Pie Derecho

Mario Vargas Llosa es, sin lugar a dudas, una de las figuras más brillantes que el Perú ha dado al mundo en su historia republicana. Tan colorida como sus novelas, su vida ha estado definida por la búsqueda de la libertad, la inteligencia crítica y una feroz lealtad al trabajo arduo. Retirado y con 89 años recién cumplidos, la forma en que su legado intelectual y moral no solo se mantiene intacto, sino que se fortalece con el tiempo, amplía aún más el alcance de lo que ha logrado, como esas creaciones monumentales que muestran el tamaño de su contribución solo a lo largo de los años.

No es solo el Premio Nobel —que, en 2010, coronó una carrera literaria brillante— o los innumerables premios que ha recibido durante décadas en todo el mundo. Es la consistencia ética que sustenta su valentía cívica, una defensa inquebrantable de la democracia liberal, lo que lo convierte en un punto de referencia indispensable en momentos de confusión y mediocridad. No hay en él un cálculo oportunista, ninguna gran concesión al populismo: hay una fe inquebrantable en las instituciones, en la cultura como fundamento de la libertad, en el poder redentor de la literatura.

Desde «La ciudad y los perros» hasta «Tiempos recios», ha escrito como pocos sobre los impulsos humanos, la violencia, el deseo, la ambición, la política y la traición. Pero, además, ha sido capaz de reflexionar sobre el Perú con claridad, angustia y amor, enfrentando prejuicios y deconstruyendo mitos con una pluma afilada y un juicio libre. Incluso cuando sus posiciones políticas fueron controvertidas, no se le puede acusar de timidez o inconsistencia.

Y hoy, no queda más que rendir homenaje. Porque en Mario Vargas Llosa vive no solo el escritor genial, sino también el ciudadano modelo, el hombre que nunca perdió la fe en que el Perú podría ser un país mejor. Ese sueño, tan desafiante como vital, podría ser su mayor regalo.

El proteccionismo de Donald Trump —símbolo de un pensamiento económico que ve al mundo no como un potencial encuentro de intereses complementarios, sino como una arena donde vencer a otros es lo que más cuenta— nos lleva, sin eufemismos, al precipicio de la locura. Si el presidente sube los aranceles a China con el sombrío celo de alguien convencido de que bajar a los demás es el camino para elevarse a sí mismo, revive antiguos enemigos del nacionalismo económico, enemigos que una vez desencadenaron crisis devastadoras.

China, por supuesto, responde. ¿Cómo no iba a hacerlo? Lo hace no solo por orgullo, sino porque el mundo del nuevo orden global —conseguido arduamente durante décadas de interdependencia y cadenas de valor transnacionales— con sus vastas fronteras, no tolera rendiciones unilaterales. La guerra comercial no trae prosperidad, sino que instala incertidumbre, contracción del comercio, aumento de los precios de insumos y, lo más importante, siembra las semillas de una recesión global.

La Reserva Federal, ese guardián siempre vigilante que ha visto esta película antes, comienza a escuchar el zumbido de la inflación. Los precios aumentarán, la inversión disminuirá, y el consumo se contraerá. Los economistas, incluso los más austeros de ellos, esta vez son más audibles: enfrentaremos una tormenta perfecta si el mundo no cambia el rumbo en el que está.

El proteccionismo trumpista —más idea que interés, más instinto que intelectualismo— está teñido con la marca de la traición a la comunión liberal que sustentó la prosperidad de Occidente. Es un abrazo al tribalismo económico que desconfía de los forasteros, se cierra a la conversación, ve cada importación como una amenaza, cada tratado como una rendición. Es, después de todo, una negación del mundo moderno.

¿A dónde nos lleva todo esto? A un retroceso de la civilización. A un período de muros, no solo del tipo físico sino mental, donde la cooperación será percibida como debilidad y la confrontación como virtud. Y en ese mundo, recordando las oscuras décadas del siglo XX, no hay ganadores. Solo ruinas. Solo humo. Solo historia, que no aprende sus lecciones, repitiéndose como una farsa

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Sudaca, Sudaka, Trump

Lo que es fascinante —y profundamente revelador— sobre el fenómeno de Martín Vizcarra es la evidencia de que, en el Perú, la memoria política es corta, pero la repulsión hacia la clase gobernante es tan persistente como una enfermedad sistémica.

En un país donde el descrédito de los partidos tradicionales ha alcanzado proporciones épicas, Vizcarra se presenta, a pesar de sus propias sombras, como una figura que se convirtió, aunque solo fuera por un momento, en «uno de nosotros», alguien que encarnó una ilusión: la del moralista outsider enfrentando un aparato de poder corrupto.

Es cierto que su gobierno fue mediocre y caótico; la gestión de la pandemia osciló entre la improvisación y el populismo sanitario, y su disolución del Congreso fue ampliamente celebrada por una gran parte de la ciudadanía, aunque, sin embargo, declarada inconstitucional. Para complicar aún más las cosas, hay serias acusaciones de corrupción que en otro contexto habrían sido suficientes para enterrarlo políticamente.

Pero no en el Perú. Porque aquí, en esta tierra apestada de política, un corrupto suena menos aterrador que una mafia.

Vizcarra, con todas sus peripecias, su discurso antipolítico y su enfrentamiento directo con el Congreso, hizo algo que pocos candidatos solo pueden soñar: ser enemigo del sistema. Y en un país donde el sistema se ve como una máquina insaciable de saqueo y cinismo, eso es más que suficiente para lanzar a un hombre al podio de aspirantes presidenciales (por más inhabilitado que esté, le quedan recursos jurídicos internacionales que lo podrían traer de vuelta).

La lección es clara para cualquiera que espere postularse el 2026: se trata menos de lo que puedas proponer que de lo que puedas oponerte. La respuesta no está en los planes de gobierno, sino en las luchas simbólicas. Asaltar el tinglado del poder actual no es una estrategia retórica; para muchos, es una cruzada moral. El pueblo peruano ya no vota por esperanza, sino por venganza. Y en esta coreografía de resentimientos, quien pueda encarnar esa insatisfacción más eficazmente, incluso si tiene algunas cuentas pendientes con la justicia, tendrá opciones genuinas de llegar al poder.

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Sudaca, Sudaka, Vizcarra

-Si Martín Vizcarra pudiera presentarse a las elecciones, por lo menos pasaría a la segunda vuelta. ¿Por qué ocurre ese fenómeno en alguien con serias denuncias de corrupción, con un manejo pésimo de la pandemia y con una disolución del Congreso finalmente declarada inconstitucional? La razón me parece muy sencilla y puede servirle de referencia a los candidatos del 2026: Vizcarra se enfrentó a la partidocracia frontalmente y la gente odia al elenco estable de la política peruana. Si alguien quiere destacar en la jornada electoral venidera sería bueno que vaya enfilando sus baterías contra el establishment que hoy conforma la alianza Ejecutivo-Congreso, que simbolizan Dina Boluarte, Keiko Fujimori y César Acuña.

-¿Qué admiro de Mario Vargas Llosa, a propósito de sus 89 años recién cumplidos? Varios atributos: su incondicional vocación por decir lo que piensa, sin tapujos y sin que importe el lugar común arraigado, su compromiso irreductible con las libertades, su pródiga dedicación a muchas causas simultáneas, pero, sobre todo, su inmensa voluntad de trabajo (ya quisiera tener el 10% de su capacidad de enfrascarse en lecturas, aún hasta hoy).

-Si he podido con la U, puedo hacerlo con el Perú, ha dicho Jean Ferrari, administrador del equipo más popular del país, haciendo referencia al salvataje administrativo que ha efectuado de un club que estaba prácticamente quebrado, con una millonaria deuda, y poniendo en evidencia que alberga ya el bichito de la política en su seno. Su gran popularidad lo haría, sin duda, un candidato que podría dar la sorpresa. Está inscrito en Avanza País así que mucho ojo con él.

– A inicios de año, la Comisión de Dumping, Subsidios y eliminación de barreras comerciales no arancelarias del INDECOPI dispuso iniciar un procedimiento de investigación por presuntas prácticas de dumping en las exportaciones al Perú de alambrón de acero sin alear, de bajo y alto carbono, de sección y superficie lisa, y con determinadas dimensiones, originario de China. Mucho ojo con ceder a presiones de la competencia afectada y a trasiegos indebidos en el organismo regulador. Lo único que nos faltaría es que, sin pruebas suficientes y acreditadas, entremos en una guerra comercial con China, dado el impulso proteccionista de Donald Trump. Léase el informe que ha preparado Sudaca al respecto https://f.mtr.cool/oyirhpodjr.

Alberto Fujimori, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, disolvió el Congreso peruano, cerró el Poder Judicial y tomó poderes absolutos el 5 de abril de 1992, una medida que, vista desde la perspectiva de estos 33 años, resuena como un triste recuerdo de nuestro gusto latinoamericano por caudillos y soluciones autoritarias.

En el Perú de entonces, con el caos del terrorismo de Sendero Luminoso y la debacle económica heredada de Alan García, el autogolpe fue recibido por muchos con alivio, como si la democracia fuera un lujo prescindible, ante la urgencia de la supervivencia. Fujimori prometió orden y prosperidad, y por un tiempo pareció cumplir: la captura de Abimael Guzmán y la estabilización económica bajo un modelo liberalizador le otorgaron un aura de redentor. Pero la historia, como juez incansable, nos recuerda que no hay atajos hacia la nobleza.

La valoración, en el transcurso de estas tres décadas, es ambivalente pero igualmente sombría. Es cierto que Fujimori salvó a Perú de un abismo, pero también lo arrojó a otro, al abismo de la corrupción institucionalizada y la erosión de las libertades. Su régimen, aliado con Vladimiro Montesinos, tejió una red de sobornos, espionaje y violencia que distorsionó el alma misma del Estado. El grupo Colina, la corrupción institucional, y el saqueo de los fondos públicos no son costos incidentales de su gobierno, son el costo inevitable de su lógica autoritaria. La democracia es esa delicada obra del hombre que no puede esperar a un mesías que se crea por encima de ella.

Hoy, las cicatrices de esos años aún persiguen alPerú. La estabilidad económica vino a costa de enclaves corporativistas, y la siembra de desconfianza en las instituciones se refleja en nuestra persistente inestabilidad política. Fujimori es la encarnación de la paradoja de un hombre que fue tanto salvador como verdugo. La historia no lo exonera ni lo condena; pero sí lo revela como un reflejo de nuestras propias contradicciones, nuestra incapacidad para equilibrar libertad y progreso, que nos lleva al abrazo del autoritarismo.

La del estribo: como es habitual, viendo en desorden las series de televisión. Ya terminé de ver 1883, la precuela, estoy viendo la otra precuela, 1923, y acabo de empezar con la serie matriz Yellowstone. Una saga de Taylor Sheridan que nos ayuda a entender la psique de buena parte de los Estados Unidos.

 

Lo que ha sucedido con la fiscalía en el caso Cocteles es un desastre predecible, una prueba más de lo que muchos ya sabían y temían: nuestro sistema judicial se ha convertido en víctima de la sobrepolitización, de una plaga que socava el mismo ADN de la justicia.

La anulación del juicio oral por parte de la Corte Suprema no es un error procesal; es una señal clara de que las instituciones supuestamente encargadas de garantizar el orden y la equidad están al servicio de intereses ajenos al bien común. Como ha sucedido tantas veces en nuestra historia, la justicia se ha transformado en un juego de poder en el que los hilos invisibles de la política tiran de los destinos de los casos más relevantes, como si fueran marionetas.

Lo que está en juego no es solo el destino de un caso en particular, ni de los implicados en éste, sino la misma idea de justicia, que está siendo relegada cada vez más al trasfondo. La politización de la justicia no solo comete una barbaridad contra aquellos que dependen de la protección de la ley, sino que también amenaza el mismo núcleo de la democracia, ya que el principio de imparcialidad, que debería ser el fundamento de cualquier sistema judicial, se desvanece en un caldo impregnado de manipulación e intereses oscuros.

Y lo más triste es: al perder este juicio no solo perdemos un caso: perdemos años de esfuerzo, de una lucha por la verdad. Los fiscales ahora se enfrentan a un sistema que los abandona y el ciudadano común se encuentra una vez más desencantado, aplastado y convencido de que en el Perú, la justicia es solo un espejismo, una quimera que nunca se realiza.

Debemos preguntarnos si estamos listos para seguir permitiendo que la justicia ceda ante la voluntad de aquellos que, desde las sombras del poder, manejan los hilos de los destinos de todos nosotros.

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La política peruana, una vez más, está atrapada en la espiral de interpelaciones, que dejaron de ser un mecanismo de control y supervisión del poder para convertirse en un espectáculo vacío y estéril.

El Congreso, que debería ser el bastión de la democracia y la deliberación política, se ha convertido en un circo donde se ejerce todo, menos el interés común. Un Congreso, que es cómplice del gobierno en lo sustancial, quiere aparentar una distancia crítica que a nada bueno conduce porque es inocua.

El ping pong de las interpelaciones ministeriales -ya hay como seis ministros amenazados con ello y el Premier ya ha sido citado- evidencia una señal segura de degradación de la clase política, incapaz de asumir responsablemente la tarea que se les ha encomendado. En lugar de debatir y legislar para resolver los problemas de raíz que aquejan al país —con la pobreza, la corrupción o la inseguridad sobre la mesa—, el Congreso entró en una espiral de acusaciones, donde lo que importa no es el fondo, sino la exposición pública.

Esto no es meramente un asunto de ineficacia política; está en juego la propia salud del orden democrático. Estas interpelaciones difícilmente son un ejercicio de transparencia, sino más bien son espectáculos de estilo circense donde los problemas causados por el gobierno se exhiben como si tuvieran su propio reality show, y cualquier posible solución es solo humo y espejos, sin diálogo honesto. Es un espectáculo de gestos y represalias, en el que personas en un podio intentan llamar la atención, no por una visión o plan real, sino por sus bombas retóricas e interrogatorios que no logran tracción.

Lo más trágico es que el país, enterrado en la desigualdad y la alienación social, aún no recibe respuestas serias. Mientras los líderes políticos muestran una guerra de egos —los ciudadanos en las trincheras, y sin fe en sus instituciones— las perspectivas de un mejor mañana se desmoronan.

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La concurrencia de factores sociales y políticos en el ascenso de la izquierda marxista radical en el Perú no es solo ideológica. Tal ideología marxista, en sus versiones más extremas, ha tenido en la historia mundial un precio relativamente alto de descrédito, debido a fracasos en otras partes del mundo, pero lo que a menudo ha resonado con el electorado peruano es su capacidad para canalizar la frustración y el enojo hacia el orden establecido.

La izquierda radical ha logrado presentarse como la voz de los desposeídos, las personas que sienten que el sistema político y económico tradicional no ha logrado ofrecer oportunidades ni atender a sus necesidades. El pueblo peruano no es marxista, ni siquiera es mayoritariamente de izquierda, como ratifica la última encuesta del IEP, pero sí va contra el statu quo y alienta opciones de ese perfil, dentro de los que encajan las opciones marxistas señaladas.

El descontento aboga en favor de propuestas que, más allá de su contenido ideológico, se postulan como una ruptura con el statu quo, específicamente en el sur andino, donde las desigualdades sociales, la pobreza y el abandono estatal son más profundos. Es por eso que los líderes cuyo ascenso se debe, aunque sea poco acorde al marxismo, a la contextualización de una crisis en la legitimidad de las instituciones del país están volviéndose cada vez más populares.

Dentro de este contexto, la ideología marxista deja de ser una idea abstracta y se convierte en una herramienta de protesta social, un medio para aquellos actores hartos de las promesas vacías.

Los líderes de este movimiento no son vistos como ideólogos extremistas sino como representantes de una lucha popular contra un orden excesivamente centralizado percibido como ajeno y opresivo para las provincias. Entonces, más allá de su ideología, el peligro de este ascenso radica en la profundidad de un malestar colectivo que podría empujar al país por un callejón sin salida, poniendo en riesgo la democracia y la estabilidad institucional.

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Javier Milei y Donald Trump, dos figuras emblemáticas de la política de derecha contemporánea, están unidos por una retórica incendiaria y un populismo que resuena con amplios segmentos frustrados con los sistemas políticos tradicionales. Sus trayectorias, sin embargo, sus enfoques y estilos, presentan diferencias significativas que, en cierto modo, representan a sus respectivos países y los contextos políticos que los moldearon.

Milei, un economista de formación, es un defensor pronunciado y radical del liberalismo económico. Su retórica es de austeridad fiscal, reduciendo el tamaño del estado y oponiéndose a lo que él llama «socialismo» en las estructuras de poder. Su personalidad está impregnada de una retórica casi apocalíptica que promete la destrucción de estructuras políticas que considera corruptas e ineficaces, e imponiendo un orden más «liberal».

Este extremismo económico no llega solo: va acompañado de una defensa feroz de los valores tradicionales argentinos, especialmente en materia social, y ya le viene dando resultados importantes en lucha contra la inflación y reducción de la pobreza.

Trump, en contraste, no es ni economista ni teórico político, sino un empresario que entró en la escena política con un mensaje populista motivado por la superioridad nacionalista y el odio a la élite globalista. Aunque también recorta impuestos y es proteccionista, su enfoque económico es más pragmático y menos ideológico que el de Milei.

Trump no tiene tanto deseo de destruir el sistema como de reformarlo desde dentro: su «América Primero» rechaza el enfoque tradicional en política exterior, favoreciendo presuntamente a la clase trabajadora estadounidense (a la que la inflación ya existente se la está devorando).

Ambos tienen una crítica contundente de la izquierda y una especie de retórica incendiaria que trata el caos y la indignación como combustible para los motores políticos. Pero mientras Milei encarna una visión de austeridad y reforma económica general, Trump prospera en el nacionalismo y una crítica contundente del sistema político estadounidense.

Así, mientras Milei habla de una reconstrucción económica a través de la cruz de una liberalización dolorosa, Trump es un avatar de resurrección nacional arraigado en el proteccionismo y el orden. Milei es ultraliberal, Trump es ultraconservador. Ambos son iconos de la desilusión, pero ofrecen diferentes caminos hacia el futuro.

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Milei., Perú, Sudaca, Sudaka, Trump
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