[El dedo en la llaga] El 25 de septiembre de 2024 el Papa Francisco ordenó la expulsión del Sodalicio de diez miembros de alto perfil. Un paso necesario pero que a mí, como víctima del Sodalicio, me deja un sabor amargo, pues la historia pudo haber sido distinta. Pero no lo fue.
Debo admitir se trata en gran parte de personas con las cuales viví bajo el mismo techo y con las cuales compartí momentos importantes de mi vida. No voy a negar que hubo tanto situaciones gratas como ingratas, pues tanto en las sectas como en las organizaciones criminales sus miembros también tienen momentos de camaradería, solidaridad y gozo compartido como en cualquier familia. Y siguen siendo tan humanos como cualquiera.
Al único que no conozco personalmente es al P. Daniel Cardó. Mi relación con Eduardo Regal, con quien nunca compartí techo, también es lejana. Pero en la lista está mi hermano Erwin, a quien personalmente sólo puedo reprocharle no haber escuchado las advertencias que oportunamente le di en el año 2010 sobre lo que podía pasar en el Sodalicio y que trató de convencerme de que sufría el síndrome de Asperger —un cuadro de autismo— para que dejara de publicar los textos que comencé publicar en mi blog Las Líneas Torcidas en noviembre de 2012. Eso no quiere decir que yo niegue los abusos y delitos que se le imputan.
Está Mons. José Antonio Eguren, quien me casó el 29 de noviembre de 1996 cuando aún era párroco de Nuestra Señora de la Reconciliación.
Está Miguel Salazar, quien fuera mi mejor amigo, con el cual iniciamos juntos el recorrido dentro del Sodalicio de Vida Cristiana en diciembre de 1978, siendo los dos menores de edad, y quien me apoyó durante los últimos siete meses —de diciembre de 1992 a julio de 1993— que viví en comunidades sodálites —esta vez en San Bartolo— para que pudiera salir de comunidad y pudiera poner poner pie en el mundo y así iniciar una nueva etapa de mi vida. Para él va un agradecimiento al final de mi libro aún inédito: «A Miguel Salazar, por su amistad y comprensión, sin las cuales no hubiera podido salir del hoyo en que me encontraba».
Más aún, en la etapa posterior a mi salida de comunidad, también conté con su apoyo, tal como lo describo en una parte de mi libro mencionado:
«Pasaría mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que para ellos yo era solamente un fracasado, alguien que había abandonado el camino para el cual estaba originalmente llamado, una especie de “traidor” arrepentido, y como adherente sodálite mi compromiso era de segunda categoría y no ostentaba la radicalidad y entrega del compromiso de los sodálites de vida consagrada. Sólo Miguel Salazar seguiría confiando en mí, aconsejándome en mi vida espiritual y permitiéndome ayudar en algunas tareas de formación de comunidades sodálites, hasta que las circunstancias de la vida impidieron que siguiera prestándome ese apoyo. Fue enviado posteriormente a Colombia, y la distancia física junto a las obligaciones contraídas hicieron que nuestros caminos se separaran y la comunicación fuera cada vez más rala y distante. Aún así, si hoy me preguntaran a quien considero el sodálite mas honesto, sensato y generoso que haya conocido y que todavía forma parte de las filas del Sodalicio, no dudaría ni un solo momento en mencionar su nombre. Aunque Rafael Ísmodes y Manuel Rodríguez también estarían entre mis candidatos».
Y también debo mencionar que el P. Rafael Ísmodes —cuando aún no era cura— estuvo conmigo, junto con el ahora exsodálite Francisco Rizo-Patrón, bajo el mismo régimen disciplinario en esa última etapa que pasé en una casa de formación en San Bartolo. Debo acotar que las casas de San Bartolo no sólo eran centros de formación, sino también de re-educación para sodálites que estaban pasando por momentos de crisis, que eran puestos bajo un régimen especial con el fin de “sanear” su vocación sodálite. En otra palabras, para profundizar el lavado de cerebro y lograr un formateo mental perfecto. Por eso también eran conocidas coloquialmente como la “Siberia”. Por ahí pasaron en su momento el abusador sexual Jeffery Daniels y el ahora adherente sodálite (asociado del Sodalicio con vocación matrimonial) Julián Echandía.
Está Humberto del Castillo, a quien recuerdo como un sodálite de mentalidad primitiva, capaz de asimilar las máximas de la ideología sodálite sin mayor reflexión y aplicarlas en las personas a su cargo de manera tosca y grosera. Una vez en San Bartolo lo escuché decirles a algunos hermanos de comunidad que dormían la siesta tendidos bocabajo en su camas: «Cuidado, que el aire es macho».
También está Óscar Tokumura, de ascendencia japonesa, quien algún de momento de 1990 me pidió que lo acompañara al cine a ver “Los sueños de Akira Kurosawa”, entonce la última película del cineasta japonés, el mismo día en que su hermano menor sufrió un secuestro express, de lo cual nos enteramos cuando regresamos a la comunidad.
Está también Ricardo Trenemann, con quien —junto con Mario “Pepe” Quesada y Alejandro Bermúdez— iniciamos el grupo musical Takillakkta. De él escribí lo siguiente en mi primer blog, La Guitarra Rota:
«Con su carácter sereno y conocimiento musical, le dio medida y orden a los temas interpretados por el conjunto, a la vez que contribuía con arreglos musicales que le daban más lustre a mis composiciones. Cuando tocaba el charango, desataba la energía interior que, por lo general, mostraba de manera contenida. Gracias a su crucial aporte, Takillakkta se libró muchas veces de caer en la anarquía musical. Sin su colaboración, muchas de mis canciones no tendrían la forma que revisten actualmente».
De Alejandro Bermúdez sólo tengo que decir que lo sufrí personalmente cuando viví con él en comunidades. Con una personalidad irascible, violenta y agresiva, era capaz de dejar heridas del alma en quienes tenían trato con él. Recuerdo que en algún momento de los años 80, cuando yo vivía en la comunidad sodálite de San Aelred en Magdalena del Mar y el superior era José Ambrozic, había un hermano de comunidad que había iniciado, con un producto estrella que era un pan integral de fabricación casera, un negocio de panadería, cuyos ingresos iban destinados al proyecto de ayuda social iniciado por él que se llamaba “Pan para mi hermano”. Un día en la noche sonó el teléfono en la comunidad. Era un vecino que avisaba que estaban intentando robar en la panadería. Inmediatamente salieron hacia el local Alejandro Bermúdez y Alfredo Ferreyros, logrando atrapar a uno de los delincuentes. Según nos contó José Ambrozic al día siguiente durante el desayuno, en presencia de un Bermúdez y un Ferreyros de caras compungidas, le habían dado tal paliza al ladrón, que tuvieron que hospitalizarlo.
No obstante, aún así escribí lo siguiente sobre Bermúdez en La Guitarra Rota:
“De carácter enérgico, temperamento fogoso y verbo florido, supo insuflarle fuerza a nuestras presentaciones y hacer que el público vibrara intensamente con nuestras interpretaciones. A la vez dio espacio a cada uno de los demás miembros del grupo para que pudiera brillar personalmente, dentro de un aliento colectivo marcado por una compenetración mutua. No se trató nunca del Takillakkta de Alejandro Bermúdez, sino del Takillakkta de todos nosotros con Alejandro Bermúdez como su motor interno”.
Hay quienes me dirán que estoy defendiendo a abusadores. O quizás humanizándolos. Acusación que me parece del todo absurda, pues a quienes han cometido faltas y delitos no es necesario humanizarlos. Se trata de seres humanos como cualquiera. Hay que recordar que la filósofa judía Hannah Arendt describió al criminal Adolf Eichmann, colaborador responsable en la ejecución del Holocasuto judío, como una persona muy normal. «A pesar de todos los esfuerzos de la fiscalía, todo el mundo podía ver que este hombre no era un monstruo». El concepto de Arendt de “la banalidad del mal” también es aplicable al Sodalicio. Se trata de personas normales que han sucumbido a las exigencias de un sistema de abusos regido por la obediencia absoluta, y han colaborado entusiastamente con él, sin tomar conciencia del formateo mental a que han sido sometidos. «Las condiciones del terror llevan a que la mayoría de la gente cumpla con lo esperado», concluye Hannah Arendt. Por eso mismo, siempre ha abrigado el temor de que, si yo hubiera permanecido en el Sodalicio, me habría convertido probablemente en otro abusador más.
Sin embargo, eso no disminuye la responsabilidad de los diez expulsados, pues hay quienes hemos logrado superar con mucho esfuerzo y al precio de un alto costo personal el control mental a que hemos sido sometidos. La negativa a aceptar criterios y razonamientos externos al Sodalicio y su insistencia en que tienen la conciencia limpia y habrían hecho lo correcto sería la prueba palpable de que los expulsados no han logrado superar ese control mental, requisito indispensable para formar parte del Sodalicio. A decir verdad, no se puede ser sodálite sin avalar el sistema de abusos propio de la institución, sin ser cómplice de encubrimiento, más aun cuando poco se ha hecho para reparar a las víctimas y otorgarles justicia. Quienes en el Sodalicio, por obra de esos resquicios de libertad que siempre quedan, se han resistido a participar de estas características han terminado a la larga fuera de esta institución sectaria.
Por todo lo dicho, no puedo leer esta expulsión colectiva desde una perspectiva maniquea como un triunfo de los buenos sobre los malos. Ciertamente, ha sido un paso necesario e ineludible. Pero en esta historia no hay buenos intachables contra malos irredentos, sino simplemente seres humanos arrastrados por esa vorágine tóxica llamada Sodalicio, donde sólo hay vencidos: las víctimas evidentemente —que han perdido lo mejor de sus vidas gracias a ese sistema corruptode fachada religiosa hipócrita y que aún siguen esperando que se haga justicia — y los victimarios, que han pervertido sus mejores flores de humanidad para ponerlas al servicio de un sistema violador de derechos humanos básicos. Un sistema sectario maligno, que ha arruinado la vida de muchas personas.