Pie Derecho

El gobierno ha anunciado que presentará un proyecto de ley que busca revertir y mejorar la opinión pública generada por actos de inseguridad ciudadana, obligando a los medios de comunicación audiovisuales a transmitir y publicar información, en cualquier formato, que cumpla con una imagen positiva de estas acciones.

Es un despropósito por donde se le mire. Este movimiento, justificado como un paso hacia la protección del bien común, ha generado olas de rechazo entre periodistas y activistas que defienden una prensa libre. Y no sin justificación, porque lo que realmente se oculta bajo la creencia superficial en una verdad oficial es una censura encubierta que pone en peligro los principios básicos de una sociedad democrática.

La libertad de prensa no es solo un derecho individual, sino también un pilar crucial de la democracia. Como vigilante del poder, la prensa tiene la misión de proporcionar una perspectiva plural, objetiva y crítica de los acontecimientos. En lugar de ser un megáfono del gobierno, necesita mantener su independencia y responsabilidad, para proporcionar a los ciudadanos la mejor imagen posible de la realidad.

Imponer solo una narrativa positiva sobre la guerra contra la inseguridad en los medios, pervierte este principio, porque impone una única verdad, la del poder, en lugar de permitir la confrontación de ideas y la discusión pública.

Tales medidas evocan períodos aterradores en la historia, cuando la información estaba sujeta a restricciones bajo un edicto autoritario. En lugar de rendir cuentas a la sociedad, el gobierno quiere controlar la opinión pública de manera monopólica, como si la información fuera un producto que puede ser moldeado a la conveniencia de quienes están en el poder.

Pero, más seriamente, al hacerlo cierra el espacio para la crítica, para la reflexión, y por lo tanto para la búsqueda de soluciones auténticas a los problemas de inseguridad.

Lo que la sociedad peruana no necesita es una prensa de cualquier tipo que esté domesticada, controlada por prescripciones. Lo que requiere es una prensa libre y valiente dispuesta a reportar la verdad, por muy inconveniente que esta sea para el poder. La democracia genuina solo puede arraigar en una sociedad plural, donde diferentes voces puedan coexistir.

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Libertad de prensa, Sudaca, Sudaka

Las crisis, especialmente una tan destructiva como la provocada por la pandemia de 2020, dejan cicatrices profundas en los cimientos de la economía. Y el segmento más doloroso no es la contracción en sí, sino las huellas que dejó atrás, en decenas de miles de empresas que pueden estar abiertas, pero siguen luchando desesperadamente por recuperarse. Hoy, el proyecto de ley 9433 puede verse más que nunca como una medida vital para prevenir una catástrofe económica aún mayor, especialmente para las micro, pequeñas y medianas empresas (Mipymes).

Las Mipymes, que representan el 99,5% de las empresas formales en el país, fueron las más afectadas durante la pandemia. Muchas de estas empresas, que aún están lidiando con sus deudas, han sido incapaces de mantenerse a flote con pérdidas que ascienden a millones. Sin la aprobación de esta ley, el futuro de más de 600,000 negocios formales es sombrío. No poder trasladar sus costos ni contar con un mecanismo para compensar sus pérdidas amenazaría la existencia de más de 300,000 de ellas. Y con ello, la economía nacional perdería más de un millón de empleos formales.

La política tributaria mencionada en el proyecto de ley 9433 es extraordinaria, y es una amnistía no para los impuestos en sí, sino para que las empresas puedan recuperarse y operar en la economía formal. Se propone que las pérdidas de las Pymes puedan compensarse hasta el año 2032, sin exceder los S/ 500 millones. En el caso de que la ley no pase, el cierre masivo de empresas puede promover la informalidad, lo que reducirá aún más la base tributaria y comprometerá los ingresos del Estado.

Lo que está en juego aquí no es solo la supervivencia de las empresas, sino también la estabilidad del país. Sin un tejido empresarial, no habrá florecimiento económico. Esta ley no representa un favor para las empresas, sino más bien para el futuro económico de todos los peruanos.

La ley debe debatirse y aprobarse cuanto antes en el pleno del Congreso y ser promulgada por el gobierno de inmediato. Solo la visión cortoplacista de algunos funcionarios del MEF que andan medio despistados podría creer que una norma como esta les haría perder ingresos tributarios. Todo lo contrario. Ponga un poco de orden en su sector señor Salardi y deje un legado a largo plazo, como es su objetivo.

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ley 9433, mipymes, Pymes, Sudaca, Sudaka

Hacer que la nave del Estado navegue hacia un puerto seguro con un gobierno y un parlamento con cerca de un 2% de aprobación -según la encuesta del IEP publicada hoy en La República- es una lucha interminable. Es una perspectiva sombría, donde la legitimidad del poder se evapora y la autoridad se siente como un espejismo más que una realidad tangible.

La política peruana, especialmente, se encuentra en un torbellino de desconfianza, divisiones y corrupción sistémica que impide cualquier posibilidad de reforma seria.

Parece una tarea irredimible al principio, pero nada es definitivo en política, como en la vida. Lo que el Perú requiere es una redefinición del pacto social, un esfuerzo titánico para recuperar la confianza, una tarea que no se puede lograr con discursos llenos de buenas intenciones y promesas vacías. Lo que necesita, en su lugar, es un esfuerzo determinado para recuperar el terreno que la democracia ha perdido.

El poder debe ser consciente de que su propósito no es preservarse a toda costa, sino devolver al pueblo la sensación de que tiene el control de su destino. La legitimidad no proviene de la arrogancia de quienes creen poseer la verdad, sino de escuchar, ceder y reconstruir consensos rotos.

Se requiere una transformación radical en el comportamiento de la clase política, que es incapaz de entender que no se gobierna mediante la manipulación, el clientelismo o el interés personal. Se necesita un pacto de gobernabilidad para elevarse por encima de la lucha de egos y asegurar reformas estructurales que aborden las raíces de la corrupción, la desigualdad y el clientelismo.

La del estribo: Mario Vargas Llosa acaba de cumplir 89 años. Peruano universal, personaje admirable, nuestro Nobel ha vivido varias vidas en una y será tarea de los historiadores irla descifrando. Por lo pronto, a empezar a hacerlo con dos libros que prometen: Vargas Llosa, su otra gran pasión, de Pedro Cateriano y Mario Vargas Llosa: palabras en el mundo, de Alonso Cueto.

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Encuestas, IEP, Sudaca, Sudaka

La cercanía de un ciclo electoral renovado en el Perú se cierne como una nube negra que no solo garantiza fricción en las aguas políticas, sino que también hará explotar las fracturas internas de la sociedad.

Como en un laberinto sin salida, el país seráarrastrado por la violencia política, una especie de maldición que, lejos de disiparse, se alimenta de la creciente presencia del crimen organizado. En lugar de ser un ejercicio de democracia, este enfrentamiento electoral se puede convertir en el caldo de cultivo de los peores vicios de la política: populismo, corrupción y, sobre todo, violencia.

El baile de los narcotraficantes contra los políticos, como muestran ejemplos de países como Colombia o México, ha sido lo que ha marcado allí los caminos del poder: sombría advertencia. Por supuesto, debemos recordar que armaron en Colombia durante el siglo XX la violencia periódica en campañas de forma institucionalizada, donde mataban candidatos o los obligaban a someterse a los intereses del crimen organizado. En México, las mafias han penetrado tan eficazmente las estructuras de poder que las elecciones se convierten en campos de batalla entre intereses criminales y legítimos.

En el Perú, la historia puede ser similar. El narcotráfico, la minería ilegal y demás perlasdesafían tanto el estado de derecho como penetran las estructuras de poder, creando un legado de impunidad.

Esta campaña electoral será una manifestación más de un Perú dividido, y la democracia se encuentra rodeada de un enemigo invisible: el crimen organizado. La violencia política no es meramente consecuencia de la crisis económica o social, sino un síntoma de una enfermedad de larga data que amenaza con aniquilar la confianza en el sistema político y las instituciones que deben garantizar la paz y el bienestar.

Es inaceptable la intromisión política por parte de la fiscal Delia Espinoza, quien pretende prohibir la participación de Fuerza Popular y el partido de Carlos Álvarez, y es un ejemplo preocupante de la politización de las instituciones estatales, sobre todo de la Fiscalía.

La justicia se supone que debe ser un árbitro imparcial, por encima de las batallas políticas, pasiones y rencores. Lo que estamos viendo en el Perú, sin embargo, es una perversión de esa función crucial. Bajo el liderazgo de Espinoza, la Fiscalía ya no parece perseguir la justicia, sino una agenda política.

Usar mecanismos judiciales para deslegitimar a partidos políticos cuando estos caen dentro del espectro democrático constituye una violación flagrante del principio fundamental de pluralismo que debería subyacer en cualquier sociedad libre.

Este tipo de acción daña la confianza de los ciudadanos en las instituciones y revela a la Fiscalía como una herramienta de la batalla política. La persecución selectiva en lugar de hechos concretos y probados parece seguir más una guerra de desgaste entre facciones políticas que no sirve al interés de nadie, ya sea del país o de la justicia misma.

Es urgente que la sociedad peruana reflexione sobre el grave riesgo que representa dejar que la Fiscalía sea un agente más en la dinámica de la política en clave partidaria. La independencia de los jueces no es meramente un rasgo indispensable del camino constitucional, sino un vehículo en el que la democracia emergerá inalterada, intacta; en una palabra, inmaculada. De lo contrario, estamos en camino hacia un tipo de dictadura de la justicia, donde la ley es una herramienta de poder más que un guardián de derechos.

El dislate ha sido de tal envergadura que hasta un organismo neutral como Transparencia ha señalado -y coincidimos- que “la decisión de la Fiscalía de investigar a partidos políticos inscritos, teniendo como única base una denuncia particular resulta peligroso para la democracia y atenta contra la independencia del proceso electoral recién convocado”.

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Carlos Alvares, delia espinoza, Fuerza Popular, Sudaca, Sudaka

La primera mandataria, Dina Boluarte, al convocar elecciones presidenciales, enfrenta una situación que podría implicar más que una salida institucional. Es una maniobra táctica que intenta cambiar la mirada del público, levantándola libremente de los escándalos y las tormentas de críticas que han plagado su administración hacia un atardecer electoral nublado.

En una situación tan precaria como la que enfrenta actualmente su administración, hay una manera de interpretar la convocatoria de elecciones como una maniobra astuta para restaurar su imagen pública ante un país dividido que cada vez más la ve con desconfianza.

Como alguien intentando cambiar el curso de una historia cuyos personajes se desmoronan, Boluarte intenta escribir un nuevo capítulo en su historia política, uno que podría resguardar su figura y, con ella, la estabilidad de un gobierno que la tormenta ha puesto a temblar.

En la política peruana, las decisiones no están aisladas de las complejidades de un juego de poder que, en ocasiones, parece vencer a quienes lo juegan. Y la presidenta, esta vez, se convierte en una protagonista ambigua, atrapada entre intereses personales y las exigencias de un pueblo que casi se ha quedado sin paciencia.

Boluarte sabe que el enfoque del país no está fijado en sus méritos, sino más bien en sus pasos en falso; en los vacíos que su administración ha creado. Ante este vacío, las elecciones son una opción para intentar redirigir la narrativa, para crear la ilusión de una renovación política, aunque sea temporalmente.

La convocatoria de elecciones, sin embargo, no debe enmarcarse únicamente como un movimiento de distracción. En una nación cuya estabilidad política puede hacerse añicos como un cristal, las elecciones pueden ser terreno fértil para una nueva trama de poder. Si Dina Boluarte cree que incorporando el trasiego electoral se libra de riesgos mayores, se equivoca. Un escándalo de proporciones la sacará del poder así falten pocos meses para que se vaya o haya convocado a elecciones.

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Lo que se presenta como panorama luego de la designación del flamante ministro del Interior en el Perú es un mero formalismo, cambiando piezas de un tablero que sigue más o menos igual. En su laberinto de intereses y juegos de poder, la política peruana ha demostrado ser un estado de cosas donde las apariencias importan más que las realidades. Mientras su discurso promete renovación, el nuevo titular se encontrará enredado en la red de clientelismo y compromisos que atraparon a su predecesor.

La historia política del país está llena de ministros que prometen un cambio radical en seguridad y orden interno tan pronto como son juramentados. Pero rápidamente son arrastrados por la marea de un sistema que recompensa la lealtad más que la competencia. Tienen un nuevo ministro que es un rostro fresco y con cierta retórica de cambio, pero el nuevo ministro es y solo puede ser un peón mientras el statu quo permanece siendo el titiritero en la oscuridad.

Los problemas de inseguridad ciudadana, narcotráfico y corrupción no se resolverán simplemente cambiando la cara del gobierno; requieren una voluntad política fuerte y decisiva. Los cambios nominales en la cima son insuficientes; se necesita una reforma institucional profunda, un compromiso sincero con la justicia y la transparencia. Pero en un mundo donde intereses personales y partidistas reinan, esta transformación parece una quimera.

Es una historia común de cambios sin cambios, el sonido de una promesa rápidamente ahogado por el ruido de una realidad que llega a ser lo que es. Como siempre, es el ciudadano promedio quien sueña con un cambio auténtico, pero en su lugar, es solo atormentado por un sistema que, no importa cuántos rostros nuevos tenga, permanece sin cambios. Mientras el Perú camina por esta cuerda floja de ilusión y eventual desilusión, continúa en este juego de pérdidas y avances, hilando su propio camino sangriento y doloroso, el sonido del silencio rebotando en su plaza pública.

En medio de un panorama político peruano superado por la polarización, la centroderecha, pasada por alto y vilipendiada como un bastión de lo neutral y lo débil, podría tener la oportunidad de encontrar su lugar de prominencia nuevamente. En el otro extremo del espectro, tenemos las voces radicales, de izquierda y de derecha, emergiendo como la única alternativa decente cuando la respuesta todo este tiempo ha sido la moderación y el sentido común.

Perú es un país de gran diversidad cultural y social y necesita líderes que no se limiten a la visión en blanco y negro de buenos y malos, amigos y enemigos. La polarización ha llevado a un entorno tan tóxico que el diálogo se ha convertido en un arte perdido, y las ideologías se han convertido en dogmas que bloquean la construcción de consensos. En este contexto, el mismo centro se convertiría en el que lleve al país a la paz y la unidad.

La centroderecha no debe ser una observadora pasiva en la contienda, sino una jugadora activa que ofrece soluciones prácticas y realistas. La historia ha demostrado que el extremo, a pesar de su atractivo, rara vez es el camino a la salvación, más bien es el sendero al caos y la decepción. La centroderecha, en contraste, puede brillar con luz propia, y la sabiduría puede encontrarse en la moderación.

No es una tarea fácil recuperar la prominencia de la centroderecha; requiere líderes carismáticos y comprometidos, dispuestos a desafiar las narrativas dominantes y proporcionar una visión afirmativa del mundo que reconozca la pluralidad de voces dentro de nuestra sociedad. Por lo pronto, incidir en que la crisis actual es justamente producto de la polarización.

En un país que anhela soluciones reales y un futuro brillante, la centroderecha puede actuar como la brújula que guía a los peruanos hacia una narrativa compartida en la que se valore la diversidad y la polarización sea cosa del pasado. Y así comenzar a sanar sus heridas y abrir un camino hacia la prosperidad.

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Es totalmente nuevo en la política, está inscrito en Avanza País, la dirigencia lo llama insistentemente para convencerlo de que se lance. Puede ser el outsider de esta elección del 2026. Hablamos de Jean Ferrari.

Ferrari se ha convertido en una figura de renacimiento y esperanza. Su papel en el rescate de Universitario de Deportes, como administrador de uno de los clubes más legendarios del país y el más popular, no solo lo ha convertido en una de las estrellas más brillantes del mundo deportivo; también le ha permitido emerger como un candidato externo en las elecciones del 2026.

Y en un país donde la política está plagada de la mancha de corrupción y desilusión, la figura de Ferrari podría ofrecer un soplo de aire fresco, un cambio radical en un sistema ansioso de renovación.

El camino para Ferrari no ha sido fácil. Su liderazgo en la batalla contra la bancarrota del club ha exigido no solo maniobras astutas, sino un profundo vínculo emocional con los aficionados, quienes ven en él a un salvador. Esta conexión, forjada en el fuego de la pasión futbolística, podría ser lo que lo impulse hacia la política. Y en un clima donde los ciudadanos buscan individuos genuinos que hablen desde la experiencia y la dedicación, Ferrari podría ser quien represente la esperanza de un nuevo Perú.

Claro está, el desafío es abrumador. La política, con sus laberintos y trampas, no perdona a los ingenuos. Ferrari tendrá que abrirse camino a través de las aguas turbulentas de un electorado desconfiado que ha visto demasiadas mentiras y demasiados líderes traicionar la confianza del pueblo. Si tendrá éxito, dependerá de cuán efectivamente pueda convertir la pasión que ha llevado al juego de fútbol en un proyecto político coherente y convincente.

El futuro de Ferrari en la política puede entenderse tanto como una ambición personal como un deseo sincero de servir a los mejores intereses de su país. Si puede presentar de manera plausible una nueva visión y un mensaje que resuene en los corazones de los peruanos, podría ser una luz en el oscuro océano de la política. El final aún está por revelarse, pero el próximo capítulo seguramente podría centrarse en Jean Ferrari como principal protagonista.

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