El congresista Carlos Anderson se ha lanzado como precandidato presidencial del partido Perú Moderno -que en algún momento albergara a Carlos Añaños-. Es una buena noticia. Anderson es de lo mejor que ha tenido el Congreso actual -del cual se salvan muy pocos-, ha demostrado probidad y posee solvencia académica suficiente como para pasar una prueba de conocimientos mínimos para gobernar el país.
Su participación en el Parlamento atajando proyectos populistas ha sido, inclusive, más efectiva que la de un MEF alicaído, sin bríos, ni capacidad de contención de los desmanes fiscales que el Legislativo ha perpetrado ni de exabruptos irracionales como los de Petroperú, que el titular del MEF ha pasado por alto como si con él no fuera la cosa.
Anderson ha tenido, además, la perspicacia política de colocarse en un lugar frontalmente opositor al actual gobierno, tema en el que coincide con otros precandidatos, como Rafael Belaunde o Jorge Nieto, y que le servirá de mucho como credencial a la hora de enfrentar a los partidos cómplices del régimen, como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso o Podemos (partidos que merecen un castigo popular significativo en las urnas y ojalá, por lo menos algunos de ellos, ni siquiera pase la valla electoral).
El problema político que el tipo de candidatura que representa Anderson -de centroderecha- es que va a tener que lidiar no solo con los partidos del statu quo mediocre que nos gobierna, sino con los polarizantes disruptivos que por la izquierda (Antauro, Bellido, Torres) o por la derecha (López Aliaga, Butters, Álvarez) se encaramarán sobre la profunda ola de malestar ciudadano existente, y que sobrepasará las identidades ideológicas de los votantes.
Y es en ese talante que más inconvenientes va a encontrar la pléyade de candidatos centristas o moderados. No basta con ser radical opositor a Boluarte -condición necesaria, pero no suficiente-, se necesita de mensajes díscolos del establishment, capaces de recoger el sentimiento contestatario que la población alberga y que se expresará en las urnas en abril del 2026. Allí estriba, quizás, el mayor desafío de la centroderecha, ad portas del crucial proceso electoral venidero, que contiene el riesgo de lanzar al país al aventurerismo autoritario.