Pie Derecho

¿Creen ustedes que el 90% de peruanos que estima que en el Perú gobiernan unos pocos en beneficio de ellos mismos, va a tender, naturalmente, a votar por un candidato del statu quo? Somos, en ese sentido el país de Latinoamérica con la peor percepción de equidad social y económica.

Tendría que surgir un candidato de derecha lo suficientemente disruptivo para lograr que esa percepción sea soslayada por otras razones. De lo contrario, la izquierda radical, que denuncia sistemáticamente el “régimen neoliberal”, se la llevará al galope.

El establishment peruano, sin embargo, en lugar de andar pensando en cómo presentar una opción electoral disidente del modelo, que lo modernice o reverdezca -mejor dicho-, se regodea en la urgencia de que el Congreso legisle para impedir que Antauro Humala pueda postular. Allí coloca todas sus expectativas creyendo que así resuelve el problema y que, ¡zas!, la gente va a votar por la centroderecha en automático, porque no le queda otra.

A quien escribe le parecen diez veces más potentes que Antauro como candidatos Guido Bellido o Guillermo Bermejo. Son más articulados y no tienen tantos anticuerpos como el etnocacerista. En una segunda vuelta, Keiko Fujimori le puede ganar a Antauro. Con Bellido o Bermejo pierde sin lugar a dudas.

La centroderecha no está midiendo a cabalidad el embalse de furia popular que despierta el statu quo, que ya no se centra solo en el sur andino sino en todo el país. Ni siquiera la inseguridad ciudadana, que debiera despertar simpatías por opciones derechistas de mano dura lo está haciendo, sumando más bien fuego al descontento general con el establishment en el que insertan a todo candidato de centro y de derecha.

No pinta bien el panorama electoral para el 2026. La coalición Ejecutivo-Legislativo ha corroído desde sus bases las opciones de centroderecha y va a ser muy difícil que un candidato surgido de ese lado del espectro ideológico rompa las resistencias que se le antepondrán. Tendrá que contratar a un genio del marketing para lograrlo.

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antauro, elecciones 2026

Una labor crucial de los medios de comunicación, sobre todo los masivos, es organizar debates programáticos sobre los principales problemas del país (inseguridad, crisis económica, corrupción, etc.) convocando a los partidos que aspiran a llegar al poder el 2026 a que expongan sus planes al respecto.

En lugar de dedicarse al pueril y banal juego de llevar candidatos a programas de espectáculos a que improvisen bailes o a hacer el ridículo cocinando, contando chistes, participando de concursos improcedentes, que los obliguen a debatir, con buena producción televisiva, un intercambio de contenidos sobre los temas mencionados.

¿Cómo va a reformar la policía, la Fiscalía y el Poder Judicial? ¿Cómo va a resolver la carencia de establecimientos penitenciarios? ¿De dónde va sacar la plata? ¿Piensa efectuar una purga policial, como se hizo en otros países? ¿El plan Bukele la parece adecuado? ¿Cómo combatir las economías ilegales? ¿Le parece adecuada la estructura de los serenazgos?

¿Qué piensa hacer con Petroperú y Sedapal? ¿Cómo piensa activar los proyectos mineros congelados por los conflictos sociales? ¿Evalúa una reforma tributaria que elimine tantas exoneraciones, por ejemplo a los casinos? ¿Cómo piensa reducir la informalidad laboral? ¿Tocará la trama de la regionalización y la distribución de recursos que conlleva?

Con un buen panel de periodistas, escenografía adecuada, formato ágil y periodístico, programas de ese tipo pueden pegar, inclusive, en el rating, y, sobre todo, aportarán a la cultura cívica del electorado, que se acercará a las urnas con un poco más de conciencia política.

El 2026 no puede repetirse la ruleta rusa que fueron las elecciones del 2021, donde al final, el peor de los candidatos, el más improvisado -como demostró luego en el poder- fue el que triunfó, con las consecuencias devastadoras que hasta hoy pagamos. Los medios de comunicación grandes tienen una grandísima cuota de responsabilidad en evitar que ello vuelva a suceder.

Que de una vez vayan desnudando la improvisación y no que esperen a última hora para desplegar campañas de demolición que terminan siendo inútiles cuando ya la ola ciudadana tomó cierto sentido a favor de un outsider radical.

¿Se imaginan lo que pasaría si el 2026 llega al poder un candidato ubicado en el lugar ideológico correcto, pero que no ha preparado un plan de gobierno detallado sobre lo que debe hacer frente al sinfín de problemas que aquejan al país? Pues los problemas se lo tragarán en pocas semanas, la desilusión campeará, la oposición se encabritará y volveremos a la crisis política permanente en la que estamos embarcados en los últimos lustros.

Yo, como elector, exigiré un plan rápido de acción frente a la inseguridad ciudadana, lo que incluye desde política policial, fiscal, judicial y penitenciaria; reclamaré por una política económica que inmediatamente rompa las cadenas de la sobrerregulación económica que han destazado el modelo económico de los 90 (lo que incluye el arreglo de la trabazón minera existente y el arreglo de la informalidad, sobre todo la minera y la laboral); demandaré un plan anticorrupción inmediato, que acabe con este mal que destruye toda política pública que se pretenda desplegar y junto con ello exigiré que se reforme el sistema de regionalización, cuna del mayor antro de inmoralidad del país, como son los gobiernos regionales y locales.

Y todo esto y mucho más, no de uno en uno, paulatinamente, sino a la vez, en simultáneo, con una maquinaria tecnocrática y política capaz de reformar al país desde su raíz.

Si no se hace así, estamos reventados. Por más correcta que sea la ubicación ideológica del candidato ganador, los gravísimos problemas que afronta el país lo absorberán y lo conducirán al marasmo o a la impotencia. Y de ello se aprovecharán los beneficiarios del statu quo (la clase política tradicional, las economías ilegales, las mafias económicas, etc.).

El Perú transita por una situación en la que su potencial es enorme, las condiciones externas son favorables, así que si se hacen las cosas bien, los resultados positivos no tardarán en hacerse sentir y fortalecer el plan de gobierno referido, con el consecuente apoyo popular, generando el círculo virtuoso que todo gobierno desea: buenas políticas públicas y respaldo ciudadano.

La del estribo: qué reconfortante y placentero releer los escritos periodísticos de Mario Vargas Llosa, compilados por Alfaguara. El país de las mil caras. Escritos sobre el Perú. Obra periodística II, es el título del libro en el que la buena prosa de nuestro Nóbel va acompañada de premonitoria lucidez sobre los grandes problemas nacionales.

¿Puede interpretarse la negativa del Congreso a la realización del viaje presidencial a Nueva York como un síntoma de que se inicia ya la temporada de alejamiento del Legislativo y sus principales partidos, respecto de un gobierno absolutamente impopular y cuya cercanía podría suponerle un costo político a los que aparezcan como sus aliados?

Parece prematura esa interpretación. Quizás, inclusive, ilusoria, porque todo indica, más bien, que la alianza Ejecutivo Legislativo no se va a romper nunca, hasta julio del 2026, y que lo más que podría haber es amagos de querella.

El statu quo le permite, por el contrario, a partidos como Fuerza Popular o Alianza para el Progreso ejercer poder ejecutivo sin sufrir los costos de hacerlo. Vemos cómo en las encuestas Keiko Fujimori aparece primera con una intención de voto cercana al 10% (muy similar a la del 2021), o sea, daño no le está produciendo ser el principal sostén legislativo de Dina Boluarte.

Si el Congreso, en un arranque de severidad -y seriedad- decidiera vacar a una presidenta incapaz, mediocre y comprometida ya con temas peliagudos en términos de ética personal, tendría que asumir las riendas de Palacio y allí sí se produciría una hecatombe social que los arrastraría al hoyo del descrédito mayúsculo.

Como queda claro, ni al Ejecutivo ni al Legislativo les importa un rábano la impopularidad de la que gozan, menos aún cuando el país se ciñe a una relativa paz social (ojo con la huelga general del Sutep convocada a partir del 21 de octubre, que podrá cambiar ese proscenio de relativa tranquilidad pública).

La negativa del viaje ha sido un accidente, un claro llamado de atención a la excesiva frivolidad presidencial, pero no pasará de eso. No es el inicio de una escalada de confrontación entre ambos poderes del Estado. Seguirán viviendo apapachados mientras las calles y la ciudadanía lo permitan. El infame pacto de intereses que identifica a la alianza de la plaza de Armas con la plaza Bolívar seguirá en pie hasta que el pueblo, por uno u otro detonante, lo permita.

Con la detención de Andrés Hurtado, Chibolín, su puesta a derecho, y su probable acogimiento a la colaboración eficaz, nos enteraremos una vez más de lo podrido que está el sistema institucional destinado justamente a combatir a la corrupción (policía, fiscales y jueces).

El caso Cuellos Blancos quedará corto si es verdad todo lo que se supone que se movía detrás de un operador mafioso camuflado bajo el disfraz de un animador de televisión dedicado a obras de bien social.

Y una vez más, tendremos que ponernos a revisar en detalle la urgencia de reformar un sistema corrupto desde la entraña, que amaña colaboraciones eficaces, disfraza resoluciones, persigue a adversarios políticos o mediáticos, abusa de su poder cuando le viene en gana, falsea documentos de intervención policial, manipula sentencias y demás.

Tendrá que ser una reforma bien diseñada, por supuesto, no el mamarracho parchado que ahora están perpetrando en el Congreso, pero de que debe hacerse no cabe duda alguna, lo que implica hacerlo desde la cabeza -la Junta Nacional de Justicia- hasta el juez o fiscal ubicado en la escala más baja.

Es verdad que se ha intentado muchas veces hacerlo, desde adentro y desde afuera, y todas han fracasado, pero ello, lejos de diluir la urgencia de hacerlo, acrecienta su perentoriedad. No es posible que vivamos en una democracia con un Estado de Derecho mediatizado, con policías corruptos, fiscales y jueces venales sin mayor preparación jurídica, pero con un poder gigantesco.

Hay muchos temas por exigir a los candidatos a la presidencia el 2026, desde la crisis económica, la inseguridad ciudadana y la lucha anticorrupción, pero dentro de esta última juega un rol crucial la reforma radical del sistema de justicia vigente. La supervivencia democrática futura depende de ello. El statu quo ya no da para más y lo ha probado hasta la saciedad con los desmadres judiciales que hemos apreciado en los últimos años.

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La presidenta Dina Boluarte ha querido estrenar un discurso populista a consecuencia de la negativa del Congreso a autorizarle un viaje a la Asamblea General de la ONU. Así, y no es la primera vez que lo hace, ha hablado de malos peruanos que se dedican a obstruir la marcha del gobierno.

Patético amago de populismo. El populismo era normalmente entendido por los liberales como cualquier plan heterodoxo en economía. Al final, ha predominado la visión de que es una fórmula política que busca crear una confrontación con una élite o un grupo social y lanza toda su artillería en contra de aquellos para galvanizar cierto apoyo popular.

Personalmente pienso que es necesaria una dosis de populismo en países como el Perú para que sea gobernable. Pero, obviamente, estamos hablando de gobiernos que quieren desplegar políticas de Estado confrontacionales o controversiales, no un viajecito a Nueva York, lo cual dice mucho de la diluida densidad política de nuestra primera mandataria.

Fujimori arremetió contra la partidocracia, Chávez contra la oligarquía venezolana, Milei lo hace contra la “casta” kirchnerista, Vizcarra lo hacía contra el fujiaprismo. ¿Contra quién combate Boluarte? Contra unos cuantos congresistas -porque la mayoría la apoya por alianzas non sanctas- que osaron negarle un permiso.

Boluarte no está emprendiendo ni una sola política pública que merezca fragor político. Lo suyo es la nada, la indolencia, la vacuidad absoluta. No tenemos gobierno y mucho menos un enemigo contra el que aquel deba arremeter.

Ya lo hemos dicho: después del de Castillo, éste es el peor gobierno que hemos tenido en los últimos lustros. Es incapaz de asumir responsabilidades mínimas de gobierno y se dedica a sobrevivir a cuenta de concesiones políticas pueriles a sus aliados principales, como Fuerza Popular y Alianza para el Progreso.

Confío en que no tarde la calle en reaccionar. Es de espanto la banalidad del gobierno y su impune soslayo de las preocupaciones esenciales de los ciudadanos de a pie: crisis económica, inseguridad y corrupción. Si no se pronuncia el activismo callejero, habremos sembrado un voto antisistema vigoroso para el 2026.

Ojalá el Congreso no reconsidere la votación que le negaba a la presidenta Boluarte el permiso para ausentarse del país para acudir a la Asamblea General de la ONU.

Demasiado viaje inútil en medio de una situación de absoluta ingobernabilidad nacional. Con el caso Petroperú arreglado desastrosamente, con incendios forestales que han arrasado y siguen haciéndolo con miles de hectáreas de bosques sin que el gobierno atine a nada, con la inseguridad ciudadana creciendo impunemente sin ningún control, con un Congreso desatado proponiendo leyes cada vez más antidemocráticas sin que el Ejecutivo imponga cierto criterio.

Dina Boluarte claramente no gobierna, pero el problema para ella es que está obligada constitucionalmente a hacerlo. No se puede escabullir de esa responsabilidad, como al parecer simbólicamente le representan psicológicamente estos viajes sin sentido.

Y está muy bien que el Congreso le ponga un alto a esa estancia vacacional permanente en la que parece hallarse la primera mandataria. Pocas veces se ha visto una gobernante tan frívola como la actual, carente de todo sentido de compromiso con los problemas nacionales confiada con que cuenta con el aval vergonzoso de bancadas como la de Fuerza Popular, a cambio de prebendas políticas.

Un “estáte quieto” a Palacio podría servir para enderezar la psique presidencial y a ver si se pone a pensar un poco más en las obligaciones que por su condición le corresponden y deja de vivir esta fiesta de inauguraciones irrelevantes y protocolos pomposos (los funerales de Alberto Fujimori parecieron diseñados para ella).

Nos va a costar muy caro esta indolencia presidencial. La furia popular sigue creciendo y si no explota socialmente lo va a hacer en el encuentro con las urnas, el 2026 o antes (si se alinean los astros de la protesta social y termina precozmente su mandato).

Los radicalismos desquiciados que ya vemos prodigarse, son hechura de la inutilidad gubernativa que sufrimos. Cada día que transitamos ese sendero, esos radicalismos se van engordando y asomándose con posibilidades electorales que luego lamentaremos, pero de los que no podremos sorprendernos.

Por supuesto que el populismo vende. Lo demostró Fujimori y más recientemente Vizcarra. Arremeter contra la partidocracia rinde frutos políticos que se manifiestan en índices de aprobación ciudadana muy altos (hasta ahora Vizcarra, a pesar de sus tramposerías infames, conserva márgenes de popularidad que ya quisieran tener sus adversarios).

Pero la otra clave del éxito ciudadano estriba en una política pública que en el Perú no puede ser soslayada, que es la microobra popular. Fujimori mantiene recordación en los sitios más alejados del país porque construyó colegios, postas, puso luz, agua, desague, hizo caminos rurales (que, como ha demostrado Richard Webb, cambiaron la faz económica de las zonas agrarias históricamente abandonadas).

Cualquier gobierno que asuma las riendas del país el 2026 va a requerir contar con altos márgenes de aprobación si no quiere ser desbordado por una situación legislativa adversa (es tal la fragmentación electoral que difícilmente algún partido va a conseguir mayoría legislativa).

Experiencias exitosas como la de Foncodes, la de los comedores populares, la de los caminos rurales, etc., deben ser replicadas a nivel nacional y ello supone operadores políticos afiatados y conocedores de las necesidades locales (como lo era Absalón Vásquez para Fujimori). Eso no se improvisa y no pasa por regalar fondos -como hace Dina Boluarte- a los corruptos gobiernos regionales y locales.

Fujimori tuvo un plan específico que acompañaba la estrategia macroeconómica y la pacificación nacional. Sus visitas permanentes a las zonas donde estrenaba esas pequeñas obras a años luz de las megaobras, pero grandiosas para los poblados que las recibían, le han permitido conservar hasta ahora una memoria popular agradecida y en su momento un respaldo político masivo en los sectores más marginados de la sociedad.

La coyuntura del 2026 en adelante va a ser muy difícil porque el descrédito del establishment político es brutal y va a afectar al gobierno que asuma el poder desde el primer día. Si no acompaña la gestión de una narrativa anti statu quo con un despliegue extraordinario de recursos en este tramado de microobras populares, su futuro político se asoma sombrío.

Una de las tantas razones que explican el éxito en la gestión administrativa del fujimorismo de los 90, fue la convocatoria por parte de Alberto Fujimori de operadores políticos, capaces de cruzar transversalmente las divisiones normativas del Estado peruano, entonces mil veces más endiablado que el de hoy.

Así, contó con un tándem de operadores de primer nivel: Santiago Fujimori, encargado de la convocatoria de cuadros tecnocráticos, Jaime Yoshiyama de las reformas económicas, y Absalón Vásquez de la microobra popular y el populismo asistencial.

De otra manera hubiera sido imposible derrotar al Estado elefantiásico heredado de los 80, que ni Belaunde ni García se atrevieron a desmontar de la herencia militar. No se movía un alfiler del Estado sin veinte cartas selladas. Sin estos operadores, que movilizaban recursos logísticos, que cruzaban transversalmente el Estado y además tenían cuadros trabajando a nivel del Congreso, gran parte de las reformas o actos de gobierno positivos de los 90 hubieran sido imposibles de llevarse a cabo.

Lamentablemente, Fujimori se dejó llevar de las narices por Montesinos y terminaron todos ellos apartados de mala manera del ejercicio gubernativo en el segundo mandato de Fujimori y allí se halla una de las tantas razones de la parálisis reformista de ese segundo lustro.

Pero a lo que íbamos. Hoy también se va a necesitar que quien gobierne el país, del 2026 en adelante, cuente con operadores semejantes. El Estado intervencionista y empresario de los 80 ya no existe más, pero desde el gobierno de Ollanta Humala, el modelo de libre mercado consagrado en la Constitución del 93 ha ido poco a poco desmontándose, llegándose hoy a una situación de sobrerregulación que traba de manera superlativa el flujo de inversiones privadas.

Y a ello se le suma el empeoramiento de un mal proceso de regionalización emprendido con Toledo y que ha construido una trama corrupta e intervencionista que coadyuva, aún más, a la ralentización del crecimiento económico. Estos poderes regionales, que no existían en los 90, deberán sumarse a la red de influencia que los operadores políticos deberán añadir a su cartera de poderes a ser gestionados.

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