Pie Derecho

Uno de esos gigantes que pueblan las civilizaciones con palabras, que imponen sentido al caos histórico del mundo con palabras y razón, se ha ido. Uno cuya estatura intelectual y moral deja una valla muy alta, pero a la vez una referencia que nos resulta imperativa.

Mario Vargas Llosa, novelista, ensayista, incansable polemista, ha muerto —aunque decirlo es, en su caso, relativo— porque su obra es actual, enérgica y controvertida. Vive.

Fue un soldado constante en la guerra contra el fanatismo, el autoritarismo y la estupidez de los dogmas. Los resistió con un credo simple pero abrumador: la libertad. La defendió en libros, en periódicos, desde tribunas y hasta en la arena política, donde su intervención, aunque fallida, fue memorable.

Para Vargas Llosa, el escritor tenía que intervenir en la historia. Poseedor de una universalidad que abarcaba de la narrativa a la crítica literaria y al ensayo político, su obra, no obstante, siempre estaba centrada, sobre todo, en un punto fijo, obstinado, ineludible: el Perú.

Un país que amaba con ira, ternura, sobriedad, dolor. El Perú fue su paraíso perdido y su infierno cotidiano, su complicación más rica. Lo relató, lo disecó, lo desaprobó, lo reinterpretó.

Y así Vargas Llosa muere y el Perú se siente un poco más solo, un poco más huérfano de iluminación y audacia. Pero también está escrito por su vida: como una promesa no realizada.

Nos lega el ejemplo del escritor total, del intelectual comprometido, del ciudadano libre, del incansable obrero de la creación siendo, sobre todo, su legado el de la enseñanza ilimitada de no sucumbir a la tiranía del silencio o el decreto.

Es nuestro deber, los lectores, sus herederos, asumir ese concurso solitario pero glorioso. Incluso muerto, sigue hablando. Solo se tiene que abrir cualquiera de sus libros para escucharle. Nos ha dejado un admirable peruano y será recordado como tal.

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Mario Vargas Llosa

En la obra de teatro de la política internacional, pocos jugadores son tan barrocos y provocan tanta ansiedad como Donald Trump. El presidente se pavonea por el escenario geopolítico como un Quijote sin misión, atacando verbalmente molinos de viento que solo él ve como amenazas.

Su política comercial no responde a una doctrina coherente sino que opera como un péndulo errático, oscilando de un polo de nacionalismo estridente a otro de lealtad interesada con los sectores industriales.

Hoy dice que impondrá aranceles a China; mañana dice que podría lograr un “gran trato”. A la mañana siguiente es una rabieta sobre México, o Alemania, o Canadá, como si el comercio internacional fuera un mercadillo donde uno pudiera regatear ferozmente y siempre salir ganando. Esta forma de hacer política —más adecuada para un caudillo tropical que para un estadista occidental— ha hecho que los mercados comprensiblemente se tambaleen.

No es solo retórica: cuando la nación que tiene la moneda de reserva mundial amenaza con debilitar el marco comercial que ayudó a crear, el vértigo político es inmediato y las consecuencias potencialmente desastrosas.

Entonces, ¿puede él, con su imprevisibilidad, desencadenar una recesión mundial? La respuesta no es un ‘sí’ categórico o ‘no’, sino un ‘no lo sé’. No porque sea un genio maquiavélico, sino porque es un actor de pura cepa, sin guion ni restricciones, sin el concepto de cálculo o brújula. La economía global —una trama de mecanismos forjada a través de décadas de interdependencias— no responde bien a golpes brutales, y menos a las amenazas a las reglas del juego.

Las guerras comerciales son actos de autodañocolectivo —nadie gana en ellas. Todo lo que se necesita para que una desaceleración se convierta en crisis es una escalada arancelaria, una ruptura en el flujo comercial entre las principales potencias del mundo. Y el peligroso botón del proteccionismo siempre está cerca del dedo deDonald Trump.

Esa trivialidad mortal, esa banalidad con delirios de grandeza, es exactamente por qué Trump es una amenaza no solo para todos los que se le oponen, sino también para el mundo.

La del estribo: en lo que promete ser un buen año teatral en La Plaza, ya se anuncia para el 29 de abril -hasta el 25 de mayo- la obra Mi madre se comió mi corazón, escrita y dirigida por K´intuGaliano y protagonizada por Vania Accinelli. Entradas en Joinnus.

La proliferación de partidos políticos en el Perú, con no menos de 41 registrados y la posibilidad de más, no es un síntoma de una diversidad ideológica liberal o saludable, sino de la descomposición de nuestra vida política. ¿Cómo explicar este afán por los caminos separados de —después de todo— tantos partidos que básicamente piensan igual? La respuesta no se encuentra en las ideas, sino en los intereses.

En democracias maduras, los partidos tienden a representar corrientes filosóficas o visiones completas del Estado; aquí en el Perú, son vehículos de ambición personal o familiar, creados no con el propósito de servir al país sino de agarrar bloques de poder. Se trata menos del papel del Estado en la economía, la justicia social o la libertad individual: se trata de quién obtiene qué. En esta visión, construir coaliciones demanda sacrificio de sus miembros: ocupar menos espacio, elevar más líderes, doblar la voluntad individual en un propósito mayor que cualquier persona. Y para la gente que ve la política como un botín, esto es ilegítimo.

Y esta es la razón por la cual las coaliciones son malas. Están llenas de traiciones, acuerdos en oscuridad, con «repartijas». En el Perú, no hay una coalición de ideas: solo un matrimonio de conveniencia entre personas que ni siquiera pretenden gustarse entre ellas y que mañana volverán a apuñalarse por la espalda.

El resultado final es una fragmentación estéril: partidos sin miembros, sin doctrina, sin historia, pero con un logo y un líder en espera. Se termina cayendo así en la improvisación, el populismo y la mediocridad.

Más triste aún, el ciudadano medio, repelido por este grotesco circo nacional, decide ya sea abstenerse o emitir un voto de protesta. Y así el ciclo de la fatalidad continúa: partidos que no representan a nadie, dirigidos por un pueblo que ya no cree en nada. Y contra esto, una solución idealista en el mejor de los casos. Pero para eso necesitaríamos algo más raro que los propios partidos: decencia.

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Partidos políticos, Sudaca, Sudaka

La casi nula respuesta del pueblo ante un gobierno con menos del tres por ciento de respaldo y anteun congreso cuyo descrédito roza lo universal es una señal alarmante e iluminadora del profundo desencanto que devora al Perú. Aparte de marchas esporádicas como la de ayer por parte de trabajadores del transporte y otros, la gente guarda silencio. El 97% que se opone al statu quo realmente no lo está demostrando.

¿Cómo podemos entender a un país tan dispuesto a levantarse en una rebelión apasionada contra regímenes autoritarios y cleptocráticos, pero que parece casi en coma ante el grotesco espectáculo de la decadencia institucional?

Gran parte de la respuesta tiene que ver con la informalidad (no solo económica), que es también moral y cívica. El Perú ha soportado décadas de un estado ausente o venal, y en ese abandono ha aprendido a desconfiar de toda autoridad, viendo la política como un pantano donde no crece nada más que el cinismo. Permanecen en silencio, porque no abrazan nada. ¿Cuál es el punto de salir a marchar cuando sabemos —y no sin razón— que algunos deben hundirse para que otros, que no son ni mejores ni peores, puedan navegar?

La visión más extraña y casi darwiniana sobre la supervivencia también está presente: cada uno aferrándose a su pequeña economía, al día a día que no les permite levantar la cabeza. La protesta es un lujo para algunos, para aquellos que venden en el mercado, para aquellos que tienen que conducir un taxi, para aquellos que cuidan a los niños sin ayuda estatal. La ira, que no se manifiesta en el ámbito político, la alimentamos en silencio.

Y luego también incide la posibilidad embriagadora de futuras elecciones. El discurso ha engendrado una dinámica de «votar» como el camino hacia una «solución», solo con caras de una generación diferente pero los mismos temas. Los ciudadanos se retiran, esperando un milagro que no llegará. Pero no hay que engañarse: el silencio no es paz. Es solo un síntoma de una erupción inminente.

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Sudaca, Sudaka

Mario Vargas Llosa es, sin lugar a dudas, una de las figuras más brillantes que el Perú ha dado al mundo en su historia republicana. Tan colorida como sus novelas, su vida ha estado definida por la búsqueda de la libertad, la inteligencia crítica y una feroz lealtad al trabajo arduo. Retirado y con 89 años recién cumplidos, la forma en que su legado intelectual y moral no solo se mantiene intacto, sino que se fortalece con el tiempo, amplía aún más el alcance de lo que ha logrado, como esas creaciones monumentales que muestran el tamaño de su contribución solo a lo largo de los años.

No es solo el Premio Nobel —que, en 2010, coronó una carrera literaria brillante— o los innumerables premios que ha recibido durante décadas en todo el mundo. Es la consistencia ética que sustenta su valentía cívica, una defensa inquebrantable de la democracia liberal, lo que lo convierte en un punto de referencia indispensable en momentos de confusión y mediocridad. No hay en él un cálculo oportunista, ninguna gran concesión al populismo: hay una fe inquebrantable en las instituciones, en la cultura como fundamento de la libertad, en el poder redentor de la literatura.

Desde «La ciudad y los perros» hasta «Tiempos recios», ha escrito como pocos sobre los impulsos humanos, la violencia, el deseo, la ambición, la política y la traición. Pero, además, ha sido capaz de reflexionar sobre el Perú con claridad, angustia y amor, enfrentando prejuicios y deconstruyendo mitos con una pluma afilada y un juicio libre. Incluso cuando sus posiciones políticas fueron controvertidas, no se le puede acusar de timidez o inconsistencia.

Y hoy, no queda más que rendir homenaje. Porque en Mario Vargas Llosa vive no solo el escritor genial, sino también el ciudadano modelo, el hombre que nunca perdió la fe en que el Perú podría ser un país mejor. Ese sueño, tan desafiante como vital, podría ser su mayor regalo.

El proteccionismo de Donald Trump —símbolo de un pensamiento económico que ve al mundo no como un potencial encuentro de intereses complementarios, sino como una arena donde vencer a otros es lo que más cuenta— nos lleva, sin eufemismos, al precipicio de la locura. Si el presidente sube los aranceles a China con el sombrío celo de alguien convencido de que bajar a los demás es el camino para elevarse a sí mismo, revive antiguos enemigos del nacionalismo económico, enemigos que una vez desencadenaron crisis devastadoras.

China, por supuesto, responde. ¿Cómo no iba a hacerlo? Lo hace no solo por orgullo, sino porque el mundo del nuevo orden global —conseguido arduamente durante décadas de interdependencia y cadenas de valor transnacionales— con sus vastas fronteras, no tolera rendiciones unilaterales. La guerra comercial no trae prosperidad, sino que instala incertidumbre, contracción del comercio, aumento de los precios de insumos y, lo más importante, siembra las semillas de una recesión global.

La Reserva Federal, ese guardián siempre vigilante que ha visto esta película antes, comienza a escuchar el zumbido de la inflación. Los precios aumentarán, la inversión disminuirá, y el consumo se contraerá. Los economistas, incluso los más austeros de ellos, esta vez son más audibles: enfrentaremos una tormenta perfecta si el mundo no cambia el rumbo en el que está.

El proteccionismo trumpista —más idea que interés, más instinto que intelectualismo— está teñido con la marca de la traición a la comunión liberal que sustentó la prosperidad de Occidente. Es un abrazo al tribalismo económico que desconfía de los forasteros, se cierra a la conversación, ve cada importación como una amenaza, cada tratado como una rendición. Es, después de todo, una negación del mundo moderno.

¿A dónde nos lleva todo esto? A un retroceso de la civilización. A un período de muros, no solo del tipo físico sino mental, donde la cooperación será percibida como debilidad y la confrontación como virtud. Y en ese mundo, recordando las oscuras décadas del siglo XX, no hay ganadores. Solo ruinas. Solo humo. Solo historia, que no aprende sus lecciones, repitiéndose como una farsa

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Sudaca, Sudaka, Trump

Lo que es fascinante —y profundamente revelador— sobre el fenómeno de Martín Vizcarra es la evidencia de que, en el Perú, la memoria política es corta, pero la repulsión hacia la clase gobernante es tan persistente como una enfermedad sistémica.

En un país donde el descrédito de los partidos tradicionales ha alcanzado proporciones épicas, Vizcarra se presenta, a pesar de sus propias sombras, como una figura que se convirtió, aunque solo fuera por un momento, en «uno de nosotros», alguien que encarnó una ilusión: la del moralista outsider enfrentando un aparato de poder corrupto.

Es cierto que su gobierno fue mediocre y caótico; la gestión de la pandemia osciló entre la improvisación y el populismo sanitario, y su disolución del Congreso fue ampliamente celebrada por una gran parte de la ciudadanía, aunque, sin embargo, declarada inconstitucional. Para complicar aún más las cosas, hay serias acusaciones de corrupción que en otro contexto habrían sido suficientes para enterrarlo políticamente.

Pero no en el Perú. Porque aquí, en esta tierra apestada de política, un corrupto suena menos aterrador que una mafia.

Vizcarra, con todas sus peripecias, su discurso antipolítico y su enfrentamiento directo con el Congreso, hizo algo que pocos candidatos solo pueden soñar: ser enemigo del sistema. Y en un país donde el sistema se ve como una máquina insaciable de saqueo y cinismo, eso es más que suficiente para lanzar a un hombre al podio de aspirantes presidenciales (por más inhabilitado que esté, le quedan recursos jurídicos internacionales que lo podrían traer de vuelta).

La lección es clara para cualquiera que espere postularse el 2026: se trata menos de lo que puedas proponer que de lo que puedas oponerte. La respuesta no está en los planes de gobierno, sino en las luchas simbólicas. Asaltar el tinglado del poder actual no es una estrategia retórica; para muchos, es una cruzada moral. El pueblo peruano ya no vota por esperanza, sino por venganza. Y en esta coreografía de resentimientos, quien pueda encarnar esa insatisfacción más eficazmente, incluso si tiene algunas cuentas pendientes con la justicia, tendrá opciones genuinas de llegar al poder.

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Sudaca, Sudaka, Vizcarra

-Si Martín Vizcarra pudiera presentarse a las elecciones, por lo menos pasaría a la segunda vuelta. ¿Por qué ocurre ese fenómeno en alguien con serias denuncias de corrupción, con un manejo pésimo de la pandemia y con una disolución del Congreso finalmente declarada inconstitucional? La razón me parece muy sencilla y puede servirle de referencia a los candidatos del 2026: Vizcarra se enfrentó a la partidocracia frontalmente y la gente odia al elenco estable de la política peruana. Si alguien quiere destacar en la jornada electoral venidera sería bueno que vaya enfilando sus baterías contra el establishment que hoy conforma la alianza Ejecutivo-Congreso, que simbolizan Dina Boluarte, Keiko Fujimori y César Acuña.

-¿Qué admiro de Mario Vargas Llosa, a propósito de sus 89 años recién cumplidos? Varios atributos: su incondicional vocación por decir lo que piensa, sin tapujos y sin que importe el lugar común arraigado, su compromiso irreductible con las libertades, su pródiga dedicación a muchas causas simultáneas, pero, sobre todo, su inmensa voluntad de trabajo (ya quisiera tener el 10% de su capacidad de enfrascarse en lecturas, aún hasta hoy).

-Si he podido con la U, puedo hacerlo con el Perú, ha dicho Jean Ferrari, administrador del equipo más popular del país, haciendo referencia al salvataje administrativo que ha efectuado de un club que estaba prácticamente quebrado, con una millonaria deuda, y poniendo en evidencia que alberga ya el bichito de la política en su seno. Su gran popularidad lo haría, sin duda, un candidato que podría dar la sorpresa. Está inscrito en Avanza País así que mucho ojo con él.

– A inicios de año, la Comisión de Dumping, Subsidios y eliminación de barreras comerciales no arancelarias del INDECOPI dispuso iniciar un procedimiento de investigación por presuntas prácticas de dumping en las exportaciones al Perú de alambrón de acero sin alear, de bajo y alto carbono, de sección y superficie lisa, y con determinadas dimensiones, originario de China. Mucho ojo con ceder a presiones de la competencia afectada y a trasiegos indebidos en el organismo regulador. Lo único que nos faltaría es que, sin pruebas suficientes y acreditadas, entremos en una guerra comercial con China, dado el impulso proteccionista de Donald Trump. Léase el informe que ha preparado Sudaca al respecto https://f.mtr.cool/oyirhpodjr.

Alberto Fujimori, con el apoyo de las Fuerzas Armadas, disolvió el Congreso peruano, cerró el Poder Judicial y tomó poderes absolutos el 5 de abril de 1992, una medida que, vista desde la perspectiva de estos 33 años, resuena como un triste recuerdo de nuestro gusto latinoamericano por caudillos y soluciones autoritarias.

En el Perú de entonces, con el caos del terrorismo de Sendero Luminoso y la debacle económica heredada de Alan García, el autogolpe fue recibido por muchos con alivio, como si la democracia fuera un lujo prescindible, ante la urgencia de la supervivencia. Fujimori prometió orden y prosperidad, y por un tiempo pareció cumplir: la captura de Abimael Guzmán y la estabilización económica bajo un modelo liberalizador le otorgaron un aura de redentor. Pero la historia, como juez incansable, nos recuerda que no hay atajos hacia la nobleza.

La valoración, en el transcurso de estas tres décadas, es ambivalente pero igualmente sombría. Es cierto que Fujimori salvó a Perú de un abismo, pero también lo arrojó a otro, al abismo de la corrupción institucionalizada y la erosión de las libertades. Su régimen, aliado con Vladimiro Montesinos, tejió una red de sobornos, espionaje y violencia que distorsionó el alma misma del Estado. El grupo Colina, la corrupción institucional, y el saqueo de los fondos públicos no son costos incidentales de su gobierno, son el costo inevitable de su lógica autoritaria. La democracia es esa delicada obra del hombre que no puede esperar a un mesías que se crea por encima de ella.

Hoy, las cicatrices de esos años aún persiguen alPerú. La estabilidad económica vino a costa de enclaves corporativistas, y la siembra de desconfianza en las instituciones se refleja en nuestra persistente inestabilidad política. Fujimori es la encarnación de la paradoja de un hombre que fue tanto salvador como verdugo. La historia no lo exonera ni lo condena; pero sí lo revela como un reflejo de nuestras propias contradicciones, nuestra incapacidad para equilibrar libertad y progreso, que nos lleva al abrazo del autoritarismo.

La del estribo: como es habitual, viendo en desorden las series de televisión. Ya terminé de ver 1883, la precuela, estoy viendo la otra precuela, 1923, y acabo de empezar con la serie matriz Yellowstone. Una saga de Taylor Sheridan que nos ayuda a entender la psique de buena parte de los Estados Unidos.

 

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