Pie Derecho

La centroderecha liberal, que anteriormente era el último refugio de la sensatez en medio del populismo y la fanfarronería y la regla de la muchedumbre, ahora se encuentra en pedazos, comprometida por la infantilidad de sus vanidades y la cobardía de sus vacilaciones.

Mientras la derecha bruta y achorada avanza con confianza, vociferando eslóganes primitivos, movilizando el miedo, anhelando dictaduras y odiando todo lo que huela a pluralismo o modernidad, los corderos liberales, incapaces de formular una fórmula común, se encuentran estancados en sus disputas mutuas.

Las encuestas lo gritan unánimemente: el extremo no es popular por sí mismo, sino debido a la falta de una alternativa. Es el vacío el que crea los monstruos. Esa mayoría silenciosa que, en otros momentos, habría buscado refugio en una alternativa razonable y democrática está siendo llevada —en algunos casos, apremiada; en otros, arrastrada— a proyectos autoritarios que priorizan el orden sobre la libertad.

No hay excusa posible. Las vanidades personales, viejos resentimientos o incluso pequeñas discrepancias ideológicas no son pretexto para este naufragio colectivo. La tibieza no es eximida por la historia. Los liberales necesitan unirse o resignarse a expresar su consternación mientras el país es nuevamente entregado al hechizo de los líderes.

Esta irresponsabilidad terminará costándonos caro: en derechos, en instituciones, en convivencia. La centroderecha liberal no puede jugar a las escondidas y debe asumir su deber histórico. No queda más tiempo. El destino de Perú depende en gran medida de que recupere el coraje y la visión que ahora le falta. Pues, si no puede salvarnos de la barbarie, ¿para qué sirve?

 

En política, como en la vida, hay decisiones que se pagan caro. El reciente voto de confianza otorgado por el fujimorismo al gabinete de Eduardo Arana —un primer ministro anodino al servicio de una presidenta ilegítima— es uno de esos actos que sellan con fuego la memoria del electorado. ¿Qué puede haber motivado semejante acto de suicidio político? ¿El afán desesperado de no perder cuotas de poder en un régimen que se desmorona? ¿La compulsión histórica del fujimorismo por abrazar el autoritarismo cuando el país más necesita decencia y claridad?

Keiko Fujimori, la eterna candidata, puede que logre el 2026, como en anteriores elecciones, pasar a segunda vuelta. Pero el costo será nuevamente el mismo: el rechazo visceral de una mayoría que la percibe —con razón— como garante del continuismo, de la impunidad y del oportunismo más vil. Apoyar a Dina Boluarte es respaldar un gobierno cuya legitimidad no proviene de las urnas sino de un pacto tácito con el Congreso más desprestigiado de nuestra historia republicana.

Lo más patético es que el fujimorismo parece no aprender. Cree que la historia se repite como en los noventa, cuando bastaba el miedo al caos para mantener el control. Pero el Perú ha cambiado. La calle, esa fuerza que derribó presidentes y desafió al poder con dignidad, no olvida. Y si algo castiga con vehemencia es la traición.

El fujimorismo, al votar la confianza, no salvó a Boluarte. Se hundió con ella. Selló un nuevo pacto con la impopularidad, y quizás —ojalá— con la irrelevancia histórica. Porque el país no necesita más cinismo ni más caudillos reciclados. Necesita, con urgencia, moral, visión y coraje. Todo lo que el fujimorismo, una vez más, ha decidido abandonar.

 

Con su torpeza habitual, el Congreso de la República ha dado su primer voto de aprobación a una ley -la 7549/2023-CR- que —si el decoro no lo impide— se unirá a la triste galería de la infamia: amnistía para soldados, policías y miembros de grupos de autodefensa que combatieron el terrorismo entre 1980 y 2000. La justificación: “reconciliación nacional”. El objetivo real: impunidad.

¿Puede la democracia ofrecer amnistía por los crímenes que la mancharon? ¿Puede una república soportar que personas que, vistiendo su uniforme, estuvieron detrás de masacres, desapariciones forzadas, tortura, violación sistemática de los derechos humanos, queden impunes sin juicio? Lo que incluso el más esclerótico fujimorismo no se atreve a decir —que la barbarie era necesaria— lo ha aprobado con votos y cinismo.

Esto no significa que no hubiera heroísmo en la lucha contra Sendero Luminoso. Hubo. Pero también hubo horrores cometidos en nombre del orden —horrores que deben ser investigados, juzgados y castigados, no simplemente borrados con un acto grotesco de amnistía.

No llamaremos acto de justicia a esta ley, sí un retroceso en el progreso de la civilización. Es la legalidad del olvido, el olvido forzado de las mentiras y el triunfo de la violencia mucho después de que la ley fue pisoteada hasta la muerte. ¿Qué tienen que pensar los deudos de Accomarca, La Cantuta o Santa? ¿Daño colateral deseable por una causa moralmente justificada?

Un perdón que no es precedido por la verdad y que no involucra justicia es como escupir sobre las tumbas. Consagra la supremacía de los fusiles sobre la ley. Y, sobre todo, es una ofensa a esa democracia por la cual tanto se sacrificaron muchos en los días más oscuros del Perú.

Después no aleguen ignorancia. No se sorprendan si los juicios internacionales regresan para acecharnos con lo que intentamos enterrar bajo las leyes. La memoria, después de todo, no está, como la política, en venta a través de un trasiego de votos.

 

[PIE DERECHO] En la historia del Perú republicano, ha habido pocas injusticias tan notables como lo que le está sucediendo a Pedro Pablo Kuczynski. No se trata de beatificarlo o absolverlo de todos los pecados, ya que es perfectamente aceptable —e incluso necesario— enjuiciarlo por cargos de corrupción que supuestamente ocurrieron durante su mandato. Lo que es ilegítimo es aplastar el debido proceso, manipular la Fiscalía y convertir al Estado en una máquina de venganza.

Un expresidente, cercano a los noventa años, con problemas de salud, preparándose para abordar un avión hacia Estados Unidos, es interceptado por algunos agentes que blandían una alerta migratoria de dudosa procedencia legal. El pretexto: riesgo de fuga. La realidad: operación mediática ordenada desde las alturas del poder político para alimentar una opinión pública hambrienta de cabezas.

La orden era así de simple: deshonrar, humillar y exhibirlo como un trofeo. El juego no solo era sucio, el gobierno no era solamente un espectador sino un cómplice, como lo ha admitido, por propia confesión punible, el premier Eduardo Arana. Los poderes no estaban separados allí y el sistema judicial no era independiente, solo actuaba como el perrito faldero obediente del patrón político.

Y, por tanto, la democracia —esa frágil institución por la que tanto hemos trabajado para dar vida— volverá a mancharse, no por dictadores uniformados, sino por demócratas frágiles con togas y decretos como garrotes. En los últimos decenios, en nombre de la justicia, se han cometido abusos que solo pueden llamarse de una forma: arbitrariedad. Y cuando el Estado ya no es capaz de trazar una línea entre el castigo y la venganza, se han dado los primeros pasos por el camino del autoritarismo.

 

En el atronador espectáculo del capitalismo corporativista, dos gigantes se enfrentan en el ojo de la tormenta: el magnate neoyorquino Donald Trump, y el visionario rompedor de reglas de Silicon Valley, Elon Musk, en una batalla que es verdaderamente épica, aunque no sin su lado teatral, para moldear el alma de un país caído cuyo discurso está consumido por la rapiña mercantilista.

A primera vista, parece un choque de egos gigantescos, pero, al final del día, es en realidad un duelo antiguo: el mercantilismo oligárquico que utiliza al Estado como instrumento, contra el anarcocapitalismo tecnófilo, ansioso por reemplazarlo.

Trump representa el orden obsoleto de pandillas económicas: la oligarquía que coloniza la maquinaria pública para defender privilegios bajo un disfraz patriótico. Su retórica, una mezcla de populismo nacionalista y anhelo por un pasado idealizado, está diseñada para proteger los intereses de antiguas fortunas.

Musk, en contraste, es capital sin hogar ni bandera, el tipo fetichizado en salas de chat, que se considera revolucionario mientras aplasta sindicatos, pisotea normas y sueña con colonias en Marte donde ningún burócrata pueda tocarlo.

Cada uno tiene una reverencia pueril por el dinero, pero en método y horizonte no son iguales. Trump necesita al Estado como ariete y escudo para su clase; Musk necesita un mundo sin Estado donde los algoritmos de sus empresas sean la ley.

No es de extrañar, entonces, que se detesten el uno al otro con solo una cortesía apenas disimulada, picándose mutuamente en las redes sociales como dos emperadores romanos condenados a convivir.

Más allá de los nombres, esto también representa una encrucijada para el liberalismo estadounidense: ya sea que se reinvente creando un régimen que limite el poder económico concentrado, o que caiga, sin luchar, en el abismo vertiginoso de una plutocracia tras el velo de la libertad.

El enfrentamiento entre Trump y Musk no es una parábola; es un cuento con advertencia.

 

En tanto una reciente votación de la Comisión de Fiscalización del Congreso ha referido nuevamente el tema de la vacancia presidencial, es menester reiterar que ello no debe verse como un capricho político, sino como una urgencia moral y republicana. La primera mandataria es un obstáculo peligroso para la democracia peruana embarcada, como está, en un afán exclusivo de aferrarse al poder.

Su mandato no representa la moderación ni la estabilidad; es la voz de la abdicación de toda ética pública. Debido a su ascenso indebido, a través de una sucesión que fue formal pero no contó con reconocimiento popular, ha gobernado mostrando desprecio por el pueblo, con una dosis de cinismo e indiferencia que recuerda fuertemente a lo peor del autoritarismo latinoamericano.

Su endeble talante moral ha quedado al descubierto en escándalos como el de los relojes de lujo o, antes, con la militarización de protestas legítimas. Más dañino aún, su gobierno ha sido instrumental para el deterioro de las instituciones: ha coexistido con una clase política criminal y egoísta, reproduciendo una lógica de convivencia en lugar de transformación. No guía; se aferra.

Pero el problema más serio es lo que alimenta: el radicalismo. Mientras se atrinchera en Palacio, afuera crece el resentimiento, la desconexión con la democracia se agranda y los mesías del autoritarismo, tanto de izquierda como de derecha, se sienten más fuertes.

Ese extremista en el 2026 no será refundacional, sino, más bien, destructivo de la senda del capitalismo liberal que debemos retomar. Por ello, sacar a Boluarte del poder es una acción profiláctica: se trata de detener a otro Castillo o semejante, otro líder recubierto de la promesa de desmantelar todo el sistema y que luego termina siendo un fiasco mediocre y corrupto.

No se trata de entregar el país al Congreso, como algunos, temerosos, señalan; removerla es devolverle al menos un mínimo de dignidad al Perú. Debemos romper este ciclo de corrupción y oportunismo antes de que nos trague por completo. La democracia, como dijo Octavio Paz, no es un fin, sino un camino, y para recorrerlo, aquellos que la deshonran deben ser expulsados.

Dina Boluarte debe irse. Por el bien de todos.

La proliferación de partidos políticos en el Perú, lejos de reflejar signos de salud democrática, ha convertido al país en una patética sátira de la representación ciudadana. Un proceso que, en su forma ideal, es serio y selectivo, ha sido suprimido por el fraude y la falsificación. No estamos ante un caso aislado sino ante una práctica sistemática (Reniec calcula que hay por lo menos 300 mil firmas falsificadas). No es sinootro ejemplo de la decrepitud moral de nuestra clase política, de cuán descarada es en su disposición de socavar las reglas y cuán despreciable es en la forma abusiva en que se comporta.

No estamos solo ante una ofensa legal, sino frente a uno de los golpes más destructivos que el ya limitado nivel de confianza en la democracia ha recibido en mucho tiempo. Fruto de mentiras, estas creaciones no pueden ser actores de algo estable, y mucho menos de los ciudadanos cuyos intereses pretenden representar. Nacen comonegocios familiares, máquinas clientelistas o herramientas de poder circunstanciales, sin ideología, sin programa, sin escrúpulos.

El Jurado Nacional de Elecciones debe tener el coraje de dejar atrás las investigaciones pusilánimes, o sanciones referenciales solo para dramatizar, y hacer una limpieza radical en el registro de organizaciones políticas. No es solo justo, sino necesario borrar la inscripción de partidos que han mentido desde el principio. Es un paso higiénico, profiláctico, que traería un poco de dignidad al espacio político y también tendría el efecto saludable de disminuir la fragmentación caótica que ha que gobernar, legislar o incluso debatir de una manera coherenteen el futuro próximo sea casi imposible.

En una democracia saludable, los partidos existen para ser vehículos de ideas, no espacios para oportunistas o, peor aún, franquicias de unnegocio electoral. Estaremos atrapados en esta grotesca tragicomedia hasta que actuemos en consecuencia; no podemos permitir que aquellos con la menor fe política sean, paradójicamente, los que más se beneficien.

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[PIE DERECHO] La denuncia hecha por el programa de televisión Punto Final sobre las más de 4,000 firmas falsas presentadas por el partido Primero la Gente no es más que otro capítulo de esa larga y angustiosa novela llamada corrupción en la política en el Perú.

Que un nuevo partido, que busca establecerse en la vida democrática, comience su camino con mentiras, falsificación y fraude no solo indica la baja estima que algunos de nuestros políticos tienen por la democracia, sino que también subraya un hecho trágico: para muchos en nuestro país, la política no es una misión de servicio al pueblo, sino una puerta fácil al negocio y al saqueo.

La democracia, para funcionar, necesita una ciudadanía activa y participativa y partidos reales arraigados en la sociedad, y no construcciones de papel basadas en el engaño y el fraude. Si esto es así —y todas las señales sugieren que lo es— y que sin estas firmas fraudulentas Primero la Gente no habría cumplido con el número requerido para su inscripción, entonces más allá de investigar ese cúmulo de firmas hasta el fondo, el Jurado Nacional de Elecciones debería tomar medidas en toda la extensión de la ley. Una pequeña multa o una amonestación no serían suficientes: la única respuesta adecuada sería cancelar la inscripción del partido e inhabilitar a sus dirigentes responsables.

De lo contrario, se enviaría el peor mensaje a los ciudadanos, que en el Perú la corrupción paga, el delito electoral es tolerado mientras no se vuelva escandalosamente grande y sucio, y que todo es negociable en el desagradable bazar del poder.

Es tan frágil nuestra democracia que se debe luchar por ella, por cualquier medio necesario. Necesitamos sacar a los corruptores de allí sin condiciones. Entonces, y solo entonces, florecerá en el Perú una noble política digna del nombre, arraigada en la verdad, la ley y el respeto por los ciudadanos.

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Si la derecha liberal quiere tener algún futuro político en el pantano en que se ha convertido el Perú contemporáneo, necesita tener presente una verdad elemental: basta de proponer tan solo la lucha contra el Estado y la defensa de la libertad de mercado; debe, por fin, capturar el imaginario social y convertirse en la voz disidente respecto de un orden que humilla a la ciudadanía.

El problema, en resumen, es que en el Perú ahora estamos experimentando el rostro deforme y repugnante de una derecha sin valores, de la derecha al estilo Boluarte, ese rostro feo, enjuto y venal cuyo grito político es solo uno: sobrevivir, cueste lo que cueste.

Para forjar una derecha liberal disruptiva, tendremos que escapar de este estado de estancamiento prevaleciente. Debe decir, sin eufemismos, que Boluarte no es liberal ni es una persona sensata de derecha; ella es simplemente una superviviente del naufragio castillista, un caso adicional de la mediocridad generalizada que ha estado devorando nuestras instituciones desde hace décadas. Construir la narrativa de que su administración es, de alguna manera, un cierto orden liberal no solo sería un error, es un harakiri moral.

Lo que es necesario es una historia difícil y valiente capaz de convertir la defensa de la libertad individual, el libre mercado y el estado de derecho en una forma de insubordinación cívica.

Los liberales no deberían dudar ni un momento en llamar a esto como lo que es: mercantilismo corporativo — el uso de intereses comerciales poderosos y bien conectados que se alimentan del erario público, y el uso de una clase política corrupta que ha estado trepando como hiedra sobre el Congreso — eso es todo lo que es.

Deben dirigirse a la gente en un lenguaje que la gente entienda: claro, apasionado, incluso enojado. La defensa de la libertad no se puede hacer en modo tecnocrático, el argumento tiene que ser épico. Los corazones no se ganan con hojas de cálculo en Excel.

La tarea de la derecha liberal no podría ser más clara: ser la fuerza auténtica para el cambio, abogando por un Perú moderno y abierto — no podemos olvidar, por un Perú libre. Desvincularse del populismo de izquierda y derecha actual.

Y para hacerlo, necesita superar su miedo al descontento, su miedo a ser opositora, su miedo, en el sentido más elevado y hermoso de esa palabra, a ser disruptiva y radicalmente revolucionaria.

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