Opinión

Un padre de familia describe los estrictos protocolos de seguridad sanitaria para asegurar una celebración libre de Covid. Todos los invitados pasan por una prueba de antígenos y solo entran los que dan negativo. Al final del día, o de la noche, decenas de contagiados. Quien comparte esta situación concluye que “este virus, en verdad, en verdad, no se le entiende”. 

Algo así como si el sindicato SARS-CoV-2 —espero, si la historia es cierta, que no sean del sector Ómicron— se hubiera comprometido con los organizadores de la reunión a que como sus miembros no están en la lista de invitados, no van a ir. ¡Mentirosos!

Mi intención no es tildar de irresponsable a nadie —aunque, al parecer el anterior fue un fin de semana en que por lo menos más de uno lo fue—, ni hablar de ignorancia virológica, sino señalar una deficiencia de la mente, aun de la que ha sido pulida por la educación, incluso formación científica, cuando se trata de decisiones de la vida cotidiana. 

Nuestro cerebro es muy malo para las estadísticas y si hay algo que lo desconcierta es la naturaleza probabilística de la realidad. Un ejemplo: ponemos a una persona frente a un foco y le decimos que se prenderá de rojo 75% de las veces y 25% de azul. Pedimos a nuestro conejillo de Indias que, antes de que se ilumine la bombilla prediga, apretando uno u otro de dos botones, el color de la luz. De 100 veces, la mayoría presiona 75 el azul y 25 el rojo. En promedio acertarán 61 veces, mientras que si en todas las ocasiones van por el azul de todas maneras acertarán 75. O cuando dejamos de comer algo o comenzamos a ingerirlo porque aumenta o diminuye en 20% las chances de tal enfermedad, cuando si no comenzamos por conocer el porcentaje de gente que la sufre, esa cifra no significa nada, salvo para quienes producen la sustancia y quienes arman la estrategia de mercadeo.  

Son muchos los sesgos sistemáticos, predecibles, que hacen tan fácil engañar, sobre todo engañarse, a la mente humana: preferir la información que confirma nuestros prejuicios y enceguecer frente a los datos que los desmienten, sobreestimar nuestras habilidades (100% de los conductores afirman ser mejores que el 50%), o pensar que lo que llega a las primeras planas es más frecuente, entre otros. 

Pero volvamos al virus incomprendido. Todos los exámenes en la entrada dieron negativo. Una medición, pues, es una medición, un acto objetivo que refleja la realidad. Sin llegar al principio de incertidumbre y otras exquisiteces cuánticas, eso no es cierto. Si olvidamos los azángaros de los certificados de vacunación y asumimos que medidor y medido son honestos, quedan varias capas de incertidumbre. 

Puede haber un instrumento de medida defectuoso o puede que los instrumentos de medida no midan lo que se supone miden. Pero aún descartando lo anterior —deshonestidad y lo mencionado— están los famosos falsos negativos y positivos. Basta con un par de los primeros —las víctimas de los segundos, en el caso de la fiesta, deben haberle prendido veletas al santo de su devoción—para que entre meneos, perreos y melodías entonadas a todo pulmón, el virus se haya comportado de la manera más entendible del mundo. 

Estamos viviendo un fenómeno harto complejo. Cerrar las fronteras o encerrar a la gente no lo resuelve. Pero tampoco desentenderse de las sutiles interacciones entre individuo y grupo, las fluctuaciones del contagio, la relatividad de las mediciones, las condiciones epidemiológicas locales, la responsabilidad personal y comunitaria, los márgenes de riesgo que se quiere asumir, las ansias de socializar, el derecho a vivir y no solamente evitar la muerte. Hacerlo es condenarse a creer que se está en la parte final de un cuento de hadas o una tragedia griega. No es el virus el que no se entiende, es la realidad. 

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Lo que vemos en este momento en el ejercicio del gobierno: mediocridad rampante, serios indicios de corrupción, marasmo económico, inacción general y políticas públicas funestas (como el golpe que le acaban de dar anoche, con su participación, a la reforma magisterial), es la esencia de la izquierda en el Perú.

No tenemos una izquierda progresista o liberal, capaz no solo de entender que el funcionamiento de una economía de mercado capitalista no está reñido con un proyecto político redistributivo, y que pueden convivir perfectamente, sino que no está en posibilidad de exhibir cuadros tecnocráticos con la mínima capacidad de ejercer los puestos públicos que su filiación política les regala en estos días de laxitud burocrática.

Se la han pasado décadas criticando a los gobiernos de centro o de derecha, transmitiendo una actitud no solo de superioridad moral sino técnica o académica, y hoy vemos que todo no pasaba de ser fufulla política, porque en los hechos, lo suyo es de una medianía de escándalo, con niveles de impericia y de creciente deshonestidad pocas veces vistos en la historia republicana del país.

Las consecuencias del desastre las vamos a pagar, por supuesto, todos los peruanos, a excepción de la izquierda, que va disfrutar cinco años de sueldos públicos altos y ninguna rendición de cuentas posterior. En medio de un superciclo de materias primas, que nos debería llevar a las tasas de crecimiento exhibidas durante el segundo gobierno de Alan García y a los consecuentes niveles de reducción de la pobreza y el desempleo, el Perú va a perder cinco años por culpa de la izquierda.

Lo único bueno o positivo de esta desventura es que esperamos que esta vez los peruanos aprendan en carne propia lo que significa votar, llevados por un ánimo irracional antiestablishment o por las furias de una situación pandémica que no era culpa de nadie, y que ha permitido que un improvisado como Pedro Castillo lleve las riendas del poder, quien en apenas 130 días de gobierno ha destrozado la economía, ha deteriorado la poca excelencia institucional que exhibían algunas instituciones del Estado y ha degradado las pocas reformas que se habían emprendido en las últimas décadas (como en transporte y educación).

Nuestra izquierda está anquilosada en materia económica y política. No han pasado los años de modernidad liberal, que el mundo ha exhibido, por ella. Sigue atrapada en lógicas binarias del siglo pasado y por eso cuando asume alguna cuota de responsabilidad de poder, guiada por prejuicios y anteojeras ideológicas, provoca desmadres como los que hoy pasa el Perú.

La noticia del fallecimiento, a los 81 años, del cantante costumbrista mexicano Vicente Fernández, ha conmocionado al país del tequila y los tacos. Al resto de Hispanoamérica también, por supuesto. Pero ninguna nación es capaz de imaginar el impacto que debe haber sentido México por tan sensible -aunque predecible si nos ceñimos a sus problemas de salud y edad avanzada- pérdida. 

Para la mayor parte del gran público, Vicente Fernández solo es (era) el nombre e imagen representativa de una cultura folklórica muy antigua -la del mariachi con enorme sombrero, traje de luces, espeso bigote negro y estentóreo vozarrón intercalado por esos ayes agudísimos, que anuncian su llegada. 

En México, «El Chente» -como se le conoce allá- es sinónimo de decenas de películas, cientos de canciones y miles de anécdotas en una trayectoria de más de cinco décadas como cultor de una tradición que, a pesar de estar en declive desde hace mucho, por la muerte temprana de sus más grandes exponentes, es motivo de orgullo e identidad mexicana ante el mundo entero. Como cuando aquí fallece un cantante criollo o de folklore muy popular, con la diferencia de que al «Zambo» Cavero o a Raúl García Zárate los conocíamos los peruanos -y, en el caso del segundo, solo algunos-. En cambio, don Vicente era, tanto por lo que representaba como por su propio talento, un artista global.

¿Por qué el mundo sabe tanto de mariachis, serenatas y tequiladas? Por el intenso trabajo de promoción cultural y turística que hizo México en las décadas de los cuarenta y cincuenta, a través del cine. Las costumbres, comidas, modismos del lenguaje, ciudades y sonidos de este enorme país se convirtieron en patrimonio de la identidad hispanohablante mucho antes de la televisión, las redes sociales, la Calle Ocho y el Grammy Latino. 

Y géneros típicos como la ranchera, sus derivados o el bolero tocado por tríos guitarreros como Los Panchos o Los Tres Diamantes extendieron su popularidad y se instalaron en la mente del público para siempre. Es cierto que, un par de décadas después, fenómenos televisivos como la obra humorística de Chespirito o las novelas de Televisa -incluso en el contexto de estrategia de control sociopolítico que, según muchos expertos, originaron su aparición en los tiempos oscuros del PRI- ayudaron pero, en realidad, todo comenzó con aquellos largometrajes en blanco y negro que inundaron las salas de cine con entrañables personajes, historias cursis y canciones inolvidables. 

Esa presencia, en el imaginario colectivo mundial, de la cultura musical de México en sus extremos más pueblerinos es innegable. Ningún país de América Latina iguala a México en este aspecto. Argentina, por ejemplo, que es un país muy preocupado por cultivar, proteger y difundir su folklore -tanto a nivel de medios de comunicación como de políticas de estado-, lo logró parcialmente, imponiendo el tango como símbolo inequívoco de la argentinidad, pero no pasa lo mismo con el cantor de tango, aun cuando la figura emblemática de Carlos Gardel se mantiene como sinónimo del tanguero de pelo engominado, elegante frac y voz nasal y arrabalera. 

Y, en el caso del Perú que, más bien, se ha empeñado siempre en destruir su acervo folklórico, limitarlo a sus propios contornos (también segmentados por el centralismo y la salvaje diferencia entre capital y provincia) y desaparecer sus posibilidades de hacerse conocido fuera -sin registros fílmicos ni fotográficos, sin simbologías reconocibles en otras latitudes- estamos en las antípodas de lo conseguido por México a través del tiempo. No se dejen engañar por el moderno boom del turismo que ensalza los bailes regionales ni los folletos o videos de PromPerú con parejas de danzantes de tijeras, tonderos y marineras en HD. En países lejanos y ajenos a nosotros como la India o Turquía, nadie sabe qué es un chalán. Pero si un turista mexicano, en un restaurante de Estambul o de Mumbai, suelta el grito y entona «¡y volver, volver volveeer!», todos sabrán que se trata de un charro. Y cantarán, a gritos, junto con él.

Precisamente, fue «El Chente» el primer artista que grabó Volver volver, una de las canciones mexicanas más conocidas, escrita por su amigo y compositor de cabecera Fernando Zenaido Maldonado, que apareció en su séptimo LP ¡Arriba Huentitlán! (1972). Y, desde entonces, se convirtió en su marca registrada y en el sello que certificaba su derecho a apropiarse del inmenso vacío que habían dejado las prematuras muertes de Jorge Negrete (1953), Pedro Infante (1957) y Javier Solís (1966), a los 42, 39 y 35 años, respectivamente. Cuando estrenó esta dolorida ranchera, Vicente Fernández ya era una celebridad en su país y esta melodía pasó a ser -junto con El rey de José Alfredo Jiménez (1965) y México lindo y querido de Chucho Monge (1921) una de las más emblemáticas de la música regional, el alma de la cultura popular, en palabras de Carlos Monsiváis (1938-2010), quizás el intelectual mexicano que más y mejor ha reflexionado sobre este tema, después de Octavio Paz.

A diferencia de «los tres gallos de la ranchera» -en quienes se inspiró hasta alcanzar su propio estilo vocal, señorial y potente, aunque por momentos engolado-, fallecidos antes de llegar a los 45, Vicente Fernández tuvo una vida larga -como su colega Antonio Aguilar, quien falleció a los 88 años, en el 2007-, marcada por éxitos comerciales y el inmenso respeto y cariño que generaba entre el público y sus colegas en el ámbito artístico nacional e internacional. También tuvo momentos muy difíciles como cuando delincuentes asociados a los infames carteles del narcotráfico secuestraron, en 1998, a su primer hijo, Vicente Jr., como se cuenta a detalle en el primer avance de una esperada biografía (no autorizada) del cantante, escrita por la periodista argentina Olga Wornat, El último rey, cuya salida viene anunciándose tras la muerte del cantante y, generará, seguramente, más de una polémica.

De origen extremadamente humilde, Vicente Fernández comenzó a cantar en palenques, estaciones de radio y plazas de toros en su pueblo natal Huentitlán El Alto (Guadalajara, Jalisco) a principios de la década de los setenta y, poco a poco, fue construyendo su prestigio y una impresionante fortuna, merced de las ventas de sus álbumes, grabados siempre para la casa discográfica CBS/Sony Music (más de 70 hasta el año 2020 en que salió A mis 80, su último CD). En las décadas siguientes, ya establecido como el mejor cantante de rancheras vivo y en actividad, acumuló premios y reconocimientos -hasta una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood. En los Estados Unidos se le conoció como «el Frank Sinatra de las Rancheras» y podía llenar el Madison Square Garden o el Radio City Music Hall, acompañado de su inseparable mariachi, guitarras, requintos y violines al servicio de su sonora voz de tenor. Hasta el presidente norteamericano Joe Biden lamentó el fallecimiento del «Chente», a quien describió como un ícono. 

Vicente Fernández ha cantado todas las canciones mexicanas conocidas, desde sus versiones de clásicos de José Alfredo Jiménez, Los Panchos o Agustín Lara hasta sus propios éxitos, algunos de los cuales llegaron a nosotros a través de la televisión novelera, como las populares Me voy a quitar de en medio (tema central de un culebrón de Televisa llamado La mentira, que aparece en el disco Entre el amor y yo, de 1998) o Mujeres divinas, de su álbum El cuatrero (1988). Sus espectáculos realzaban la cultura popular mexicana clásica, en tiempos en que era más fácil pensar en los inocuos conjuntos de pop adolescente y sus derivados o en las bandas norteñas asociadas al delincuente Joaquín “El Chapo” Guzmán, que en la rica tradición musical que generó estrellas masculinas como los mencionados Negrete, Infante, Solís, Aguilar, o femeninas como Lucha Villa, Lola Beltrán y Chavela Vargas.

La muerte de Vicente Fernández se produjo, además, el 12 de diciembre, día en que todo México rinde homenaje a su máxima figura religiosa, la Virgen de Guadalupe. Los cortejos fúnebres y homenajes estuvieron, por ello, cargados de fuertes emociones por esta coincidencia que no hará más que aumentar su leyenda. Dos de sus tres hijos hombres -Vicente y Alejandro- también cantan. Pero fue el segundo quien logró mayor notoriedad con un estilo que combina rancheras, boleros y baladas pop, un buen cantante que logró posicionarse en el mercado juvenil con discos como Muy dentro de mi corazón (1996) o Me estoy enamorando (1997) para luego enfocarse en rancheras y boleros al estilo de su famoso padre. El tercero, Gerardo, por el contrario, veía las finanzas de la familia. El nombre de su enorme rancho en Guadalajara, «Los Tres Potrillos», es un homenaje a ellos. 

Alejandro Fernández, precisamente, entonó Volver volver en la misa de cuerpo presente, como pudo apreciar el mundo entero en la cobertura noticiosa de este hecho que deja sin rostro visible a la música popular mexicana, con lo cual termina de convertirse en un concepto que puede adaptarse a cualquier persona, una franquicia reproducible miles de veces -vestimenta, sombrero, bigote, vozarrón- pero que, en términos de existencia concreta, se quedará a partir de ahora en una especie de limbo. Porque Vicente Fernández era, realmente, el último charro.

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A fines de 1997 el sodálite Jeffery Daniels fue enviado por órdenes superiores a una de las casas de formación que tenía el Sodalicio en San Bartolo, un balneario al sur de Lima, para que realizara ejercicios espirituales. Sólo un grupo de personas sabía cuáles eran los motivos de esta medida, que pronto se convertiría en una suerte de reclusión que duraría casi tres años. A la mayoría de los miembros de la Familia Sodálite que tomaron conocimiento de estas circunstancias, el régimen les parecía raro e inusual, pero pocas veces se preguntaba por los motivos y comenzó a circular el rumor de que Jeffery estaba discerniendo su vocación de monje.

Alessandro Moroni, ex Superior General del Sodalicio, quien entonces tampoco sabía nada del porqué de esta situación, declaró lo siguiente al respecto el 22 de noviembre de 2018 ante la Comisión Investigadora de Abusos Sexuales contra Menores de Edad en Organizaciones, presidida por el congresista Alberto de Belaúnde:

«…nosotros dijimos, literalmente: “algo habrá pasado”. Y eso refleja, un poco, la idiotez, porque yo sé que hay cosas que son del fuero interno, y uno no tiene por qué saberlas. Pero ya la idiotez completa de que alguien viva enclaustrado como si fuese el hombre de la máscara de hierro […] terminaba siendo bizarro, y fue así. Él vivía en la casa del centro de formación y estaba recluido en una parte y creo que salía de ese lugar, e iba a las misas dominicales del pueblo, y regresaba, comía solo, desayunaba solo, almorzaba solo».

Jeffery no fue el primero ni el único de quien se afirmó que podría tener vocación de monje. San Bartolo no era solamente un centro de formación, sino también la Siberia adonde se enviaba a los sodálites que estaban en crisis, y la explicación usual que se daba era de que estaban discerniendo para monjes. Entre diciembre de 1992 y julio de 1993 yo también estuve en San Bartolo bajo ese régimen —aunque no tan estricto como el de Daniels—, junto a Rafael Ísmodes —ahora sacerdote sodálite— y Francisco Rizo-Patrón —actualmente exsodálite—.

¿Cómo es que Jeffery Daniels llegó a esa situación, después de haber estado trabajando ese año en el Colegio San Pedro, administrado por sodálites, como auxiliar en la pastoral de menores, en clases de religión y catequesis, entre mayo y agosto de 1997? ¿Cómo es que el “apóstol de los niños” —cómo se le conocía— terminó recluido llevando una vida de ermitaño dentro de una comunidad sodálite alejada de la ciudad de Lima?

El informe preliminar de la Comisión De Belaúnde reconstruye los hechos partir de varios testimonios, entre los cuales es decisivo el del exsodálite Germán McKenzie, quien entonces era Superior Regional del Perú y que reside actualmente en Canadá. Este testimonio fue enviado como respuesta escrita a un pliego que le hiciera llegar la comisión.

Lo cierto es que es que en algún momento de la segunda mitad del año 1997 un sodalite de rango inferior le comunica a otro sodálite del mismo rango que durante un viaje de misiones al interior del país había sufrido abuso por parte de Jeffery, quien lo había masturbado y luego había hecho que él lo masturbara. No fue la víctima sino este otro sodálite quien le contó el incidente al encargado de su comunidad, José Sam —el mismo que es conocido actualmente como el “rey de los casinos” y que habría hecho aportes irregulares de campaña a la candidata presidencial Keiko Fujimori—. José Sam le comunica el hecho a Germán McKenzie, y éste se lo comunica a Germán Doig, Vicario General del Sodalicio, quien en ese momento se encontraba en Roma, el cual le informa al respecto a Luis Fernando Figari.

McKenzie confronta a Daniels con los hechos y, si bien «el hermano Jeffery no dio toda la información relevante desde el principio de los diálogos [e] intentó incitar a algunos involucrados a restringir la información», admitió tres casos de abusos, que McKenzie puso por escrito en una “Relación de Hechos” fechada el 19 de noviembre de 1997, una copia de la cual fue remitida por Alessandro Moroni a la Comisión De Belaúnde. Las víctimas eran un aspirante y antiguo agrupado mariano de 17 años, con el cual Daniels habría tenido durante tres años relaciones homosexuales casi semanalmente, además de masturbaciones mutuas, tocamientos y besos en la boca; otro aspirante de 17 años y huésped temporal de una comunidad, con quien habría tenido 12 masturbaciones mutuas, además de tocamientos y besos en la boca; un aspirante y antiguo agrupado mariano de 18 años, con quien habría tenido sólo tocamientos y besos en la boca.

Cuando Germán Doig regresa de Roma, dispone que Mckenzie se ocupe del proceso de “rehabilitación” de Daniels, mientras él se ocupaba de las víctimas, de averiguar si había otras y del asunto legal. McKenzie añada que en una segunda conversación que tuvo con Doig, éste «dispuso mantener al Sr. Daniels en un retiro estricto y con ayuda psiquiátrica, buscando su rehabilitación. También dispuso que él atendería a las víctimas y hablaría con los padres de las mismas sobre lo sucedido, pidiéndoles a éstos su autorización para manejar el asunto de este modo. Ambas medidas, me explicó, eran compatibles con lo que la ley mandaba en estos casos. Como el Sr. Doig era mi autoridad inmediata, acepté, insistiéndole en mi opinión de que se consiga la anuencia de los padres de las víctimas para proceder así». Luego, en reunión del Consejo Superior se decide mantener a Daniels en un régimen de aislamiento, no en la casa de retiros de Santa Anita donde vivía Figari, porque éste se opuso, ya que «no quería tener a alguien como el Sr. Daniels en la misma comunidad que él», sino en San Bartolo. Durante este tiempo Jeffery también recibiría tratamiento a cargo del psiquiatra Carlos Mendoza.

Según McKenzie, la finalidad del «retiro estricto del Sr. Daniels era para buscar su rehabilitación. […] La idea era que luego del tiempo que fuera necesario, el Sr. Daniels pudiera reintegrarse de alguna manera a la vida del Sodalicio, alejado de personas jóvenes. Lo más importante era ayudarlo a que haga los cambios personales necesarios para que no abuse de nadie en el futuro».

Lo que habría constituido motivo para expulsar a Daniels del Sodalicio y denunciarlo ante la justicia por delitos sexuales, al final quedó en nada, pues quienes sabían del asunto guardaron estricto silencio. Ciertamente, habría habido un motivo de peso. El 8 de julio de ese mismo año el Sodalicio había recibido la aprobación pontificia, erigiéndose como sociedad de vida apostólica de derecho pontificio, y que se hiciera público el caso de Jeffery Daniels podía poner en riesgo el espaldarazo que la institución había recibido de la Santa Sede. Como de costumbre, la imagen institucional era un bien que había que resguardar a toda costa, un fin que justificaba todos los medios.

Además de los ya mencionados, sabían de lo ocurrido los miembros del Consejo Superior que estuvieron en funciones entre noviembre de 1997 y septiembre de 2001, cuando Daniels sale por fin de su retiro. ¿Quiénes formaron parte del Consejo Superior en ese lapso? Pues nada menos que el P. Jaime Baertl, Óscar Tokumura —quien, además, era superior de la casa de formación en San Bartolo donde se había ubicado a Daniels—, Miguel Salazar, el P. Jürgen Daum —ya fallecido—, Erwin Scheuch, Eduardo Regal, Juan Carlos Len, Alfredo Garland y José Ambrozic. Todos encubrieron a Daniels y omitieron presentar denuncia ante quien correspondía, que es el Ministerio Público.

El encubrimiento fue de tal magnitud, que se habrían tomado incluso medidas para que las víctimas no hablaran. Una de ellas había nacido en el extranjero e iba a visitar su ciudad natal para estar algunos días con su familia. Óscar Tokumura le ordenó al sodálite a quien la víctima le había contado los abusos que viajara con él para asegurarse de que volviera, cosa que cumplió el susodicho a cabalidad, razón por la cual fue felicitado expresamente por Germán Doig (“te quiero felicitar por lo que has hecho, por haber traído a este tipo”). Es de hacer notar que recibir una felicitación en el Sodalicio era algo muy inusual. «Eso era como recibir una estrellita en la frente, porque habías hecho algo bien. No me di cuenta que había sido utilizado para traer a la víctima al matadero o, por lo menos, para que no siga hablando».

Según un testimonio, recién después de la muerte de Germán Doig en febrero de 2001, quien habría hecho esfuerzos para mantener a Daniels en el Sodalicio, es que se presenta vía libre para que el abusador pueda dejar la institución.

McKenzie, quien estuvo a cargo de la gestión, le escribió a Figari en una comunicación del 11 de septiembre de 2001, lo siguiente:

«Tengo la plena conciencia de que, dada la gravedad de los hechos, propiamente correspondería la separación, según los Arts. 65 y 66 de las Constituciones. Sin embargo, me permito sugerir que optando todavía más por el camino de la caridad, en nuestro proceder nos inclinemos más bien a conceder a este hermano el indulto de salida, de acuerdo al Art. 63 de las mencionadas Constituciones, en vistas al bien de la persona de cara al futuro».

McKenzie ha confirmado el contenido de esa comunicación y comentado al respecto:

«Por un lado, el psiquiatra que lo atendía determinó que el Sr. Daniels presentaba dificultades serias para la vida consagrada. También afirmó que el tiempo de retiro estricto lo había ayudado a tomar más conciencia de la gravedad de los abusos que cometió, y a mejorar su conciencia moral, y que el tratamiento recibido por tres años lo había ayudado a establecer ciertos límites a su conducta. Por otro lado, el Sr. Daniels mismo no se veía siguiendo una vida retirada como la que venía viviendo en el futuro. Él mismo solicitó dejar el Sodalicio».

Otro motivo para darle indulto de salida en vez de expulsarlo fue

«para respetar la confidencialidad de la identidad de las tres víctimas que yo había identificado, ya que estaba seguro que no hubieran querido que sus nombres se hicieran públicos si se tenía que explicar una eventual expulsión del Sr. Daniels. Además, me pareció que ese camino era mejor para tener un canal de comunicación con el Sr. Daniels luego de su salida, saber dónde se encontraba, y disminuir lo más posible el riesgo de que el Sr. Daniels volviera a abusar de alguna persona».

Lo que no sabemos es qué medidas se iban a tomar para cumplir esos objetivos y cómo se iba a controlar a Daniels para evitar que cometiera otros abusos una vez que ya no estuviera bajo la férula del Sodalicio y se hallara suelto en cancha, según el dicho popular.

McKenzie dijo no saber de ninguna víctima más de Daniels que las tres que él mismo admitiera, aunque, según un testigo ante la Comisión De Belaúnde, se llegó a identificar a una cuarta y a una quinta víctima. Entre ellas no estaba Álvaro Urbina.

En la denuncia contra Luis Fernando Figari, Germán Doig, Jeffery Daniels, Virgilio Levaggi y Daniel Murguía por abusos sexuales contra menores de edad, que presentó Alessandro Moroni en su calidad de Superior General del Sodalicio junto con su abogado Claudio Cajina el 17 de febrero de 2017 en el Ministerio Público, doce de los veinte casos allí consignados son atribuidos a Daniels. Éstos son los casos que logró identificar la comisión Elliott-McChesney-Applewhite de expertos internacionales convocada por el Sodalicio. Casi todos los casos incluidos en la denuncia ya habían prescrito, y Daniel Murguía ya había sido absuelto por el único caso que se le reconoce. A pesar de que la Fiscalía solicitó los nombres de las víctimas, fue en vano, pues según el abogado no había autorización de los agraviados para comunicar sus nombres. En fin, todo fue nada más y nada menos que un premeditado saludo a la bandera.

Los abusos de Jeffery Daniels habrían ocurrido entre 1991 y 1997, teniendo la víctima de menor edad sólo 10 años, mientras que la edad de las otras fluctuaba entre los 14 y los 17 años. En siete de los casos sólo hubo manoseo y tocamientos indebidos; en otro caso hubo sexo oral con intento de penetración anal; en otro, repetidas penetraciones anales; en otro, relaciones homosexuales varias veces por semana durante dos años; en otro, masturbación mutua con la víctima; el último caso es descrito de manera un poco más detallada: «Repetidamente Daniels trató de hacer que la víctima tocara sus genitales; Daniels hizo que la víctima lo observara a él y a un varón menor de

edad desnudos y jugando con sus penes; y se acercó a la víctima mientras se ponía su ropa interior después de una ducha y lo invitaba a unirse al “juego sexual” con otro menor». No se descarta la posibilidad de que hayan habido más víctimas, considerando que en enero de 2013 alguien que usaba el seudónimo de “La Ciudad te Habla” comentó en el blog Las Líneas Torcidas que Daniels había abusado de casi todos los integrantes de la agrupación mariana a la que él pertenecía.

Finalmente, Daniels obtuvo la dispensa de salida del Sodalicio y se mandó mudar a Estados Unidos para iniciar una vida nueva, aprovechando que, además de la nacionalidad peruana, tenía también la estadounidense. No fue expulsado del Sodalicio, aunque sus fechorías así lo ameritaban. Paradójicamente, el primer expulsado del Sodalicio en toda su historia, y de manera pública, sería Germán McKenzie, por motivos que aún no se han llegado a dilucidar.

NOTA: En mi anterior columna “Sodalicio: El caso Murguía” del 11 de diciembre de 2021 afirmo que Erwin Scheuch era oficialmente Superior de la comunidad sodálite Madre de la Fe y que se encontraba en Roma cuando Daniel Murguía fue detenido por la policía. Según información que me ha proporcionado Óscar Osterling, el Superior oficial de la comunidad Madre de la Fe era Javier Leturia, quien en ese momento se habría encontrado de gira con el conjunto musical Takillakkta, que él mismo dirigía. Asimismo, Osterling cree que Erwin Scheuch ya había regresado a Lima cuando estalló el escándalo

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Sodalicio

Querida Manuela,

Creo que no te he comentado que en Bogotá conseguí varios libros sobre tu vida y la del Libertador. Si bien no hay mucha literatura sobre ti, en los bicentenarios del continente tu nombre ha comenzado a sonar más. Estoy leyendo mucho sobre sus estrategias de combate y el claro su sueño bolivariano.

En mi última carta hablé sobre tu Quinta, pero se me pasó contarte sobre un espacio especial que hay en tu hermoso jardín.  Además de encontrar tu huerto, con las plantas medicinales que cultivabas para sanar y curar los dolores del Libertador, vi escondido entre los coposos árboles y arbustos típicos del Cerro Monserrate, un pequeño descanso con bancas y banderas diversas.

Me llamó la atención así que caminé hasta la zona y me senté en las bancas. Ahí estaban las banderas de Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Bolivia, Panamá y, en el centro, el busto de tu amado Simón Bolívar. Ahí se encuentra el Árbol de la Fraternidad Americana que fue sembrado en 1949 con tierras de todos los países bolivarianos y de Cuba, Brasil, Costa Rica, Haití, Estados Unidos, Nicaragua, Honduras, Chile, Santo Domingo, México y Puerto Rico. Esto me llevó al sueño de Bolívar de tener un continente libre. Creo que ni el Libertador ni tu saben la importancia de la hazaña que lograron. 

Mañana, sábado 18 de diciembre, es el Día Internacional del Migrante. Actualmente hay estudios sobre la movilidad de las poblaciones a detalle. Los movimientos van desde voluntarios a forzosos, por desastres, crisis económicas y situaciones de pobreza extrema o conflicto, esto último cada vez ocurre más en el mundo. Según data de las Naciones Unidades, en 2020 había unos 281 millones migrantes internacionales, lo que corresponde al 3.6% de la población mundial.

Cuando estudiaba en Austin tuve la oportuniad de ser voluntaria en la casa Refugio Casa Marianela, donde trabajaba ayudando a aquellas personas que cruzaban la frontera de manera irregular. Se les hacía una inducción a sus derechos en Estados Unidos, además de darles un espacio donde pudisen dormir y comer. La mayoría de era varones de Centro América y México. En este caso, cruzan la frontera y arriesgan sus vidas para ingresar a suelo estadunidense.

Tu eras de Quito, pero siendo muy joven viajaste a Panamá con tu padre, luego al casarte viniste a Lima y posteriormente fuiste a crear Bolivia y Colombia con el Libertador. Terminaste exiliada en Jamaica y asilada por el gobierno peruano en Paita, Piura. Te movías libremente por el continente. En esa época recién se formaban nuestras fronteras. Ahora, luego de 200 años, están cada vez más marcadas y generan diferencias donde debería haber unión.

La migración desde Venezuela, ocasionada por malos manejos de su gobierno, ha hecho que el Perú reciba 1.29 millones de hermanos y hermanas venezolano/as. ¿Cómo se integra esta población con la peruana? Este número ha sido identificado por el Grupo de Trabajo para Refugiados y Migrantes (GTRM), coliderado por la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), donde además encuentran que hay deficiencias, especialmente por la pandemia, de servicios sociales adecuados para esta población. Es correcto, pero este problema lo viven los nacionales, así como los extranjeros en el Perú. Las diferencias no son muy claras, en realidad las poblaciones se integran bastante bien, todos tratan de sobrevivir con lo poco que el Estado puede hacer.  Por ello es que cuando se buscan sacar políticas o mejoras para migrantes, es complicado cuando los servicios para los peruanos son pésimos. ¿Cómo podemos atender a una población migrante internacional si nuestra población migrante interna no esta atendida?

A diferencia del hemisferio norte, la población no rechaza o abusa de la migrante internacional, son los políticos que usan el discurso. Cuando me despedí de mis amigos migrantes de la Casa Marianela, había un peruano de Chiclayo (cerca a Paita, donde tu viviste), que me preguntó porqué regresaba a Perú, si tenía permiso de trabajo en Estados Unidos. Le comenté que había conseguido un buen trabajo en el Ministerio del Interior y me di cuenta la diferencia entre el y yo. Él había vendido todo los que tenía en Chiclayo para tomarse un vuelo a Guatemala para cruzar la frontera de México, pagar a los coyotes y llegar a donde estaba cruzando en la madrugada, rampeando, a Texas. Solo tenía el nombre de unos peruanos en Nueva Jersey. Regresé a Lima y me contaron que el emprendió su camino hacia el norte.

Cada vez se cierran más los países, los miedos se profundizan, pero la amistad de los pueblos perdura. La historia de América es como la del árbol que está en tu jardín en la Quinta del Libertador cumpliendo lo que tu alguna vez dijiste: “Mi país es el continente de la América, aunque nací bajo la línea del Ecuador.”

 

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Migración, venezolanos

¿Cómo el Congreso le va a dar facultades legislativas en materia tributaria a un gobierno que quiere aumentar el peso fiscal a los grandes contribuyentes, si, en paralelo, deja abandonados a su suerte a proyectos mineros que son los que mayor caja fiscal le brindan?

¿Cómo el Congreso le va a dar las facultades solicitadas, si el Gobierno y junto con él todos los gobiernos locales (regionales y municipales), apenas tienen capacidad de gasto -en algunos casos ni siquiera llegan al orden del 60% de ejecución presupuestal- y no son capaces de invertir a plenitud los recursos que ya reciben?

El superciclo de precios de las materias primas, que disfrutamos, debería colocar al país en un círculo virtuoso de mayores inversiones mineras, por un lado, y de reactivación económica de toda la industria que funciona alrededor de los proyectos mineros que deberían estar en expansión.

Pero un gobierno no solo mediocre -lo que ya sería razón suficiente- sino, además, zigzagueante en materia de señales de confianza inversora, está arruinando groseramente esa inmensa posibilidad económica del Perú.

Entre mensajes estatizantes, que luego son desmentidos, anuncios radicales respecto de proyectos gasíferos, puesta de soslayo frente a la extorsión comunal que sufren minas como Las Bambas, hasta la aún vigente pretensión de instalar una Asamblea Constituyente, lo único que se hace es destrozar la confianza inversora y, por ende, la posterior inversión misma.

En circunstancias de un gobierno propicio a la inversión privada, el 2022 deberíamos crecer en el orden del 5 o 6%. Pero no, apenas, en la mejor y más optimista de las hipótesis, creceremos 2% y hay economistas que estiman un crecimiento de 0% o, inclusive, decrecimiento.

Frente a ese panorama de desgobierno y de medianía, es una ofensa política que el ministro Pedro Francke pretenda que el Congreso le dé carta blanca para que legisle en materia tributaria, financiera y económica, a su antojo y buen parecer.

Lo correcto, por parte del Legislativo, es que le niegue esas facultades solicitadas, que el Ejecutivo presente proyecto por proyecto y que, uno por uno, se vea si se ajustan a criterios técnicos y no a caprichos ideológicos o prejuicios políticos, como los puestos de manifiesto por el propio titular del MEF en sendas entrevistas periodísticas.

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Congreso de la República, Pedro Francke

Con 84 abriles, el director Ridley Scott se ha dado el lujo de estrenar este año dos largometrajes. El primero, The last duel y el segundo, The House of Gucci, film que aún se encuentra en cartelera. Como acostumbra el director, ambas producciones destacan por la producción escénica y de época. Sin embargo, en los dos casos, la crítica y taquilla no les ha sonreído y no precisamente por las mismas razones. 

Ridley Scott lleva más de 30 largometrajes en su haber. Su carrera empezó en los 60,s, se consolidó en los 70,s y ha producido sin interrupciones por más de 40 años. Imposible mencionar todas sus obras, pero entre sus cintas más populares figuran títulos como: Alien, el octavo pasajero, Blade Runner, Thelma & Louise, Gladiator, Hannibal, La caida del halcón negro, American Gangster, Red de mentiras, Robin Hood, Prometeo, Exodus y The Martian

El estreno de «The Last Duel» coincidió con la reapertura de las salas de cine en el mundo. Aunque el director inglés considere que la baja taquilla se debió al poco interés que la nueva generación tiene por conocer hechos históricos. Lo concreto es que para la fecha de estreno, aún la asistencia del público a las salas de cine, era muy escasa. 

Con The Last Duel, el cineasta regresa al cine épico. Aquel que evoca una época para representar un drama que puede tener paralelos en el mundo actual. La historia narra la denuncia de violación que Marguerite de Carrouges (Jodie Comer) realiza contra Jacques Le Gris (Adam Driver), lo que ocasiona un duelo entre este caballero y el esposo de ella, Jean de Carrouges (Matt Damon). 

El guión adaptado del libro de Eric Jager, fue el trabajo conjunto de Nicole Holofcener, Matt Damon y Ben Affleck. Los dos últimos conocidos por tener una amistad desde la infancia y por escribir en 1997 Good Will Hunting, cinta con la que se abrieron camino en Hollywood y con la que también ganaron un Oscar a mejor guión. 

The Last Duel es el regreso de Scott al cine que crea atmósferas densas y salvajes. Ese cine que busca trascender, provocar indignación y encontrar un héroe en pantalla. Como fue el caso del film Gladiador. Pero, en esta ocasión el cineasta asume otra bandera. La bandera de género y deja a ese héroe masculino, por una mujer medieval que retrata el total sometimiento patriarcal que las mujeres han sufrido por siglos. 

La estructura narrativa incluso permite dos puntos de vista de una misma historia, la del agresor y la de la víctima. Acompañada además de un  contexto que retrata ese poder hegemónico de manera potente. El personaje del mismo Ben Affleck, quien encarna al Conde Pierre de Alencon, es una muestra de esta masculinidad que además ejerce el control político y social. 

Mientras que The Last Duel tuvo el infortunio de ser estrenada en un mal momento, The House of Gucci en cambio, contó con la promoción adecuada y se presentó en un momento en que el público asiste a las salas de cine sin tanto miedo. Lamentablemente, la crítica no ha sido favorable con esta última cinta. 

La historia también está basada en un libro. En esta caso, escrito por Sara Gay Foden, sobre el asesinato del heredero de los Gucci. Cuenta en los papeles protagónicos con Lady Gaga como Patrizia Reggiani y Adam Driver en el rol de Maurizio Gucci. Complementan el reparto Jaret Leto como Paolo Gucci, Al Pacino de Aldo Gucci, Jeremy Irons es Rodolfo Gucci y Salma Hayek de Giuseppina Auriemma. 

Ridley Scott se puede dar el lujo de convocar el casting que desee. Su gran prestigio le ha permitido barajar diversos nombres para este film, como Angelina Jilie o Penelope Cruz, hasta llegar al definitivo. Las observaciones no recaen en el casting. The House of Gucci carece más bien de una narrativa que sostenga una historia de la que ya se conoce el desenlace. 

La clara intención del cineasta por exponer una historia de codicia y traiciones familiares se va desinflando por no dar algunos matices a la narrativa y a los personajes que la componen. Lo que pudo convertirse en una de sus grandes obras modernas, no ha tenido el impacto de la taquilla, ni de la crítica internacional, aunque nuevamente el diseño de producción y la propuesta visual sean destacadas. 

No es la primera vez que el director de Alien decide poner a heroínas en la pantalla. No es la única vez que ha mostrado la hostilidad hacia la mujer en un mundo diseñado para los hombres. En un principio pretendió que su film Thelma & Louise tuviera algunos tintes de comicidad para ser tomado más en cuenta. Su intención en 1991 con esa película, fue mostrar mujeres siendo lastimadas. 

Ridley Scott ganó en el Festival de Cannes cuando tenía 40 años, como mejor ópera prima por su primer largometraje: Los duelistas. Se llevó una estatuilla del Oscar a casa por el Gladiador. Ha recibido un premio especial por la mejor contribución del cine britanico y otro a la realización de toda una vida. Además de las diversas nominaciones que su filmografía ha logrado. 

Luego de tantos honores y al mejor estilo de Clint Eastwood, este 2021 ha estrenado estas dos cintas que difieren en contenido y quizás en efectividad, pero que lo consolidan como uno de los realizadores más productivos y vigentes del cine mundial, aún a sus 84 años. 

Ridley Scott

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Cine, Ridley Scott

La ocupación chilena de Lima es sin lugar a dudas uno de los episodios centrales de la Guerra del Pacífico. Se trata de un hecho rodeado de múltiples circunstancias, unas heroicas y otras, por cierto, penosas. Ver, por ejemplo, al monitor Huáscar, ya con bandera chilena, acodado frente a la capital, presto a encender sus cañones. O darse cuenta de que prácticamente no hay testimonios ni periódicos que hablen de estos años por la sencilla razón de que el ejército de ocupación se encargó de copar todos los medios de comunicación, haciendo impensable cualquier disidencia, al menos en tinta y papel.

El tiempo que dura la ocupación chilena es una suerte de nebulosa para los limeños, pero no para los lectores que en Santiago seguían con minuciosidad las noticias provenientes de Lima que publicaban diarios como El Ferrocarril. De manera que intentar rescatar esos años es una tarea muy difícil, por no decir imposible. Sin embargo, el poeta Bruno Pólack Cavassa logra atisbar algunos pasajes de este suceso en su libro La ciudad que no existe.

Pero no se trata de un libro de historia a secas. Lo que mejor define el texto de Pólack es el hecho de ser una crónica que apunta en dos direcciones muy precisas: la primera, recordar efectivamente unos hechos ocurridos durante la ocupación de Lima; la segunda establece un relato de memoria familiar, que explora en los orígenes de la propia familia del autor, orígenes que unen, como un puente, a ambos países. Hay, pues, una suerte de contrapunto en el que la narración historiográfica se relaciona con la aventura biográfica (y privada) del poeta. 

En ambos relatos hay un efecto dramático, al punto de sospechar, como lector, que no hay otra forma de contarlos. Tensión, expectativa, casualidades, azar y premeditación están presentes en el tejido de este libro. Mencioné líneas arriba al Huáscar, el buque peruano más emblemático. Consumado el Combate de Angamos, el Huáscar es llevado a Chile, reparado y puesto en funciones nuevamente, esta vez al servicio de los vencedores. Ese mismo Huáscar es el que estuvo frente a las costas de Lima, ese decisivo 15 de enero de 1881, día de la Batalla de Miraflores, contribuyendo ominosamente al bombardeo de la capital.  

El texto, además, se abre en distintos arcos temporales entre el siglo XIX, el XX e incluso el XXI. El avance del ejército invasor hacia Lima, la huida de familias enteras del horror de la guerra, los vaivenes de un Piérola inconsistente, la honrosa actuación de militares extranjeros en favor del Perú, una historia de amor y abandono, el recurso lúdico de unas llamadas telefónicas o el recuerdo de un combinado de futbolistas chilenos y peruanos que partió de gira a Europa a hablar su idioma de barrio, ese de oraciones de huacha y taquito. 

Quizá decir que esta es una nueva manera de contar la historia sería un entusiasmo excesivo. Diría que es al revés, en todo caso, que lo que hay es una manera de apropiarse de materiales históricos para componer con ellos una crónica que no excluye, felizmente, al archivo familiar. 

La ciudad que no existe. Historias de la ocupación chilena de Lima (1881-1883). Lima: Editorial Planeta, 2021.

La ciudad que no existe


Alonso Rabí Do Carmo es profesor ordinario de la Universidad de Lima, donde imparte cursos de Lengua, Literatura y Periodismo. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y obtuvo el Doctorado en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Colorado. Ejerce el periodismo desde 1989.

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Bruno Pólack Cavass, El Ferrocarril

La cuasi aceptación de la colaboración eficaz de Karelim López señalando que habría entregado dinero, a través de Bruno Pacheco, exsecretario de Palacio, al propio presidente Castillo a cambio de favoritismo en obras públicas, roza los términos suficientes para resucitar, esta vez con mayor fundamento, la posibilidad de una vacancia presidencial.

Karelim López, visitante de Palacio y del pasaje Sarratea en Breña, concurrió entre el 29 de noviembre y el 2 de diciembre, según revela IDL Reporteros, a la oficina del procurador anticorrupción Javier Pacheco y luego a la de la fiscal anticorrupción Karla Zecenarro, con el objetivo de ofrecer su colaboración eficaz.

La misma le fue negada porque Karelim López no aceptó, en principio -requisito legal para acogerse a dicha figura-, admitir culpa en el delito investigado y “luego, revelar, con pruebas, otras ilegalidades que pudieran servir para contrapesar la responsabilidad confesada”. Puntualmente, se le pedía que reconociese haber cometido tráfico de influencias sen el caso del puente Tarata, obra adjudicada, como aparente intercambio de favores.

Está en la cuerda floja nuevamente el Primer Mandatario. Bastará que López, reconvenida por su abogado, acepte lo solicitado por la fiscal y aporte más pruebas, que certifiquen la relativa veracidad de sus dichos, o indicios suficientes de que el tema alcanza al Presidente, y la vacancia volverá a estar en ristre.

Y dado ese caso, esta vez será difícil que los partidos que lo protegieron en la última oportunidad que se votó por la vacancia -particularmente Acción Popular y Alianza para el Progreso-, se sumen al tándem oficialista de protección.

La interpretación más estricta de la incapacidad moral permanente -que fue la esgrimida por el magistrado del Tribunal Constitucional, Eloy Espinoza en su oportunidad-, hablaba de ella como de una minusvalía psíquica, mental, que incapacitase al mandatario para gobernar. La interpretación de Marianella Ledesma y Carlos Ramos -quienes junto con Espinoza, votaron por precisar el tema- era que aludía al incumplimiento de ciertas condiciones morales para ejercer el gobierno.

Ajustada a esta segunda interpretación, más sensata, si se prueba que Castillo, a los pocos días de llegar a Palacio, recibió una coima para facilitar el acceso a obras públicas de una “oferente”, califica de lleno en el rango de incapacidad moral permanente. Por cierto, ¿a esa “chanchita” se habrá referido Castillo cuando, asustado, la mencionó, casi autoinculpándose, aludiendo al contenido de los audios que él temía que saliesen en un programa dominical? Queda claro, una vez más, que el principal promotor de su vacancia es el propio Presidente de la República.

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