Pie Derecho

En el Perú de hoy, la centroderecha es algo así como un fantasma: está ahí, pero no está presente. Su silencio, su timidez, su miedo casi patológico a participar públicamente la hace irrelevante.

Con muy pocas excepciones, sus miembros tienden a susurrar entre bambalinas en lugar de pronunciarse con declaraciones públicas firmes. Y aún así, deben saber que, en política, el silencio es rendirse.

Frente a una extrema derecha que ha monopolizado el lenguaje de la indignación y una izquierda radical para quien la protesta se aproxima a una forma de arte, ahí está, impotente: la centroderecha, callada, calculadora. Esa moderación tibia y sin pasión no despierta.

El público no anhela esfinges que respeten códigos discretos de conducta privada; anhela líderes que puedan encontrar las coordenadas éticas de la vida pública, incluso desde un punto de vista centrista. Se puede ser un centrista con la pasión de un radical, defendiendo los valores liberales mientras otros proclaman las utopías poco prácticas que tienen en mente.

La centroderecha peruana resulta ser un drama más moral que estratégico. Es el miedo al riesgo, al debate, a la impopularidad transitoria que es el precio a pagar por defender la democracia liberal en una época de populismo demagógico.

Pero aquellos que no están dispuestos a luchar por esa visión del mundo al final serán avasallados por las visiones de otros. Si no se deshace de este perfil bajo, de su moderación política, la centroderecha terminará devorada, primero por el extremismo conservador que promete orden a toda costa, y luego por el populismo de izquierda que promete redención sin sacrificio.

En un país que necesita volverse más sensato,pero también más valiente, la centroderecha debería resurgir como una opción disruptiva: de valores firmes, soluciones creativas, comunicación audaz. Ya no basta con tener la razón; hay que saber defender la propia verdad en el foro público, empuñar palabras vivas, un espíritu combativo.

Lo que el Perú no necesita es otro silencio cómplice; necesita voces valientes que, bien posicionadas desde el centro, arriesguen el presente.

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Centro derecha peruana, Sudaca, Sudaka

[PIE DERECHO] El rechazo del Congreso al viaje de la presidenta Dina Boluarte para asistir al funeral del papa Francisco —una acción simbólica y diplomática, pero no una cuestión de urgencia nacional— fue una rara, pero saludable muestra de sensibilidad en la vida política de un país acostumbrado durante mucho tiempo a la pretensión vacía y el ritual.

No es que el Perú no deba rendir homenaje a Francisco: ¿quién no respeta al Sumo Pontífice, venerado por millones?; pero hoy más que nunca debemos decir que nuestro país está ardiendo en una crisis de seguridad y descrédito institucional que requiere que la más alta autoridad esté completamente presente en nuestra tierra.

Es grotesco, tal vez incluso patético, que mientras sicarios siembran el terror en calles que ya no son de ciudadanos sino de bandas criminales; mientras el Estado retrocede con marchas incansables mediante el avance del narcotráfico y la extorsión, la presidenta haya insistido en hacer un viaje que responde más a un impulso protocolar —y a la vanidad de estrechar manos entre jefes de gobierno durante funerales de Estado— que a una necesidad efectiva de representación.

Ningún gesto traiciona la frivolidad palaciega tanto como esta solicitud de una escapada disfrazada de diplomacia.

Las condiciones en el panorama político peruano son históricamente propicias para la comedia, la mascarada y el autoengaño institucional. Pero nunca, tal vez, ha sido tan necesario arrancarles su oropel, su pose, su inercia cortesana. La realidad de la situación necesita un presidente que gobierne, no que desfile. Que lidere con seguridad desde Palacio, no utilizando el cargo como excusa para turismo diplomático.

Debemos poner fin a este sinsentido vertiginoso, no por crueldad o cálculo político miserable, sino porque el país está sangrando. Que la muerte del Papa sea una ocasión para considerar la importancia de un liderazgo sobrio y comprometido, un liderazgo que se dirija al aquí y al ahora. Porque el Perú no necesita hoy un presidente que rinda honores desde lejos, sino uno que ordene acá, en medio de su patria desolada.

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El Vaticano, Papa Francisco

[OPINIÓN] Según la última encuesta de Ipsos, el 37% de los votantes peruanos hoy elegiría a Pedro Castillo como senador y el 15% a Antauro Humala, dos figuras extremadamente desafortunadas que, ahora más que nunca, exponen esa parte de la sociedad que no ha aprendido nada a lo largo del camino.

Este impulso no surge solo de la ignorancia ni emerge de una memoria histórica corta, aunque esto es un deporte nacional. Es el cóctel tóxico de desesperación y agravio social, y un sentido vacío de justicia, un cóctel envenenado que destruye por completo el sentido común de la democracia.

Pedro Castillo fue un presidente signado por una total ineptitud y desdén por los valores más inalienables de la vida republicana. Gobernó como un bandido, como si el Estado fuera un botín. El hecho de que una gran parte del electorado actual lo perciba al menos con indulgencia advierte de una peligrosa disposición a ignorar la evidencia en la búsqueda de un espejismo populista.

Antauro Humala, en contraste, no es solo un soldado envejecido con creencias repugnantes y un pasado violento. Es la historia de un ideólogo del resentimiento, un príncipe despiadado que ha sabido bailar con la ira de las facciones pobres y marginadas que saben —y en algunos casos creen con razón— que la república nunca fue realmente suya. Su radicalismo es una especie de reaccionarismo desesperado, la última defensa de personas que no creen en nada ni en nadie excepto a través de la destrucción de un sistema.

El apoyo a estas figuras no es una aberración; es un síntoma. Hay que entenderlo así. La democracia peruana ha decaído hasta convertirse en algo tan poco atractivo, que el autoritarismo y la demagogia parecen magnéticos para muchos. Es un espejo en el que una nación consideraría sus extremos como sus salvavidas, en la cual los fantasmas del pasado se convierten en opciones de futuro.

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antauro, Castillo, la democracia peruana, Sudaca, Sudaka

Las tendencias emergentes en la encuesta más reciente de Ipsos — Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y, de forma algo sorprendente, el comediante Carlos Álvarez — son síntomas de lo que la sociedad peruana sufre más que de otra cosa: miedo. La inseguridad ha sangrado en las calles, en los hogares y ha trastornado la vida cotidiana de millones.

Cualquiera que haya intentado asegurar algo en un entorno turbulento sabe que la gente anhela estabilidad, aun cuando el orden no tiene por qué tomar la forma de autoritarismo, populismo de derecha, demagogia digna de una caricatura. Pero un votante tan desencantado quiere redención y la descubre —incorrectamente— entre quienes prometen una mano dura.

El Perú no es el primer país seducido por el autoritarismo al borde del abismo. A un nivel más profundo, esta preferencia no es una posición ideológica, sino una desesperación crónica.

La democracia se ha convertido en una palabra sin sentido, y a los ojos de la mayoría el término significa una situación de corrupción, mala gestión y promesas incumplidas que se extienden por décadas. En este mundo polarizado, estos candidatos, avatares de una derecha a veces estridente, a veces mesiánica, resuenan profundamente entre un pueblo que ahora cree en poco más que en sí mismo.

Pero hay un hecho que cambia el panorama: muchos votantes indecisos. Esta masa todavía está silenciosa y caótica, aún no ha hablado y tiene una memoria peligrosa: la actitud antisistema. En el sentido general, es solo aventurerismo destructivo consistente con lo que ya conocíamos —y sufrimos— cuando Pedro Castillo estaba en el poder.

La izquierda puede estar preparada para recuperar terreno con una contraofensiva agresiva, y hordas de votantes indecisos inclinándose una vez más hacia alguna encarnación del siglo XXI de un mesías pantanoso de izquierda o, peor, un gran oportunista sin verdaderas creencias dispuesto a arrojar todo por el proverbial desagüe (baste mencionar que un 37% de peruanos -según la propia Ipsos- votaría por Castillo si postulase al Senado).

Estamos en las garras de un repugnante interregno. Atrapado entre una derecha radical y un populismo antisistema, el Perú está listo para repetir su propia historia una vez más.

O reconstituimos una alternativa legítima, liberal y progresista en el mejor sentido del término, o la barbarie tomará el control de nuevo, con una biblia o con una hoz y un martillo, como tantas veces antes.

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encuestas elecciones 2026, Sudaca, Sudaka

La historia de la sucesión del papa Francisco es un misterio que, como en todos los grandes dramas eclesiásticos, tiene dimensiones históricas. De alguna manera, Jorge Mario Bergoglio ha sido un papa poco probable: un jesuita con el corazón de un franciscano, un reformador, pero no un hereje, intentando sacar a la Iglesia de la burocracia legal sin despojarla de su arquitectura milenaria.

Su sucesor no será elegido por un proceso burocrático, sino mediante un concurso simbólico por el alma de la iglesia.

Pero si seguimos las tendencias del mundo —un mundo que parece sumergirse aún más profundamente en trincheras ideológicas, nacionalismos resentidos y religiosidad autoritaria— podríamos concluir que el próximo papa provendrá del ala conservadora del Colegio Cardenalicio. No sería una sorpresa si algo así ocurriese, que algún cardenal africano o clérigo de Europa del Este, inmerso en una clase de dureza teológica y una visión más militante del cristianismo, tomara posesión del asiento de Pedro.

La Iglesia podría ir por ese camino también, como parte de un movimiento general hacia la derecha, un miedo a la libertad, un temor a las diferencias culturales, un miedo a la autoexpresión, aunque empaquetado con orden.

¿Qué significaría ese cambio? Un papa moviendo el diálogo con las otras religiones a una ritualización estéril de los muertos y a un fariseo barniz lleno de protocolo, dejando de lado a quienes causan fricción, y llevando a la Iglesia de vuelta a una identidad cerrada.

Esa sería una Iglesia como fortaleza, no como hospital de campaña. El resultado probable sería un aumento de los fieles más tradicionalistas… y tal vez una decepción irreversible para millones que vieron en ella un soplo de aire fresco.

La ironía es casi literaria: una Iglesia incapaz de cambiar corre el riesgo de perder su mañana. Pero ninguna institución es tan impredecible como el Vaticano. Entre el púrpura y la oración, entre la política vaticana y el misterio de la fe, todo y cualquier cosa es posible.

O, en una ficción que rivalizaría con las mejores novelas, tal vez sea el próximo papa una figura inesperada, introduciendo un nuevo giro en esta antigua historia de salvación, autoridad y vulnerabilidad humana.

Nombrar al inefable exministro del Interior, Juan José Santiváñez, como jefe de la Oficina General de Monitoreo Intergubernamental, es una decisión política absurda, que roza lo tragicómico. Revela el nivel de degradación institucional que es responsable de la corrosión del Perú.

Este nombramiento no sólo es un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, sino que también socava aún más la autoridad ya desgastada del primer ministro, Gustavo Adrianzén, quien hasta ahora había ocupado un puesto de tecnocratismo racional almidonado.

¿Qué experiencia podría tener Santiváñez para un trabajo tan sensible y estratégico como articular niveles de gobierno? ¿No es ese un trabajo que cae bajo el ámbito de la PCM y está directamente debajo del primer ministro? La mera existencia de esta oficina muestra la lógica clientelista del poder político más que una preocupación real por la gestión del Estado. En un entorno donde el diálogo, la coordinación y la visión estratégica son cruciales, designar a Santiváñez para tal oficina es como poner a un pirómano a cargo de un bosque.

Y esta decisión demuestra que el gobierno no tiene reparos en sacrificar su propia credibilidad en el altar de la política. Adrianzén, quien caminaba una línea fina entre la politiquería y la tecnocracia, ahora sufre las consecuencias de una sombra que lo acecha. No se puede simplemente decir que «el cargo es técnico», cuando el personaje ha mostrado una torpeza desalentadora frente al desafío más acuciante que enfrenta el país en este momento: el crimen.

El Perú no necesita más oficinas ni más burócratas manipuladores de papeles. Necesita una reforma profunda, honestidad y valentía. Y con cada uno de estos nombramientos, nos alejamos aún más de la República con la que soñamos. Duele que en un país que tuvo otras páginas memorables de valentía y decencia, los ineptos sean recompensados como si fueran merecedores de honores.

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Dina Boluarte, santivañez

Donald Trump, con sus maniobras vulgares e implacables, enfrenta a América Latina contra Estados Unidos y China, como si los destinos de nuestras naciones fueran piezas en un tablero de ajedrez movidas por imperios. Esta brutal simplificación no es nueva: su linaje proviene de una lectura maniquea de la existencia, en la que sólo existen dos polos y la autonomía de la voluntad no existe. Pero el Perú y otros países de la región ya están cansados de tales disparates resultantes de modas mentales de seguir ciegamente dictados externos. No se puede seguir cerrando los ojos a su derecho —y deber— de soberanía.

El Perú no puede, y no debe, infectarse de esta lógica de la Guerra Fría, disfrazada con adornos del siglo XXI. No tendría sentido ni sería útil imaginar un alineamiento incondicional a un poder que hoy nos acaricia y mañana nos azota, o a otro que nos seduce con capital y grandes obras,pero sin transparencia ni reglas claras. Es inteligente, casi seguro, involucrarse en las mareas de las corrientes globales, ver el panorama mundial tal como es y nunca soltar el timón. El Perú debería buscar una posición de cierta equidistancia estratégica, fomentando relaciones comerciales y diplomáticas con ambos, pero evitando ser un peón de ninguno.

Esto no es sólo sobre la economía, sino sobre la dignidad. La historia latinoamericana tiene momentos en los que se hipotecó el futuro a cambio del espejismo de un patrocinio generoso. Trump quiere volver al pasado con la nostalgia imperial de unos Estados Unidos menos dominantes de lo que fueron antes. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces: la voz del país es una opción, y los países pueden optar por ejercer su voz si así lo desean. Necesitamos claridad, no servilismo; valor, no miedo.

Es precisamente en esta libertad de elección independiente —no contaminada por el chantaje geopolítico o la ingenuidad— donde se hace una república madura. No es, para el Perú, una elección entre China y Estados Unidos, sino una elección entre ser un país que flota con la corriente o, como su nombre sugiere, uno cuyo veredicto traza su propio curso. Eso —no la falsa dicotomía de Trump— es lo que realmente cuenta.

La del estribo: muy recomendable la miniserie Adolescencia, de cuatro capítulos. Grabada con plano secuencia, que involucra al espectador, narra los avatares de las nuevas generaciones a partir de un crimen cometido por un joven que inicialmente niega el hecho. Para los adultos es un descubrimiento de los códigos bajo los que se mueven las nuevas generaciones. Va por Netflix.

En el juicio contra Ollanta Humala y Nadine Heredia, no solo se ha cometido un atropello contra la justicia, sino también contra la inteligencia. Un veredicto cuya endeblez conceptual asombra y cuya base probatoria se disipa como una voluta de humo en el viento ha sido emitido con la solemnidad de quien piensa que el poder de la toga compensa la debilidad del argumento.

Cabe señalar que en este proceso, lo que realmente ha salido a la luz es el estado general de alarmante erosión del estado de derecho, que, en el Perú, donde la justicia sigue siendo manipulada por intereses políticos, aún no hemos liberado de sus antiguas servidumbres.

Condenarlos por lavado de dinero cuando nunca han probado con evidencia clara e irrefutable la ilegalidad de los recursos recibidos para su campaña es, no para llamarlo exceso, sino abuso. La financiación política —opaca por naturaleza y carente de transparencia— es sin duda una mala práctica que envenena la democracia, pero confundir una irregularidad administrativa o deficiencia ética con un delito penal difumina las fronteras de la ley y constituye una puerta de entrada para politizar el poder judicial.

Este fallo no es simplemente una lección de justicia; es venganza disfrazada de imparcialidad. Y lo más preocupante es el precedente que establece: condenas en ausencia de pruebas irrefutables, castigos por conductas sin culpabilidad demostrada y el esfuerzo de suplantar el debido proceso por la opinión pública —construida por titulares y prejuicios.

Si este veredicto se sostiene, no solo dañará a dos personas (con todos sus errores y actos de corrupción, ciertamente), sino que las instituciones democráticas del Perú quedarán aún más maltrechas de lo que estaban antes. No podemos seguir viviendo en un mundo en el que los tribunales sean trincheras en las que las guerras políticas se libran bajo la cobertura legal.

Para salvar algo del espíritu republicano, es urgente que la justicia vuelva a ser lo que debe ser: ciega, ciertamente, pero ni sorda ni muda a la razón.

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Antonina Alarcón cubas, nadine Heredia, Ollanta Humala
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