracia, condenada a la lucha constante entre facciones, se torna inviable.

Si la DBA y los “caviares” se quieren destruir entre ellos, problema suyo debe ser. La sociedad peruana es mucho más compleja que ese blanco y negro al que nos quieren llevar.

La del estribo: muy recomendable la miniserie de Netflix, Gatopardo, inspirada en la novela histórica de Lampedusa, que narra los pormenores de una familia aristocrática en medio de la revolución reunificadora de Italia a fines del siglo XIX.

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caviares, DBA, Sudaca, Sudaka

Si alguna contribución política puede dejar en alto el actual gobierno de Dina Boluarte sería quitarlespiso a las bases socioelectorales de la izquierda radical que amenazan con ser protagonistas en el proceso del 2026.

Ello consiste básicamente en disponer inversiones públicas importantes en el sur andino, base socialdel radicalismo antisistema del que abrevan los candidatos más beligerantes de la izquierda.

Es casi imposible que Boluarte recupere niveles de aprobación en dichas zonas, sobre todo luego de la brutal represión ocurrida en los primeros días de su mandato y que no ha merecido una conducta de reconciliación sensata e inteligente, pero más allá de su narrativa o su particular situación, que el gobierno ejecute obras de infraestructura que mejoren el nivel de vida de los ciudadanos de esa gran zona electoral del país podría surtir efecto indirecto.

El sur andino representa más o menos el 25% del electorado nacional y si vota, como todo lo hace prever, como lo hizo en la segunda vuelta del 2021, allí nomás ya los radicales tienen asegurado un 16% de la votación nacional, que traducido en votos válidos supera la cifra del 20%. Si le agregamos el resto de las zonas andinas y las zonas pobres de otras regiones del país, cabe asumir como factible la hipótesis de una segunda vuelta entre dos candidatos radicales de izquierda. La sumatoria de votos les alcanzaría.

Esa posibilidad sería un suicidio nacional y nos condenaría no solo a décadas de atraso económico sino eventualmente al camino de un autoritarismo sin retorno, a lo Venezuela o Nicaragua. A toda costa, el país debe movilizarse para impedir que algo semejante ocurra y el gobierno tiene, en ese sentido, gran capacidad y responsabilidad en ayudar a lograrlo. Un plan bien diseñado y con inteligencia social puede contribuir a ello y sería, de por sí, un gran legado político del régimen.

Hace bien el gobierno en retomar los esfuerzos del Consejo para la reforma del sistema de justicia -como ha anunciado el ministro de Justicia, Eduardo Arana-, para refundar tanto el Poder Judicial como el Ministerio Público, hoy gravemente afectados por la infiltración izquierdista que ha politizado su quehacer a extremos delirantes.

Hace bien, decimos, porque, tal cual se plantea la reforma, no se hace al manazo, desde afuera -como se temía-, sino que involucra a los propios actores, por más que aparentemente se muestren reacios a hacerlo (ni Delia Espinoza ni Janet Tello parecen empeñadas en ese propósito). No hay reforma orgánica y viable posible que no involucre a los propios ficales y jueces en el proceso.

Debe acabar de una vez por todas la politización escandalosa de ambos poderes del Estado, producto de una larga y meditada cooptación diseñada por controlar estamentos de poder que electoralmente la izquierda nunca ha conseguido, pero que subrepticiamente ha ido labrando, con la complicidad indolente del resto de la sociedad civil que no miraba con atención lo que se venía produciendo.

Como resultado de ello, hemos visto persecuciones políticas al amparo de la labor fiscal, venganzas menudas, corrupción soslayada, protección teledirigida a los allegados o afines, etc., bajo el influjo de organismos externos que se excedieron en sus atribuciones y actuaron de operadores políticos del resultado obtenido.

Ello debe acabar. No se trata de reemplazar una casta por otra, por cierto, sino de establecer instituciones meritocráticas sin que importe el color de la camiseta del magistrado en carrera. Parte de este proceso supondría acabar de una por todas también con la alta tasa de provisionalidad que afecta tanto al Poder Judicial como el Ministerio Público y siendo partícipe del Consejo el Congreso, disponer las partidas presupuestales para lograr ese cometido.

Reestablecer la democracia plena -tarea que el gobierno entrante debe acometer como prioridad- pasa por reconstruir una Fiscalía y un Poder Judicial afectados por la politización y la corrupción, problemas que no se solucionan con arreglos cosméticos sino con una profunda cirugía institucional.

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Sudaca, Sudaka

Siguiendo la tendencia internacional hacia la polarización, en el Perú hoy, en el ámbito político, prosperan las opciones radicales en desmedro de las agrupaciones más centradas, quienes contribuyen a su devaluación por su pasmo político.

Conforme nos acercamos a las elecciones apreciamos que esa polarización aumenta, aminorando las posibilidades de que agrupaciones de centroizquierda o centroderecha prosperen.

Salvo que ocurra un milagro y la ciudadanía se harte de este fenómeno y busque opciones más sensatas, lo más probable es que el 2026 tengamos que definir la elección entre dos radicales.

Al Perú le conviene infinitamente más una segunda vuelta entre alguien como López Chau versus alguien como Rafael Belaunde, que una que coloque frente a sí a Guido Bellido versus Rafael López Aliaga. La viabilidad de la institucionalidad democrática estaría más a salvo y, por ende, la propia solvencia macroeconómica del venidero lustro.

Ya existe un caudal de votos importante a favor del centro, pero la tugurización del segmento juega en contra de las pretensiones de alguien surgido de esta cantera ideológica. Va a tener que hacer varias tareas, muchas de las cuales ya hemos expuesto hasta el cansancio en esta columna (alianzas, buen plan de gobierno, cuadros técnicos, purga de candidatos, frentes sociales en caso no prosperen las alianzas, etc.).

Los grandes adversarios a derrotar no son solo los extremos radicales sino también el fujimorismo, que goza de una base electoral sólida e irreductible, que, sin embargo, tiene esta vez un techo que va más allá del antifujimorismo raigalsino que abreva del pacto soterrado de Keiko con el desprestigiado régimen de Dina Boluarte.

De no hacer la tarea, el centro va a ser subsumido por los extremos polarizantes y después no podrá culpar a nadie de su desventura. La tendencia está dada y tienen que remar contra la corriente.

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Rafael Lopez Aliaga, Sudaca

Un sector que puede terminar teniendo gran impacto electoral en la jornada del 2026 es la derecha radical. La inseguridad ciudadana es su combustible creciente y seguramente los discursos prometiendo mano dura, pena de muerte, retiro dela Corte de San José, segregación de migrantes venezolanos, etc., serán parte del arsenal narrativo a emplear.

En general, según la encuesta del IEP, la derecha ha venido creciendo significativamente en las preguntas de autodefinición ideológica, en consonancia con el aumento de la inseguridad. Por más que el gobierno de Dina Boluarte sea identificado como de derecha (más aún ahora que ha estrenado un arraigado anticaviarismo) y tenga un nivel de aprobación paupérrimo, la derecha crece como la espuma.

El problema es que el 10 o 15% que se puede identificar como de derecha radical va a tener que dividir sus preferencias. Ya en estos momentos hay por lo menos tres candidatos que pisan esos predios: Rafael López Aliaga, Phillip Butters y Carlos Álvarez.

No está tan fragmentada como la centroderecha, que presentará cerca de 20 candidatos, pero no tiene el caudal de votos de aquella, bastante más grande que la derecha radical. Eso le puede complicar el panorama de meter a algunos de los tres mencionados en la segunda vuelta electoral.

López Aliaga lleva ventaja por su tribuna municipal. Butters tiene que romper la burbuja televisiva en la que se mueve y Carlos Álvarez tiene que prepararse para afrontar con solvencia la campaña que atacará su identidad sexual (ésta va a ser una campaña furibunda y muy sucia).

El problema para ellos es que si se nivelan sus intenciones de voto, no podrán disputarle el sitio a la izquierda radical y antisistema, y al fujimorismo, que tiene un sólido 10 o 12%, difícil de revertir, a pesar del apoyo absoluto que le brinda al impopular gobierno de Dina Boluarte.

Lo interesante, en todo caso, es que serán animadores de la campaña. Son contestatarios, beligerantes, políticamente incorrectos y confrontacionales. Al menos garantizan algo de condimento a una contienda que si algo no debe ser, por lo que juega en ella, es sosa y plana.

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Sudaca, Ultraderecha
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