Lo que ha sucedido con la fiscalía en el caso Cocteles es un desastre predecible, una prueba más de lo que muchos ya sabían y temían: nuestro sistema judicial se ha convertido en víctima de la sobrepolitización, de una plaga que socava el mismo ADN de la justicia.
La anulación del juicio oral por parte de la Corte Suprema no es un error procesal; es una señal clara de que las instituciones supuestamente encargadas de garantizar el orden y la equidad están al servicio de intereses ajenos al bien común. Como ha sucedido tantas veces en nuestra historia, la justicia se ha transformado en un juego de poder en el que los hilos invisibles de la política tiran de los destinos de los casos más relevantes, como si fueran marionetas.
Lo que está en juego no es solo el destino de un caso en particular, ni de los implicados en éste, sino la misma idea de justicia, que está siendo relegada cada vez más al trasfondo. La politización de la justicia no solo comete una barbaridad contra aquellos que dependen de la protección de la ley, sino que también amenaza el mismo núcleo de la democracia, ya que el principio de imparcialidad, que debería ser el fundamento de cualquier sistema judicial, se desvanece en un caldo impregnado de manipulación e intereses oscuros.
Y lo más triste es: al perder este juicio no solo perdemos un caso: perdemos años de esfuerzo, de una lucha por la verdad. Los fiscales ahora se enfrentan a un sistema que los abandona y el ciudadano común se encuentra una vez más desencantado, aplastado y convencido de que en el Perú, la justicia es solo un espejismo, una quimera que nunca se realiza.
Debemos preguntarnos si estamos listos para seguir permitiendo que la justicia ceda ante la voluntad de aquellos que, desde las sombras del poder, manejan los hilos de los destinos de todos nosotros.