Pie Derecho

La historia de la sucesión del papa Francisco es un misterio que, como en todos los grandes dramas eclesiásticos, tiene dimensiones históricas. De alguna manera, Jorge Mario Bergoglio ha sido un papa poco probable: un jesuita con el corazón de un franciscano, un reformador, pero no un hereje, intentando sacar a la Iglesia de la burocracia legal sin despojarla de su arquitectura milenaria.

Su sucesor no será elegido por un proceso burocrático, sino mediante un concurso simbólico por el alma de la iglesia.

Pero si seguimos las tendencias del mundo —un mundo que parece sumergirse aún más profundamente en trincheras ideológicas, nacionalismos resentidos y religiosidad autoritaria— podríamos concluir que el próximo papa provendrá del ala conservadora del Colegio Cardenalicio. No sería una sorpresa si algo así ocurriese, que algún cardenal africano o clérigo de Europa del Este, inmerso en una clase de dureza teológica y una visión más militante del cristianismo, tomara posesión del asiento de Pedro.

La Iglesia podría ir por ese camino también, como parte de un movimiento general hacia la derecha, un miedo a la libertad, un temor a las diferencias culturales, un miedo a la autoexpresión, aunque empaquetado con orden.

¿Qué significaría ese cambio? Un papa moviendo el diálogo con las otras religiones a una ritualización estéril de los muertos y a un fariseo barniz lleno de protocolo, dejando de lado a quienes causan fricción, y llevando a la Iglesia de vuelta a una identidad cerrada.

Esa sería una Iglesia como fortaleza, no como hospital de campaña. El resultado probable sería un aumento de los fieles más tradicionalistas… y tal vez una decepción irreversible para millones que vieron en ella un soplo de aire fresco.

La ironía es casi literaria: una Iglesia incapaz de cambiar corre el riesgo de perder su mañana. Pero ninguna institución es tan impredecible como el Vaticano. Entre el púrpura y la oración, entre la política vaticana y el misterio de la fe, todo y cualquier cosa es posible.

O, en una ficción que rivalizaría con las mejores novelas, tal vez sea el próximo papa una figura inesperada, introduciendo un nuevo giro en esta antigua historia de salvación, autoridad y vulnerabilidad humana.

Nombrar al inefable exministro del Interior, Juan José Santiváñez, como jefe de la Oficina General de Monitoreo Intergubernamental, es una decisión política absurda, que roza lo tragicómico. Revela el nivel de degradación institucional que es responsable de la corrosión del Perú.

Este nombramiento no sólo es un insulto a la inteligencia de los ciudadanos, sino que también socava aún más la autoridad ya desgastada del primer ministro, Gustavo Adrianzén, quien hasta ahora había ocupado un puesto de tecnocratismo racional almidonado.

¿Qué experiencia podría tener Santiváñez para un trabajo tan sensible y estratégico como articular niveles de gobierno? ¿No es ese un trabajo que cae bajo el ámbito de la PCM y está directamente debajo del primer ministro? La mera existencia de esta oficina muestra la lógica clientelista del poder político más que una preocupación real por la gestión del Estado. En un entorno donde el diálogo, la coordinación y la visión estratégica son cruciales, designar a Santiváñez para tal oficina es como poner a un pirómano a cargo de un bosque.

Y esta decisión demuestra que el gobierno no tiene reparos en sacrificar su propia credibilidad en el altar de la política. Adrianzén, quien caminaba una línea fina entre la politiquería y la tecnocracia, ahora sufre las consecuencias de una sombra que lo acecha. No se puede simplemente decir que «el cargo es técnico», cuando el personaje ha mostrado una torpeza desalentadora frente al desafío más acuciante que enfrenta el país en este momento: el crimen.

El Perú no necesita más oficinas ni más burócratas manipuladores de papeles. Necesita una reforma profunda, honestidad y valentía. Y con cada uno de estos nombramientos, nos alejamos aún más de la República con la que soñamos. Duele que en un país que tuvo otras páginas memorables de valentía y decencia, los ineptos sean recompensados como si fueran merecedores de honores.

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Dina Boluarte, santivañez

Donald Trump, con sus maniobras vulgares e implacables, enfrenta a América Latina contra Estados Unidos y China, como si los destinos de nuestras naciones fueran piezas en un tablero de ajedrez movidas por imperios. Esta brutal simplificación no es nueva: su linaje proviene de una lectura maniquea de la existencia, en la que sólo existen dos polos y la autonomía de la voluntad no existe. Pero el Perú y otros países de la región ya están cansados de tales disparates resultantes de modas mentales de seguir ciegamente dictados externos. No se puede seguir cerrando los ojos a su derecho —y deber— de soberanía.

El Perú no puede, y no debe, infectarse de esta lógica de la Guerra Fría, disfrazada con adornos del siglo XXI. No tendría sentido ni sería útil imaginar un alineamiento incondicional a un poder que hoy nos acaricia y mañana nos azota, o a otro que nos seduce con capital y grandes obras,pero sin transparencia ni reglas claras. Es inteligente, casi seguro, involucrarse en las mareas de las corrientes globales, ver el panorama mundial tal como es y nunca soltar el timón. El Perú debería buscar una posición de cierta equidistancia estratégica, fomentando relaciones comerciales y diplomáticas con ambos, pero evitando ser un peón de ninguno.

Esto no es sólo sobre la economía, sino sobre la dignidad. La historia latinoamericana tiene momentos en los que se hipotecó el futuro a cambio del espejismo de un patrocinio generoso. Trump quiere volver al pasado con la nostalgia imperial de unos Estados Unidos menos dominantes de lo que fueron antes. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces: la voz del país es una opción, y los países pueden optar por ejercer su voz si así lo desean. Necesitamos claridad, no servilismo; valor, no miedo.

Es precisamente en esta libertad de elección independiente —no contaminada por el chantaje geopolítico o la ingenuidad— donde se hace una república madura. No es, para el Perú, una elección entre China y Estados Unidos, sino una elección entre ser un país que flota con la corriente o, como su nombre sugiere, uno cuyo veredicto traza su propio curso. Eso —no la falsa dicotomía de Trump— es lo que realmente cuenta.

La del estribo: muy recomendable la miniserie Adolescencia, de cuatro capítulos. Grabada con plano secuencia, que involucra al espectador, narra los avatares de las nuevas generaciones a partir de un crimen cometido por un joven que inicialmente niega el hecho. Para los adultos es un descubrimiento de los códigos bajo los que se mueven las nuevas generaciones. Va por Netflix.

En el juicio contra Ollanta Humala y Nadine Heredia, no solo se ha cometido un atropello contra la justicia, sino también contra la inteligencia. Un veredicto cuya endeblez conceptual asombra y cuya base probatoria se disipa como una voluta de humo en el viento ha sido emitido con la solemnidad de quien piensa que el poder de la toga compensa la debilidad del argumento.

Cabe señalar que en este proceso, lo que realmente ha salido a la luz es el estado general de alarmante erosión del estado de derecho, que, en el Perú, donde la justicia sigue siendo manipulada por intereses políticos, aún no hemos liberado de sus antiguas servidumbres.

Condenarlos por lavado de dinero cuando nunca han probado con evidencia clara e irrefutable la ilegalidad de los recursos recibidos para su campaña es, no para llamarlo exceso, sino abuso. La financiación política —opaca por naturaleza y carente de transparencia— es sin duda una mala práctica que envenena la democracia, pero confundir una irregularidad administrativa o deficiencia ética con un delito penal difumina las fronteras de la ley y constituye una puerta de entrada para politizar el poder judicial.

Este fallo no es simplemente una lección de justicia; es venganza disfrazada de imparcialidad. Y lo más preocupante es el precedente que establece: condenas en ausencia de pruebas irrefutables, castigos por conductas sin culpabilidad demostrada y el esfuerzo de suplantar el debido proceso por la opinión pública —construida por titulares y prejuicios.

Si este veredicto se sostiene, no solo dañará a dos personas (con todos sus errores y actos de corrupción, ciertamente), sino que las instituciones democráticas del Perú quedarán aún más maltrechas de lo que estaban antes. No podemos seguir viviendo en un mundo en el que los tribunales sean trincheras en las que las guerras políticas se libran bajo la cobertura legal.

Para salvar algo del espíritu republicano, es urgente que la justicia vuelva a ser lo que debe ser: ciega, ciertamente, pero ni sorda ni muda a la razón.

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Antonina Alarcón cubas, nadine Heredia, Ollanta Humala

Uno de esos gigantes que pueblan las civilizaciones con palabras, que imponen sentido al caos histórico del mundo con palabras y razón, se ha ido. Uno cuya estatura intelectual y moral deja una valla muy alta, pero a la vez una referencia que nos resulta imperativa.

Mario Vargas Llosa, novelista, ensayista, incansable polemista, ha muerto —aunque decirlo es, en su caso, relativo— porque su obra es actual, enérgica y controvertida. Vive.

Fue un soldado constante en la guerra contra el fanatismo, el autoritarismo y la estupidez de los dogmas. Los resistió con un credo simple pero abrumador: la libertad. La defendió en libros, en periódicos, desde tribunas y hasta en la arena política, donde su intervención, aunque fallida, fue memorable.

Para Vargas Llosa, el escritor tenía que intervenir en la historia. Poseedor de una universalidad que abarcaba de la narrativa a la crítica literaria y al ensayo político, su obra, no obstante, siempre estaba centrada, sobre todo, en un punto fijo, obstinado, ineludible: el Perú.

Un país que amaba con ira, ternura, sobriedad, dolor. El Perú fue su paraíso perdido y su infierno cotidiano, su complicación más rica. Lo relató, lo disecó, lo desaprobó, lo reinterpretó.

Y así Vargas Llosa muere y el Perú se siente un poco más solo, un poco más huérfano de iluminación y audacia. Pero también está escrito por su vida: como una promesa no realizada.

Nos lega el ejemplo del escritor total, del intelectual comprometido, del ciudadano libre, del incansable obrero de la creación siendo, sobre todo, su legado el de la enseñanza ilimitada de no sucumbir a la tiranía del silencio o el decreto.

Es nuestro deber, los lectores, sus herederos, asumir ese concurso solitario pero glorioso. Incluso muerto, sigue hablando. Solo se tiene que abrir cualquiera de sus libros para escucharle. Nos ha dejado un admirable peruano y será recordado como tal.

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Mario Vargas Llosa

En la obra de teatro de la política internacional, pocos jugadores son tan barrocos y provocan tanta ansiedad como Donald Trump. El presidente se pavonea por el escenario geopolítico como un Quijote sin misión, atacando verbalmente molinos de viento que solo él ve como amenazas.

Su política comercial no responde a una doctrina coherente sino que opera como un péndulo errático, oscilando de un polo de nacionalismo estridente a otro de lealtad interesada con los sectores industriales.

Hoy dice que impondrá aranceles a China; mañana dice que podría lograr un “gran trato”. A la mañana siguiente es una rabieta sobre México, o Alemania, o Canadá, como si el comercio internacional fuera un mercadillo donde uno pudiera regatear ferozmente y siempre salir ganando. Esta forma de hacer política —más adecuada para un caudillo tropical que para un estadista occidental— ha hecho que los mercados comprensiblemente se tambaleen.

No es solo retórica: cuando la nación que tiene la moneda de reserva mundial amenaza con debilitar el marco comercial que ayudó a crear, el vértigo político es inmediato y las consecuencias potencialmente desastrosas.

Entonces, ¿puede él, con su imprevisibilidad, desencadenar una recesión mundial? La respuesta no es un ‘sí’ categórico o ‘no’, sino un ‘no lo sé’. No porque sea un genio maquiavélico, sino porque es un actor de pura cepa, sin guion ni restricciones, sin el concepto de cálculo o brújula. La economía global —una trama de mecanismos forjada a través de décadas de interdependencias— no responde bien a golpes brutales, y menos a las amenazas a las reglas del juego.

Las guerras comerciales son actos de autodañocolectivo —nadie gana en ellas. Todo lo que se necesita para que una desaceleración se convierta en crisis es una escalada arancelaria, una ruptura en el flujo comercial entre las principales potencias del mundo. Y el peligroso botón del proteccionismo siempre está cerca del dedo deDonald Trump.

Esa trivialidad mortal, esa banalidad con delirios de grandeza, es exactamente por qué Trump es una amenaza no solo para todos los que se le oponen, sino también para el mundo.

La del estribo: en lo que promete ser un buen año teatral en La Plaza, ya se anuncia para el 29 de abril -hasta el 25 de mayo- la obra Mi madre se comió mi corazón, escrita y dirigida por K´intuGaliano y protagonizada por Vania Accinelli. Entradas en Joinnus.

La proliferación de partidos políticos en el Perú, con no menos de 41 registrados y la posibilidad de más, no es un síntoma de una diversidad ideológica liberal o saludable, sino de la descomposición de nuestra vida política. ¿Cómo explicar este afán por los caminos separados de —después de todo— tantos partidos que básicamente piensan igual? La respuesta no se encuentra en las ideas, sino en los intereses.

En democracias maduras, los partidos tienden a representar corrientes filosóficas o visiones completas del Estado; aquí en el Perú, son vehículos de ambición personal o familiar, creados no con el propósito de servir al país sino de agarrar bloques de poder. Se trata menos del papel del Estado en la economía, la justicia social o la libertad individual: se trata de quién obtiene qué. En esta visión, construir coaliciones demanda sacrificio de sus miembros: ocupar menos espacio, elevar más líderes, doblar la voluntad individual en un propósito mayor que cualquier persona. Y para la gente que ve la política como un botín, esto es ilegítimo.

Y esta es la razón por la cual las coaliciones son malas. Están llenas de traiciones, acuerdos en oscuridad, con «repartijas». En el Perú, no hay una coalición de ideas: solo un matrimonio de conveniencia entre personas que ni siquiera pretenden gustarse entre ellas y que mañana volverán a apuñalarse por la espalda.

El resultado final es una fragmentación estéril: partidos sin miembros, sin doctrina, sin historia, pero con un logo y un líder en espera. Se termina cayendo así en la improvisación, el populismo y la mediocridad.

Más triste aún, el ciudadano medio, repelido por este grotesco circo nacional, decide ya sea abstenerse o emitir un voto de protesta. Y así el ciclo de la fatalidad continúa: partidos que no representan a nadie, dirigidos por un pueblo que ya no cree en nada. Y contra esto, una solución idealista en el mejor de los casos. Pero para eso necesitaríamos algo más raro que los propios partidos: decencia.

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Partidos políticos, Sudaca, Sudaka

La casi nula respuesta del pueblo ante un gobierno con menos del tres por ciento de respaldo y anteun congreso cuyo descrédito roza lo universal es una señal alarmante e iluminadora del profundo desencanto que devora al Perú. Aparte de marchas esporádicas como la de ayer por parte de trabajadores del transporte y otros, la gente guarda silencio. El 97% que se opone al statu quo realmente no lo está demostrando.

¿Cómo podemos entender a un país tan dispuesto a levantarse en una rebelión apasionada contra regímenes autoritarios y cleptocráticos, pero que parece casi en coma ante el grotesco espectáculo de la decadencia institucional?

Gran parte de la respuesta tiene que ver con la informalidad (no solo económica), que es también moral y cívica. El Perú ha soportado décadas de un estado ausente o venal, y en ese abandono ha aprendido a desconfiar de toda autoridad, viendo la política como un pantano donde no crece nada más que el cinismo. Permanecen en silencio, porque no abrazan nada. ¿Cuál es el punto de salir a marchar cuando sabemos —y no sin razón— que algunos deben hundirse para que otros, que no son ni mejores ni peores, puedan navegar?

La visión más extraña y casi darwiniana sobre la supervivencia también está presente: cada uno aferrándose a su pequeña economía, al día a día que no les permite levantar la cabeza. La protesta es un lujo para algunos, para aquellos que venden en el mercado, para aquellos que tienen que conducir un taxi, para aquellos que cuidan a los niños sin ayuda estatal. La ira, que no se manifiesta en el ámbito político, la alimentamos en silencio.

Y luego también incide la posibilidad embriagadora de futuras elecciones. El discurso ha engendrado una dinámica de «votar» como el camino hacia una «solución», solo con caras de una generación diferente pero los mismos temas. Los ciudadanos se retiran, esperando un milagro que no llegará. Pero no hay que engañarse: el silencio no es paz. Es solo un síntoma de una erupción inminente.

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Sudaca, Sudaka
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