Pie Derecho

El huevo de la serpiente está siendo incubado silenciosamente, pero con furia en el Perú. Cuando el gobierno se ahoga en mediocridad e ineptitud y los ministros se niegan a ejecutar, cuando los congresistas se niegan a legislar y un presidente ostenta que no presidirá, el camino hacia el caos institucional está engrasado.

El descenso hacia un abismo, uno muy amplio, es, hay que decirlo, difícil de revertir. No solo se está presenciando una crisis circunstancial, sino que estamos siendo testigos de la aparentemente lenta destrucción de los aspectos civilizatorios más básicos que mantienen la esperanza de la democracia en orden funcional.

Es el Congreso convertido en un lodazal, legislando en su propio nombre. El Poder Judicial y el Ministerio Público colonizados por sectas; ya no son un refugio de justicia sino una herramienta de venganza y cálculo político. La Policía y las Fuerzas Armadas devenidas en fuerzas de choque corruptas.

En medio de ese espanto ya no hay, hasta donde alcanza la vista, nada parecido a la institucionalidad y la fatiga ciudadana está madurando perniciosamente. El vacío, en el que no hay partidos, ni ideas ni líderes sensatos, será inevitablemente llenado —tarde o temprano— por un Mesías charlatán, un outsider que encienda pasiones y se monte en el descontento, como fue el caso, en el pasado reciente, de Pedro Castillo. Aún no se le ve en las encuestas, pero su sombra se desliza por los callejones de la desilusión.

No deberíamos sorprendernos de encontrarlo. Estamos dándole vida, con cada expresión de cinismo, con cada mentira oficial, cada acto en favor de la decencia traicionada. Y cuando llegue, no tendremos a quién culpar más que a nosotros mismos y a nuestro país inyectado con veneno, respecto del que fuimos demasiado cobardes para colocar fuera de su miseria. Entonces será demasiado tarde para lamentarse, como siempre.

 

Vivimos una época de descomposición, un tiempo en que la mediocridad ha dejado de ser la excepción para convertirse en norma. Uno revisa los perfiles de congresistas, ministros, alcaldes, generales, fiscales o magistrados, y lo que aparece frente a los ojos no es la estampa de servidores públicos cultos, íntegros o preparados, sino un desfile grotesco de improvisados, oportunistas, ignorantes y corruptos. Es como si el país entero, harto de sí mismo, hubiera decidido premiar a sus peores elementos con las más altas responsabilidades.

No es solo la política, que desde hace tiempo ha dejado de ser un espacio de ideas y convicciones para convertirse en un mercado de trueques, lealtades compradas y discursos vacíos. Es también la justicia, infiltrada por mafias internas y camarillas sedientas de poder; la Policía, carcomida por el clientelismo y la impunidad; los gobiernos locales, convertidos en feudos de rapiña; la administración pública, reducida a botín de guerra de cada turno.

¿Qué nos ha pasado? ¿En qué momento dejamos de valorar el mérito, la formación, la experiencia, la decencia? La respuesta no es simple, pero sí evidente: hemos normalizado el deterioro. Ya no escandaliza el plagio, la ignorancia o la vulgaridad; se aplaude incluso, si viene envuelta en la retórica populista.

Este clima moral pestilente solo puede conducir al colapso. Un país sin élites responsables, sin autoridades dignas, sin referentes éticos o intelectuales, está condenado a la anarquía o al autoritarismo. Que no se diga luego que no lo vimos venir. La decadencia está ahí, en cada sesión del Congreso, en cada declaración ministerial, en cada fallo judicial. Y lo más trágico: nos estamos acostumbrando a ella como quien se resigna al mal olor de una habitación cerrada.

 

No voy a comentar sobre el enfrentamiento entre la Junta Nacional de Justicia y el actual Ministerio Público en cuanto a la reincorporación de la fiscal Patricia Benavides, debido a que es un asunto que está fuera de mi competencia de análisis jurídico y porque, además, me encuentro abusivamente involucrado en una investigación contra una de las partes Pero de lo que sí puedo hablar con certeza es de la desastrosa condición de la institución.

En cualquier país civilizado, no puede ser que la entidad que supuestamente defiende la legalidad, respeta el debido proceso y defiende los intereses de la sociedad, como es el caso en el Perú, se haya convertido en una máquina de persecución, manipulación y chantaje. El Ministerio Público, que alguna vez fue el símbolo de la justicia republicana, ha devenido en un sistema opaco y mezquino de intereses ulteriores y lacayos mediáticos cuyo trabajo principal no es investigar adecuadamente, sino destruir al enemigo.

Las filtraciones de los expedientes de la fiscalía, las declaraciones hechas sobre la base del pánico y las amenazas, las narrativas elaboradas para el fiscal de turno, donde los aspirantes a ser colaboradores eficaces son presionados, amenazados o sobornados con indulgencias sin precedentes para decir lo que encaja en el guion, son moneda común. ¿El resultado? Un país entero convertido en un tribunal-espectáculo, donde la prensa juzga antes que los jueces, y los fiscales actúan más bien como vedettes.

La distorsión del Ministerio Público alcanza dimensiones grotescas. No se investiga hechos mediante diligencia técnica, sino a través de cálculos políticos. No se imparte justicia; se burlan de ella. La institución necesita desesperadamente una reestructuración profunda de arriba a abajo. No puede haber una democracia que funcione cuando la entidad acusadora es una fuerza paramilitar de lo nefasto.

Es un deber patriótico recuperar el Ministerio Público. Entonces, y solo entonces, podremos buscar un estado de derecho digno del nombre, donde las leyes no sean instrumentos de guerra sino garantes de vidas civilizadas en común. Y donde la justicia no aterrorice, sino que imponga respeto.

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Uno de los mitos más peligrosos que circulan en el debate público peruano —alentado por tecnócratas resignados y empresarios acomodaticios— es que el país goza de una supuesta solidez económica que lo mantiene a flote a pesar del desastre político.

Pero esto, como tantas otras ficciones que nos contamos para dormir tranquilos, no es más que una media verdad. La resiliencia empresarial —ese admirable instinto de supervivencia que lleva a los peruanos a levantar negocios en medio del caos— no debe confundirse con un manejo fiscal responsable. Más bien, es todo lo contrario: el Estado peruano está siendo desmantelado por una coalición perversa de populismo legislativo y mediocridad ejecutiva.

Desde el Congreso, cada semana se aprueban leyes que aumentan el gasto público sin sustento técnico, mientras se debilitan las fuentes de ingreso del Estado con exoneraciones absurdas. El Ejecutivo, por su parte, lejos de corregir el rumbo, se ha entregado a la lógica de la compra de lealtades: bonos clientelistas, aumentos sin reforma, y programas improvisados. Véase la nueva ley de promoción agraria o la descomposición del IGV que incrementa el dinero mercantilista para los gobiernos locales.

El equilibrio fiscal —ese pilar invisible del progreso sostenible— está siendo perforado con irresponsabilidad suicida. Hoy vivimos del prestigio acumulado por décadas de prudencia, pero esa herencia se agota. Cuando se acabe, no habrá resiliencia empresarial que nos salve del abismo.

 

Pocas veces en la historia de un país se ha hecho tan evidente la orfandad como en el Perú de hoy. No tiene padre, porque carece de liderazgo, de autoridad moral, de una figura que encarne la continuidad de la nación. No tiene Estado, porque las instituciones que debieran representar el interés común están secuestradas por una mafia de oportunistas, incapaces de articular siquiera una visión de futuro. Y no tiene freno, porque las fuerzas sociales más primitivas —el resentimiento, la codicia, la desinformación, el racismo— corren desbocadas, sin que nadie las detenga o encauce.

No se trata de un colapso repentino, sino de una lenta, persistente disolución. La justicia es una caricatura de sí misma, convertida en campo de batalla de vendettas políticas. El Congreso, un mercado persa donde se trafica poder a cambio de impunidad. La presidencia, un botín sin legitimidad, defendido por componendas y blindajes legales. En este páramo institucional, la sociedad se divide entre quienes han perdido toda esperanza y quienes, amparados en la descomposición, medran sin pudor.

Así, el Perú flota a la deriva, sin brújula ni timón, en un océano de inercia e incertidumbre. ¿Puede una nación sobrevivir tanto tiempo sin un proyecto común, sin civilidad, sin respeto a la ley? La historia sugiere que no. Pero también enseña que de los escombros, a veces, surge la lucidez. Quizá sea necesario tocar fondo para que, de una vez por todas, aparezca una generación que quiera refundar la República, no sobre la rabia ni la revancha, sino sobre la educación, la decencia y la verdad. Mientras tanto, este país sin padre, sin Estado y sin contención, seguirá siendo el escenario trágico de su propio extravío.

La del estribo: imprescindible ver la obra teatral Proyecto Ugaz, protagonizada por Rocío Limo y Vera Castaño y dirigida por Diego Gargurevich, que trata sobre la vida de la colega y amiga Paola Ugaz, en su lucha contra los poderes corruptos, especialmente los del Sodalicio, la cual la ha ocupado los últimos años de su fructífera vida profesional. Va en el Teatro La Plaza hasta el 29 de junio. Entradas en Joinnus.

 

La centroderecha liberal, que anteriormente era el último refugio de la sensatez en medio del populismo y la fanfarronería y la regla de la muchedumbre, ahora se encuentra en pedazos, comprometida por la infantilidad de sus vanidades y la cobardía de sus vacilaciones.

Mientras la derecha bruta y achorada avanza con confianza, vociferando eslóganes primitivos, movilizando el miedo, anhelando dictaduras y odiando todo lo que huela a pluralismo o modernidad, los corderos liberales, incapaces de formular una fórmula común, se encuentran estancados en sus disputas mutuas.

Las encuestas lo gritan unánimemente: el extremo no es popular por sí mismo, sino debido a la falta de una alternativa. Es el vacío el que crea los monstruos. Esa mayoría silenciosa que, en otros momentos, habría buscado refugio en una alternativa razonable y democrática está siendo llevada —en algunos casos, apremiada; en otros, arrastrada— a proyectos autoritarios que priorizan el orden sobre la libertad.

No hay excusa posible. Las vanidades personales, viejos resentimientos o incluso pequeñas discrepancias ideológicas no son pretexto para este naufragio colectivo. La tibieza no es eximida por la historia. Los liberales necesitan unirse o resignarse a expresar su consternación mientras el país es nuevamente entregado al hechizo de los líderes.

Esta irresponsabilidad terminará costándonos caro: en derechos, en instituciones, en convivencia. La centroderecha liberal no puede jugar a las escondidas y debe asumir su deber histórico. No queda más tiempo. El destino de Perú depende en gran medida de que recupere el coraje y la visión que ahora le falta. Pues, si no puede salvarnos de la barbarie, ¿para qué sirve?

 

En política, como en la vida, hay decisiones que se pagan caro. El reciente voto de confianza otorgado por el fujimorismo al gabinete de Eduardo Arana —un primer ministro anodino al servicio de una presidenta ilegítima— es uno de esos actos que sellan con fuego la memoria del electorado. ¿Qué puede haber motivado semejante acto de suicidio político? ¿El afán desesperado de no perder cuotas de poder en un régimen que se desmorona? ¿La compulsión histórica del fujimorismo por abrazar el autoritarismo cuando el país más necesita decencia y claridad?

Keiko Fujimori, la eterna candidata, puede que logre el 2026, como en anteriores elecciones, pasar a segunda vuelta. Pero el costo será nuevamente el mismo: el rechazo visceral de una mayoría que la percibe —con razón— como garante del continuismo, de la impunidad y del oportunismo más vil. Apoyar a Dina Boluarte es respaldar un gobierno cuya legitimidad no proviene de las urnas sino de un pacto tácito con el Congreso más desprestigiado de nuestra historia republicana.

Lo más patético es que el fujimorismo parece no aprender. Cree que la historia se repite como en los noventa, cuando bastaba el miedo al caos para mantener el control. Pero el Perú ha cambiado. La calle, esa fuerza que derribó presidentes y desafió al poder con dignidad, no olvida. Y si algo castiga con vehemencia es la traición.

El fujimorismo, al votar la confianza, no salvó a Boluarte. Se hundió con ella. Selló un nuevo pacto con la impopularidad, y quizás —ojalá— con la irrelevancia histórica. Porque el país no necesita más cinismo ni más caudillos reciclados. Necesita, con urgencia, moral, visión y coraje. Todo lo que el fujimorismo, una vez más, ha decidido abandonar.

 

Con su torpeza habitual, el Congreso de la República ha dado su primer voto de aprobación a una ley -la 7549/2023-CR- que —si el decoro no lo impide— se unirá a la triste galería de la infamia: amnistía para soldados, policías y miembros de grupos de autodefensa que combatieron el terrorismo entre 1980 y 2000. La justificación: “reconciliación nacional”. El objetivo real: impunidad.

¿Puede la democracia ofrecer amnistía por los crímenes que la mancharon? ¿Puede una república soportar que personas que, vistiendo su uniforme, estuvieron detrás de masacres, desapariciones forzadas, tortura, violación sistemática de los derechos humanos, queden impunes sin juicio? Lo que incluso el más esclerótico fujimorismo no se atreve a decir —que la barbarie era necesaria— lo ha aprobado con votos y cinismo.

Esto no significa que no hubiera heroísmo en la lucha contra Sendero Luminoso. Hubo. Pero también hubo horrores cometidos en nombre del orden —horrores que deben ser investigados, juzgados y castigados, no simplemente borrados con un acto grotesco de amnistía.

No llamaremos acto de justicia a esta ley, sí un retroceso en el progreso de la civilización. Es la legalidad del olvido, el olvido forzado de las mentiras y el triunfo de la violencia mucho después de que la ley fue pisoteada hasta la muerte. ¿Qué tienen que pensar los deudos de Accomarca, La Cantuta o Santa? ¿Daño colateral deseable por una causa moralmente justificada?

Un perdón que no es precedido por la verdad y que no involucra justicia es como escupir sobre las tumbas. Consagra la supremacía de los fusiles sobre la ley. Y, sobre todo, es una ofensa a esa democracia por la cual tanto se sacrificaron muchos en los días más oscuros del Perú.

Después no aleguen ignorancia. No se sorprendan si los juicios internacionales regresan para acecharnos con lo que intentamos enterrar bajo las leyes. La memoria, después de todo, no está, como la política, en venta a través de un trasiego de votos.

 

[PIE DERECHO] En la historia del Perú republicano, ha habido pocas injusticias tan notables como lo que le está sucediendo a Pedro Pablo Kuczynski. No se trata de beatificarlo o absolverlo de todos los pecados, ya que es perfectamente aceptable —e incluso necesario— enjuiciarlo por cargos de corrupción que supuestamente ocurrieron durante su mandato. Lo que es ilegítimo es aplastar el debido proceso, manipular la Fiscalía y convertir al Estado en una máquina de venganza.

Un expresidente, cercano a los noventa años, con problemas de salud, preparándose para abordar un avión hacia Estados Unidos, es interceptado por algunos agentes que blandían una alerta migratoria de dudosa procedencia legal. El pretexto: riesgo de fuga. La realidad: operación mediática ordenada desde las alturas del poder político para alimentar una opinión pública hambrienta de cabezas.

La orden era así de simple: deshonrar, humillar y exhibirlo como un trofeo. El juego no solo era sucio, el gobierno no era solamente un espectador sino un cómplice, como lo ha admitido, por propia confesión punible, el premier Eduardo Arana. Los poderes no estaban separados allí y el sistema judicial no era independiente, solo actuaba como el perrito faldero obediente del patrón político.

Y, por tanto, la democracia —esa frágil institución por la que tanto hemos trabajado para dar vida— volverá a mancharse, no por dictadores uniformados, sino por demócratas frágiles con togas y decretos como garrotes. En los últimos decenios, en nombre de la justicia, se han cometido abusos que solo pueden llamarse de una forma: arbitrariedad. Y cuando el Estado ya no es capaz de trazar una línea entre el castigo y la venganza, se han dado los primeros pasos por el camino del autoritarismo.

 

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