Martín Vizcarra encarna una contradicción que guía la política peruana. Muchos ciudadanos de este país consideran que la corrupción es uno de sus principales problemas, pero están dispuestos a votar por un líder fuerte –que haga las cosas– a pesar de que sea corrupto. ¿Cómo se explica la aprobación inusualmente alta con la que el expresidente se ha ido a casa, acusado de haber recibido sobornos? En términos de valoración ciudadana y percepciones sobre democracia, la respuesta parece estar detrás de aquella incoherencia.
Se trata de una idea que, además, desbarata el argumento central de vacar a un presidente por incapacidad moral. Se publicó en mayo de este año en el Barómetro de las Américas, un estudio de opinión pública diseñado por una universidad de Nashville, Tennessee, a cinco mil kilómetros del Perú: 8 de cada 10 peruanos que justifican tener un líder fuerte, aunque no cumpla las reglas para alcanzar sus logros, aprueban a Vizcarra. Una forma elegante de describir el criollo ‘que robe, pero que haga obra’.
Vizcarra es aprobado por una ciudadanía que cada año normaliza a los líderes presuntamente corruptos, según un sondeo de Proética del 2019. Usualmente, Perú registra apenas 27% de rechazo definitivo a actos concretos de corrupción. Sin embargo, la misma población que aprueba la presencia de un liderazgo capaz de pervertir su moral en servicio de sus resultados y lo tolera, también reconoce que la corrupción es el principal problema del país. La cifra que arroja el Barómetro al 2019 es de 36%, el porcentaje más alto de la región y cerca del doble del segundo lugar, Colombia (ver gráfico).
Esa bipolaridad es el pilar de un sistema democrático en crisis permanente. Pero que, pese a la crisis, engendra cada cierto tiempo figuras inusualmente queridas. Llamémoslo, a tono con los tiempos, ‘El fenómeno Vizcarra’. Un presidente que logró interpretar que la lucha anticorrupción era un gesto para la tribuna en un momento específico de la historia política del país. Por tanto, la abanderó en todo momento de su mandato: al asumir, al cerrar el Congreso e, incluso, al aceptar su vacancia sin más. Sin embargo, quizás Vizcarra no entendió bien el fenómeno que giraba –y lo impulsaba– a su alrededor.
¿El discurso o la acción?
El estudio de Vanderbilt University, en Tennessee, que genera cada dos años el Barómetro de las Américas, le daba a Vizcarra en el cierre de su gobierno una aprobación de 56%, cuatro veces más alta que a Toledo, García o Humala en las mismas circunstancias. El doble que Kuczynski. Todo ello a pesar de no contar con una bancada parlamentaria propia ni con un partido político que lo defienda. Lo dijeron también las encuestas de Ipsos Perú antes de la vacancia: 78% de desaprobación a retirar a Vizcarra del cargo.
Es sorprendente –desde la teoría y la historia– que un Congreso con una amplia desaprobación haya podido vacar a un presidente con índices tan altos de popularidad, comenta el analista político Félix Puémape. De hecho, es uno de los presidentes más aprobados de América Latina, según un recuento elaborado por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP). A meses del fin de su gobierno, estuvo a la par de los presidentes de Argentina, México y Uruguay, y muy por encima de Brasil, Colombia, Chile o Ecuador.
Desde el inicio de su gobierno, y a diferencia de su predecesor Kuczynski, Vizcarra logró llegar a la gente con el discurso anticorrupción, en un universo dominado por el escándalo Lava Jato y con un mensaje dirigido a entender los reclamos populares y prometer satisfacerlos. Pero de ahí se derivan varias preguntas: ¿es el discurso anticorrupción lo único que explica su alta popularidad? ¿No se hubiera caído, entonces, tras revelarse presuntos sobornos en los mismos términos que se han revelado para sus adversarios políticos?
La relevancia de la corrupción en el escenario peruano es frágil. Si bien los ciudadanos la ven como un problema, una etiqueta negativa, no constituye la línea de fondo al momento de valorar a un político. “Las encuestas nos dicen que, en realidad, a la gente le importa más tener buenos servicios, buena economía personal y ver el trabajo realizado”, dice la investigadora Patricia Zárate, encargada del Barómetro en el Perú. El desencanto con la decisión de la vacancia no es, por tanto, un apoyo al discurso de Vizcarra, sino un descrédito natural por la figura del Congreso, el lugar donde más percibe la gente que no se toman decisiones en beneficio de los intereses de todos.
Las conclusiones del Barómetro incluyen una noción clara de que las personas no perciben tan cercana ni tan palpable la gran corrupción. Por ejemplo, para Zárate, la gente odia al Congreso no por corrupto, sino “porque [los congresistas] no hacen nada y ganan mucho dinero”. Lo de la corrupción es, apenas, un aliciente. En ese sentido, el sistema democrático está en deuda con la ciudadanía por la ineficiencia, más que por permitir el robo. En sencillo: solo los goles, así sean con la mano, ganan los partidos.
El ‘Fenómeno Vizcarra’ también se explica con la elección de su estrategia para gobernar. No tuvo una bancada llena de políticos sin capacidad de ejecución –los congresistas impopulares–, sino que gobernó con el apoyo de los gobiernos regionales y locales, de los militares y, por supuesto, de la ciudadanía. Formar un partido para que sea como el resto y no tuviera representación era una inversión que prefirió ignorar. “Para Martín, vale más tener el control sobre las personas que trabajar en equipo, menos con una figura como los congresistas con los que hay que dialogar”, comenta César Caro, ex asesor de Vizcarra en su gestión regional.
Para Vizcarra, era mucho más rentable (y práctico) en términos de imagen personal aliarse con figuras ejecutivas y dependientes del presupuesto público. Para qué meterse a negociaciones con el Congreso sí, según el Barómetro al 2019, la mitad de la población no apoya a la democracia y no se interesa por esa forma de hacer política. De hecho, Perú comparte los últimos lugares de la tabla en la región en estos indicadores, junto con democracias igual de frágiles como Bolivia, Guatemala y Honduras.
El surgimiento de liderazgos como los de Vizcarra se gesta en esas bipolaridades. En la desaprobación hacia un sistema que, por décadas, falla en entregar valores tangibles. Pero incluso así, para Zárate, ni siquiera puede hablarse de un apoyo masivo y tangible a un presidente como Vizcarra, por más popular que sea en las encuestas. “En la dirección que sea, la ciudadanía está desconectada de la representación que debería recibir de los políticos”, sentencia Zárate.
¿Al menos hace obra?
Hasta aquí, la lógica del ‘Fenómeno Vizcarra’ mandaría lo siguiente: para ser mayoritariamente aprobado como presidente hace falta oponerse férreamente a quienes nunca van a poder entregar resultados tangibles -los congresistas- y aliarse con quienes sí. La lucha contra la corrupción es una bandera útil (a nadie le gusta la corrupción), pero más retórica que práctica. Al final, lo que importa para ser querido es hacer cosas. ¿Vizcarra cumple con ese perfil?
En la pequeña región sureña de Moquegua hay una obra que carga con serios cuestionamientos por corrupción pero, al mismo tiempo, es también sinónimo de ineficiencia. Su trascendencia radica en que a Moquegua, con apenas 200 mil habitantes, le hace falta el agua. Sus ríos están secos por once meses cada año.
En 2013 Vizcarra, ingeniero de profesión y entonces gobernador regional, prometió a los moqueguanos un proyecto no tan complejo y barato a escala nacional, pero de gran simbolismo para la comunidad: trasladar el agua de este a oeste, entre las zonas altas y lluviosas, hasta la costa de Ilo. Una tubería larga de 60 kilómetros recorrería arenales por dentro de la tierra, con una capacidad de 900 litros de agua por segundo, hacia un reservorio que luego la distribuiría a 36 parcelas por otros 15 kilómetros, para generar agricultura en lo que siempre fue un desierto. Un milagro.
Pero el ingeniero no pudo dar nacimiento a su obra maestra. La gestión regional sucesora dio conformidad a la obra sin probarla, y colapsó meses después al tratar de hacerla operativa. El consorcio que hizo la obra, Obrainsa-Astaldi, deslinda hasta hoy el problema al gobierno regional. A la fecha, ya se han invertido cuatro más extras y más de 50 millones de soles -y contando- para tratar de hacerla andar.
Según todas las fuentes locales consultadas por Sudaca en Moquegua, entre periodistas, miembros del gobierno regional y ex trabajadores de Vizcarra, Lomas de Ilo era su obra más emblemática. La otra puramente suya, el hospital regional, tomó ocho años en terminarse y aún tiene cuestionamientos. El expresidente parece no tener nada más que mostrar en cuatro años de gobernador regional y otros tantos a la cabeza del Poder Ejecutivo. “Fue una gran decepción que no hiciera nada por su región”, señala César Caro, que acompañó al gobernador durante toda la gestión regional y lo siguió incluso hasta Palacio de Gobierno cuando fue vicepresidente.
A nivel nacional, le ocurrió algo similar. La gran oportunidad que tuvo PPK de demostrar su valía ante la población, con Vizcarra como vicepresidente y ministro de Transportes, fue la crisis de El Niño Costero. El Congreso opositor dejó que se destinaran miles de millones en recursos para reconstruir el norte y otras principales ciudades afectadas. “Pero el gobierno, conformado por líderes técnicos incapaces de gestionar a nivel regional lo que hiciera falta, no pudo conectar con las demandas de la ciudadanía”, recuerda Santiago Mariani, profesor de ciencias sociales y políticas de la Universidad del Pacífico.
A Vizcarra se le presentó un escenario similar en el 2020. Tras batallar por más de un año contra el Congreso opositor, logró disolverlo. Ya sin una oposición clara, la pandemia del COVID-19 parecía un momento ideal para conectar con la gente. Pero hizo todo lo contrario. Mariani propone dos grandes fallas. Primero, seis mil millones de soles invertidos en empresas grandes a través de Reactiva Perú y siete millones de personas desempleadas sin capacidad de reacción del Estado. Segundo, a pesar de que el discurso inicial fue que estábamos preparados para una pandemia por los éxitos macroeconómicos de años anteriores, el exceso de muertes del Perú ha superado los 60 mil.
Entonces, si Vizcarra tampoco ‘hace obra’, tampoco ejecuta, ¿cómo se explica su alta aprobación? El ‘Fenómeno Vizcarra’ ha mostrado que, en el escenario político actual, es más rentable oponerse a quienes no entregan resultados concretos que entregarlos uno mismo. La imagen de un político, pese a ser un mal gestor, puede tranquilamente construirse si el enemigo de turno es efectivamente peor. Y los congresos que le ha tocado enfrentar a Vizcarra han cumplido con esa premisa. Nuevamente: no por corruptos, sino por inútiles.
Lo que queda
Manuel Merino asume un gobierno que él mismo cataloga de transición. Aún así, su gobierno trae la incertidumbre típica de un accionar de bloqueo. Para Mariani, el hecho de que un poder del Estado haya decidido bloquear a otro es motivo suficiente para dudar sobre su proceder democrático. Y es que cuando hay dos poderes que fueron elegidos por la ciudadanía, que uno asuma la disolución del otro no puede interpretarse como una necesidad del pueblo.
Pero lo cierto es que ambos poderes se bloquearon mutuamente en un lapso histórico tan breve como un año. El golpe final, sin embargo, no es contra ellos. Lo más perjudicado es la representación social de la política, la institucionalidad de los partidos y la confianza en los procesos electorales. El golpe es hacia esa ciudadanía que en el 2019 nos convirtió, ante el Barómetro, en el país sudamericano con mayor tolerancia al cierre de un Congreso y a los golpes militares.
Hoy, miles de peruanos marchan en contra del Congreso y del nuevo gobierno, y no necesariamente a favor del ‘Fenómeno Vizcarra’. Un fenómeno gaseoso y sin sustancia, explicado netamente por oposición. La personificación de una paradoja vacía. En cambio, aunque parezca contraintuitivo, las marchas no son extrañas en el Perú. Nuevamente, el Barómetro da al país el segundo lugar de la región en cuanto al uso y aparición de manifestaciones sociales, solo detrás de Bolivia.
“Me retiro a mis labores de ingeniero y a revisar temas con mi abogado”, dice a los medios Vizcarra, el día siguiente a la vacancia. Se despide como un personaje que no encuentra mayores elementos para continuar en la lucha política. Deslegitimado en su bandera anticorrupción, desnudado en el fuero de su núcleo más cercano e incapaz de demostrar con cifras, obras u otros los logros de una administración de gobierno que se ha desvanecido de un día al otro. Así de endeble, como si nunca hubiera existido.