Quien quiera tener alguna posibilidad electoral el 2026 (o antes, ya no se sabe) va a tener que tomar la mayor distancia política posible del régimen fallido de Dina Boluarte y el premier Alberto Otárola.

El gobierno es una lágrima en cuanto a la resolución de los cuatro principales problemas que aquejan a la población (inseguridad ciudadana, corrupción, crisis económica y salud pública). La seguridad urbana se reduce a cotos muy exclusivos y la mayoría de ciudadanos del país está expuesta a la delincuencia creciente (el Tren de Aragua y el Comando Vermelho actúan con absoluta impunidad). El Perú no es un paraíso para las inversiones sino para el delito y demagógicos estados de emergencia no van a resolver nada.

La corrupción campea en todas las instancias del sector público (desde guachimanes hasta gerentes) con absoluto descaro. La crisis económica ya claramente no depende de factores externos (pandemia y guerra Ucrania-Rusia) sino de factores internos que provocan la caída de la confianza empresarial y el concomitante desplome de la inversión privada, principal sostén del crecimiento económico.

Por su parte la salud pública sigue siendo un desastre. Cerca de 150 mil peruanos acuden todos los días a alguna entidad de salud pública y son tratados como ciudadanos de quinta categoría, sembrando disidencia masivamente. Y el gobierno no mueve un dedo para mejorar ello.

El régimen de Boluarte es el reino de la medianía más rampante. El papelón protagónico de su reciente viaje a Nueva York, donde no se ha reunido con nadie importante, solo refleja la mediocridad estructural de un gobierno que se encontró el poder de casualidad y no ha sabido responder a la altura de las circunstancias.

Y la derecha tonta, empezando por su cúpula empresarial, anda feliz de la vida simplemente porque hay aparente estabilidad y ya no hay conflictos sociales. Y ni qué decir de la clase política de la centroderecha parlamentaria que no agita ni un plumero si cree incomodar al oficialismo del Ejecutivo, no pasando de bravatas verbales o gestos parlamentarios irrelevantes (como la eventual censura a los titulares del Minem y de Defensa).

La oposición se está haciendo a sí misma un flaco favor otorgándole un periodo de gracia permanente a un gobierno que merecería, casi, el mismo maltrato que el desastre de Castillo (quien, a pesar de todo, obtuvo sumisamente la confianza de todos sus gabinetes). Las urnas se lo van a hacer pagar caro.

 

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No solo la derecha, con su fragmentación e inopia, está contribuyendo a que en las próximas elecciones presidenciales sea la izquierda radical, disruptiva y antisistema, la que capture el protagonismo (no sorprendería una segunda vuelta entre dos candidatos de ese perfil), sino que también pone de su parte la llamada izquierda “moderna”, que brilla por su silencio.

Verónika Mendoza, la lideresa de este sector ideológico del país, ha decidido administrar su opacidad y aparecer solo en contadas ocasiones, dejándole la cancha servida a sus rivales políticos (porque la izquierda radical, sobre evidencia, aborrece a los llamados “caviares”).

Y sus principales figuras casi no aparecen. Muy de vez en cuando lo hace Sigrid Bazán, pero, sobre todo, para alentar proyectos laborales antiempresariales. No se le ha visto nunca protagonizar algún acalorado debate con sus vecinos de bancada, los fragmentos de Perú Libre, hoy asociados al fujimorismo y al acuñismo, con desparpajo.

Entre los grandes problemas que las encuestas refieren que preocupan en mayor medida a la ciudadanía, figura, de modo particular, la creciente crisis económica. ¿Alguien ha visto a Humberto Campodónico, Pedro Francke, Oscar Dancourt, Kurt Burneo o algunos de los muchos economistas de izquierda, prodigarse en los medios para plantear alternativas de solución? No aparecen.

En los temas de seguridad sí tienen presencia, pero es a título personal, no hay una postura partidaria que proponga alternativas de salida a este gravísimo problema social. Frente al llamado “plan Boluarte” o ante el pedido de facultades delegadas, esta izquierda no dice nada relevante.

Si la idea es guardar combustible para las elecciones están cometiendo un grave error. Porque no es que tengan un capital político que deban atesorar. Al contrario, no tienen esos activos, y, más bien, deben buscar tenerlos a punta de hacer política, lo que incluye alcanzar algún protagonismo mediático, cosa que no están haciendo.

Entre la centroderecha torpe y fragmentada y la izquierda moderada, ausente y vacua, le están dejando la pista libre a los aventureros radicales, que cosecharán el inmenso descontento existente y el hartazgo ciudadano con el statu quo.

 

 

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Tener un Ejecutivo con 80% de desaprobación y un Legislativo con 90%, en medio de coyuntura económica crítica (la memoria peruana de los últimos treinta años no tiene registro de algo semejante), convierte al país en yerba seca, lista para ser encendida a la menor chispa.

Un abuso de poder más, un nuevo acto de corrupción, un traspiés político de la presidenta Boluarte, una declaración infeliz de algún ministro, un mochasueldo adicional, pueden colmar la paciencia y hacer que el usualmente pasivo ciudadano peruano decida romper lanzas y salir a las calles a arrasar con lo que encuentra a su paso.

Ya el sur andino se halla en esa tesitura, no así Lima ni la costa norte, pero ya los impactos de la pobreza urbana creciente se empiezan a sentir en las zonas más prósperas del país y no sorprendería que los sectores CDE de estas regiones decidan tomar acción.

El gobierno de Dina Boluarte es un fiasco, una sumatoria de mediocridad e inoperancia. Nada ha mejorado, salvo el nivel de algunos ministros que no han entrado directamente a robar, como sucedió en el caso de Castillo, pero no son capaces, a pesar del tiempo transcurrido, de mostrar resultados tangibles de sus respectivas gestiones.

El pueblo se puede dejar mecer un tiempo, pero cuando se percata claramente del engaño, sabe reaccionar. Ya lo ha demostrado en otras ocasiones, inclusive en las jornadas de diciembre y enero últimas donde buena parte del país se opuso violentamente a la llegada al poder de Dina Boluarte y la salida de Pedro Castillo. Ese sentimiento de indignación está allí presente, no ha amainado (a ver que algún ministro o congresista visite buena parte de las ciudades del sur para que vean cómo son recibidos).

Hasta hace algunos meses, el pronóstico político más probable era que Boluarte durase hasta el 2026. Esos plazos, sin embargo, se vienen acortando por la cantidad de errores y tropelías que los dos principales poderes del Estado cometen con especial empeño. Un hecho que en otras circunstancias pasaría desapercibido políticamente hablando, para las grandes mayorías, como la eventual destitución de los integrantes de la Junta Nacional de Justicia, podría, en la perspectiva que señalamos, ser uno de los detonantes referidos que harían estallar al país nuevamente en una espiral de protestas y desazón generalizada.

 

 

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La eventual y probable censura de los ministros de Defensa y de Energía y Minas, por parte del Congreso, marcaría un hito político significativo en la atmósfera reinante entre ambos poderes del Estado.

Se rompería, ante la opinión pública, el presunto pacto de gobernabilidad establecido entre Ejecutivo y Legislativo, y podría ser el anticipo del escalamiento mayor de una situación de conflicto.

Alguna vez lo dijimos: este gobierno va a durar el tiempo que la derecha demore en darse cuenta de que su permanencia en el poder la afecta en sus expectativas electorales. Y ya se está dando cuenta que un gobierno mediocre e incompetente y la asociación que los sectores ciudadanos establecen entre aquél y la clase política dominante en el Congreso, va a afectar sobremanera las posibilidades electorales de cualquier candidato surgido de esas canteras.

El “pacto derechista” que la izquierda ha logrado establecer como narrativa dominante respecto de las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo, le va a generar inmenso costo electoral a cualquier candidato de la centroderecha que incursione al amparo de los partidos del establishment. Solo podrán competirle de igual a igual a los disruptivos radicales de izquierda, aquellos candidatos de la centroderecha surgidos de fuera del statu quo.

El 80% del mundo andino va a votar como en la segunda vuelta del 2021 a favor de un candidato que le patee las canillas a los representantes de este orden establecido que no solo produce crisis política sino, lo que será cada vez más grave con el Niño, crisis económica.

Y, como estrategia diferenciadora, ello implicaría no solo marcar distancia del régimen fallido de Boluarte (solo a los CEO, según la mentada encuesta de Ipsos, se les puede ocurrir que la vigente “estabilidad mediocre” es buena para el país), sino empezar a hacer campaña desde ya, con tres años de anticipación. Y particularmente, en las zonas refractarias vigentes.

-La del estribo: feliz con las lecturas del club del libro de Alonso Cueto. He descubierto La loca de la casa, de Rosa Montero, un libro fenomenal, y he disfrutado el placer de releer con ojos maduros El viejo y el mar de Ernest Hemingway, qué libro para enseñárselo a los jóvenes periodistas, por su narrativa brillante y cautivante.

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Bajo la hipótesis de que en el conflicto desatado por la Junta Nacional de Justicia y entre ésta y la Fiscal de la Nación, no están en juego criterios objetivos y técnicos de análisis jurisdiccionales sino motivaciones ideológicas claramente identificables, es factible proponer una suerte de arreglo de diferencias que nos permita resolver la crisis que enerva en estos momentos al país político (porque, por supuesto, al grueso de la población el tema ni le va ni le viene).

El tema es sencillo de remediar. Que la Junta Nacional de Justicia, predominantemente caviar, se retire la sangre del ojo en contra de la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, y la deje gobernar en paz. El país, salvo la izquierda, está agradecido con ella por haber permitido que gracias a su implacable labor de pesquisa se conocieran las corruptelas de espanto del expresidente Pedro Castillo y que éste, acorralado por las evidencias y desesperado, intentara un fallido golpe de Estado, que al final ha terminado con sus huesos en la cárcel, como corresponde.

Que eventualmente la JNJ la amoneste, como parece merecer, y que propenda a su enmienda en lo actuado en el caso de su hermana y santo bueno, que se mantenga en el cargo, continuando con la labor de limpieza política que el país entero le agradece (de haber continuado Castillo, hoy el país estaría en escombros).

Del otro lado, a ver si Keiko Fujimori, la gran titiritera de este asunto, controla a la inefable Patricia Chirinos y la lleva a retirar el pedido de sanción contra todos los miembros de la Junta Nacional de Justicia, una barbaridad jurídica por donde se le mire y que claramente es parte del plan conservador de efectuar una razzia caviar del Estado peruano, que en este caso se acrecienta porque se advierte el intento de la JNJ de pretender inhabilitar a la fiscal Patricia Benavides, por ojeriza ideológica más que por razones legales.

Ya la congresista Chirinos peca en abundancia de desatinos (como su precoz intento de vacancia de Castillo que lo único que permitió fue fortalecerlo), como para que se le permita seguir cometiéndolos con fruición. Una reconvención parlamentaria del intento de destitución de la totalidad de la JNJ bajaría enormemente las tensiones más aún si va de la mano con las consideraciones del caso a la fiscal Benavides.

Sabemos que legalmente, las cosas no se arreglan así y no cabe una reunión cumbre entre la congresista Chirinos o Keiko Fujimori con el presidente de la JNJ o la mano caviar que mece la cuna, pero no somos ingenuos de creer que en esta turbamulta no hay un trasfondo ideológico de guerra cruenta entre DBA y caviares que buscan ajustar cuentas en cuanta oportunidad se pueda. Después de todo, al final del día ya el próximo año se elige a una nueva JNJ y allí la derecha conservadora podrá imponer sus reales sin generar la turbulencia innecesaria que hoy está generando. Por hoy, que se queden la JNJ y la fiscal Benavides.

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Lo único que está logrando Keiko Fujimori -porque imaginamos que es con su anuencia- es que su bancada congresal reactive el viejo lastre de la política peruana, que es el antifujimorismo.

A diferencia de Chile donde el pinochetismo-antipinochetismo solo aflora en las fechas de recordación del golpe militar -como acaba de suceder-, en el Perú define los procesos electorales. Ocurre mucho menos en España, donde el franquismo-antifranquismo se reduce a  cenáculos extrapolíticos.

¿Cómo puede ocurrir ello si Franco y Pinochet marcaron a sangre y fuego las sociedades española y chilena en mucho mayor medida que el fujimorismo en el Perú? La dictadura fujimorista no fue ni lo brutal ni lo sanguinaria de las referidas y, sin embargo, mantiene activos rechazos acendrados en significativos sectores de la población peruana (ni siquiera cabe la hipótesis de que ello se debe a que cambió el modelo económico porque lo mismo hizo Pinochet y no marca la política actual como es el caso del fujimorismo).

Claro, marca una diferencia notable que ni en España ni en Chile haya partidos que se reivindiquen franquistas o pinochetistas, como sí existe acá, que hay un partido que se reivindica fujimorista, pero creemos que la razón principal no estriba allí, sino en la conducta presente de la agrupación que lo representa.

Para no remontarnos a las elecciones del 2011 y el 2016, queda claro que las del 2021, las pierde Keiko Fujimori por el proceder de su bancada parlamentaria respecto del gobierno de PPK. El 2016 era la ocasión dorada para la derecha peruana de construir un país a su medida, implementando reformas estructurales de segunda generación, dejándole el camino servido a la sucesión keikista luego de un gobierno exitoso, pero no, la bancada naranja se dedicó a sabotear desde el primer día a Pedro Pablo Kuczynski, generando una crisis pavorosa que desembocó en cinco presidentes en seis años.

Hoy el fuji-acuñismo-cerronismo hace y deshace en el Congreso, extralimitándose en la naturaleza transitoria de su existencia (el 80% de la población quiere que se vayan) y en ese talante siembra los vientos que luego, en la campaña del 2026, le pasarán nuevamente factura a Keiko Fujimori, si por ventura no aparece ningún candidato de centroderecha potable, y logra pasar a la segunda vuelta a disputar por cuarta vez la jornada definitoria contra un candidato radical de izquierda.

 

 

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En esta pugna ya no sorda entre caviares y DBA se cometen tropelías éticas y brulotes procesales de ambos lados, con fruición y desparpajo. A propósito del conflicto por la permanencia o sanción de los integrantes de la Junta Nacional de Justicia, hemos visto desfilar declaraciones absurdas y cometer dislates de ambas partes, sin contención alguna. Desde los que hablan, con exageración, de que se está perpetrando un golpe de Estado, hasta quienes quieren verlo simplemente como un reajuste administrativo absolutamente normal en una democracia.

El problema mayor, sin embargo, es que la mayoría del país político (lo que incluye no solo a los líderes sino a los ciudadanos interesados en ella), no sintoniza con ninguna de las dos posturas y ve con asombro que se desaten pasiones sin límite y se cometan exabruptos que exceden, inclusive, el ámbito local (como este desatinado pronunciamiento de un funcionario de tercer nivel de la ONU).

Es hora de que se marque la agenda que realmente importa al país más allá de esta pugna que atraviesa diversas instituciones (el Ministerio Público es hoy, por ejemplo, un campo de batalla abierto entre ambos bandos), pero que involucra a dos sectores minoritarios del país. La DBA y los caviares son influyentes, tienen redes de sustento, son bullangeros, pero no son la mayoría del país, ciudadanía que quiere un desarrollo democrático y liberal, ajeno a las bataholas de las que somos testigos en estos días.

Pedir que los partidos políticos comprometidos en el Congreso con los bandos en pugna, se morigeren, es una cuestión innecesaria. Ya es una batalla perdida. Lo que se espera es una renovación del discurso general, fuera del Legislativo, con miras al próximo proceso electoral.

Lo de la JNJ va a pasar -ojalá que en términos democráticos-, pero lo que no puede quedar incólume es la puesta en escena de una guerra política e ideológica que no recoge los reales sentimientos ciudadanos mayoritarios, que andan preocupados por agendas más concretas: seguridad, corrupción, salud y educación públicas, frente a las cuales, la clase política dividida en los bandos señalados, no aporta idea suelta alguna.

 

 

 

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Lo que causa rechazo es que el proceso de exterminio ideológico de la izquierda “caviar” en la que se halla empeñado el Congreso de la República, en base a la mayoría espúrea conseguida por la alianza entre el fujimorismo y el cerronismo, es que sucede por la puerta falsa.

Es equivalente a lo que se quiso hacer con el gabinete Flórez Araóz durante el cortísimo mandato de Manuel Merino. De la noche, a la mañana, la inmensa mayoría de la población que endosaba su respaldo a Martín Vizcarra se encontró con otro gobierno, de cariz distinto, queriendo hacer y deshacer.

En el caso actual sucede lo mismo. La población votó mayoritariamente por Castillo y ahora ve con sorpresa que desde un Congreso envalentonado se quiere hacer tabla rasa de uno de los sectores que facilitó el triunfo del maestro chotano.

Si alguien quiere emprender una restauración conservadora, como la ha bautizado Rosa María Palacios, o, mejor aún, una conversión del Estado peruano en uno derechista liberal y despejar las habitaciones de resabios izquierdistas, hasta bienvenido sería, pero debe hacerse con la legitimidad precedente de haber conquistado el poder por las urnas.

Como bien señala Michael Reid, exdirector senior de The Economist, “el desafío que enfrenta el Perú es sobre todo político. Es volver a construir organizaciones políticas que tengan credibilidad con los ciudadanos y que puedan agregar intereses e implementar políticas buenas. Ahí está el desafío en liderazgo y comunicación política”.

El Congreso, con este intento de tirarse abajo a toda la Junta Nacional de Justicia por causas injustificadas, está yendo más allá de la legitimidad que posee e, inclusive, de la legalidad de la propia medida que quiere implementar. Así no se construye una república derechista ni mucho menos. A trompicones, con leguleyadas y trastiendas jurídicas lo único que se logra es reacciones adversas y efectos contrarios al buscado.

Si la derecha quiere efectuar una poda ideológica en el Estado peruano, tiene el derecho político de hacerlo si es que, previamente, ganase las elecciones y obtuviese mayoría congresal, y además gozase de un alto grado de aprobación, pero no lo puede hacer un Parlamento hechizo, armado con componendas truchas, y con una desaprobación que bordea casi el absoluto rechazo ciudadano. Y encima con trampas jurídicas ostensibles y groseras, como las que apreciamos en el caso de la JNJ, la que, dicho sea de paso, tampoco ha puesto de su parte con un comportamiento ejemplar.

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El Congreso haría bien en tomar una decisión, que le debería corresponder al Ejecutivo, pero ante su carencia de iniciativa, desde el Legislativo bien podría tomarle la mano: la de decretar los 12 de setiembre, día de la captura de Abimael Guzmán, como feriado nacional, en homenaje a la victoria que el Perú obtuvo respecto del terrorismo senderista.

La narrativa de izquierda se ha enseñoreado al respecto y nos ha querido hacer ver ese triunfo como una derrota moral, por los terribles excesos cometidos por las Fuerzas Armadas y policiales, en determinados momentos y lugares.

Más que vergüenza hay que sentir orgullo por lo que se logró, en base a un cambio de estrategia, desde los 90, y por el énfasis en la inteligencia policial antes que en la represión indiscriminada. La captura de Guzmán no fue, ni siquiera, un hecho cruento.

El Perú es uno de los pocos países que ha logrado, de esa manera, una victoria política y militar frente a la subversión maoísta. Hay que recordar que en 1992, año de su captura, el Perú se hallaba al borde de caer derrotado por la insanía terrorista, que ya tenía bajo su control grandes extensiones del territorio nacional y de la propia capital de la república, a Lima arrinconada a punta de coches bomba y voladura de torres, con zonas rojas en la periferia urbana, y con los institutos armados y policiales a la defensiva, sin capacidad de asestar un golpe efectivo a la avanzada senderista.

La hipótesis de la inteligencia estratégica de los países vecinos y de Washington, era que el Perú iba a caer en manos del genocida Abimael Guzmán, y se preparaban escenarios de contingencia para semejante apocalipsis. Hoy no seríamos Venezuela, Nicaragua y ni siquiera Cuba, sino la Camboya de Pol Pot, la China de la Revolución Cultural o la actual Corea del Norte. Ese era el destino que nos hubiese deparado un triunfo probable del llamado “presidente Gonzalo”.

En una historia nacional plagada de lamentables derrotas, éste ha sido su mayor triunfo social, político y militar. En lugar de tanto feriado religioso inconducente con la naturaleza laica del Estado, sería importante monumento a la memoria nacional que los 12 de setiembre sirvan de recuerdo fresco de los riesgos de la radicalidad ideológica del comunismo y de la valía de la democracia como mejor modelo de gobierno.

 

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