En el atronador espectáculo del capitalismo corporativista, dos gigantes se enfrentan en el ojo de la tormenta: el magnate neoyorquino Donald Trump, y el visionario rompedor de reglas de Silicon Valley, Elon Musk, en una batalla que es verdaderamente épica, aunque no sin su lado teatral, para moldear el alma de un país caído cuyo discurso está consumido por la rapiña mercantilista.
A primera vista, parece un choque de egos gigantescos, pero, al final del día, es en realidad un duelo antiguo: el mercantilismo oligárquico que utiliza al Estado como instrumento, contra el anarcocapitalismo tecnófilo, ansioso por reemplazarlo.
Trump representa el orden obsoleto de pandillas económicas: la oligarquía que coloniza la maquinaria pública para defender privilegios bajo un disfraz patriótico. Su retórica, una mezcla de populismo nacionalista y anhelo por un pasado idealizado, está diseñada para proteger los intereses de antiguas fortunas.
Musk, en contraste, es capital sin hogar ni bandera, el tipo fetichizado en salas de chat, que se considera revolucionario mientras aplasta sindicatos, pisotea normas y sueña con colonias en Marte donde ningún burócrata pueda tocarlo.
Cada uno tiene una reverencia pueril por el dinero, pero en método y horizonte no son iguales. Trump necesita al Estado como ariete y escudo para su clase; Musk necesita un mundo sin Estado donde los algoritmos de sus empresas sean la ley.
No es de extrañar, entonces, que se detesten el uno al otro con solo una cortesía apenas disimulada, picándose mutuamente en las redes sociales como dos emperadores romanos condenados a convivir.
Más allá de los nombres, esto también representa una encrucijada para el liberalismo estadounidense: ya sea que se reinvente creando un régimen que limite el poder económico concentrado, o que caiga, sin luchar, en el abismo vertiginoso de una plutocracia tras el velo de la libertad.
El enfrentamiento entre Trump y Musk no es una parábola; es un cuento con advertencia.