Opinión

Lo que es inverosímil es ver a bancadas de derecha votando en el mismo sentido, irresponsable e infantilmente, aferrándose a sus cargos por supuestas “dignidades” políticas, encerrados en una burbuja, sin percatarse que ellos deben oír el mandato popular, inclusive más allá de las urnas, que esa es parte también de su función de representación.

Hoy el Congreso decide los destinos del país. Ojalá, por el bien de la democracia y la paz social, actúe a la altura de las circunstancias.

Dice Pamela Medina en el texto inicial de este volumen: “Entender la obra de Eielson me permitió reconsiderar mi escritura y la forma en que he estado estudiándola. Esa simbiosis a la que me he sentido expuesta no se refiere a una lectura temática y biografista, sino a un profundo cuestionamiento de la forma de decir el ensayo y el lenguaje con el cual se expresa” (p.17).

Una declaración de parte que explica muchos rasgos de este volumen. Hay que considerar, en su lectura, la relación intensa entre el discurso crítico y la disposición gráfica del libro, pues en ese magnífico entrevero el lector puede crear diversas asociaciones que a la larga solo enriquecerán la lectura de Jorge Eduardo Eielson, poeta que por cierto merece ser leído y releído. Saludo las innovaciones de este libro y desearía que fueran un derrotero para lo que viene. Un nuevo panorama para la crítica empieza a verse en el horizonte. Disfrutemos, entonces, del paisaje y evitemos, en lo posible, que pase inadvertido.

 Pamela Medina. Estos ensayos no tienen principio ni fin. Textos para perder la orilla. Sobre la obra de Jorge Eduardo Eielson. Lima: Ediciones MYL, 2022.

El pueblo no es tonto y ya no aguanta. Después de dos años y medio de pandemia, la situación ha empeorado para muchos peruanos de a pie. La pobreza ha subido al 35%, la inflación continúa, muchos siguen luchando día a día para poder llevar un pan a la mesa y con suerte hasta fin de mes.

La esperanza que representó Castillo de acortar la brecha de la desigualdad se vio mutilada desde el primer día de su mandato con un hostigamiento brutal, como nunca antes se ha visto contra un presidente elegido. Obviamente, la poca preparación política de Castillo fue un factor a considerar, pero más grande ha sido el racismo y la lumpenería con que los congresistas y los medios masivos de comunicación han actuado, coactando cualquier iniciativa del Ejecutivo.

Lo que ahora tenemos de facto es una dictadura militar y policial que hace lo mismo que todas las dictaduras de ese tipo: reprimir por la violencia, usando la excusa del terruqueo y el vandalismo. Sin necesidad de justificar los desmanes de algunos de los airados en las calles (entre los que habría que ver cuántos son «ternas» de la misma policía), tampoco puede justificarse que miembros de las Fuerzas Armadas y la policía disparen a mansalva a manifestantes desarmados o armados con tremenda desigualdad de medios.

Solo este hecho deslegitima al poder político actual. Cada muerto y cada herido es una mancha moral más en el prontuario de la clase política tradicional. «La cólera que parte al hombre en niños» está llegando a su límite. Qué pena, qué pena por el Perú. Muy mal Boluarte; muy mal los ambiciosos congresistas.

Eso explica el fenómeno electoral Castillo y nos da razones para entender por qué un porcentaje tan alto de la población respalda su intento de golpe (más allá del inmenso desprestigio del Congreso y la popularidad que despierta intentar cerrarlo, bajo cualquier circunstancia).

Los actores políticos que van a participar en la siguiente campaña electoral deben ser muy conscientes de aquél país al que se enfrentan y las pulsiones autoritarias que anidan en su seno. Y deben ser conscientes, sobre todo, que si esta vez la derecha o la centroderecha gana la elección, es imperativo que salga de su zona de confort, que no se congratule solo de las cifras macroeconómicas y entienda que es urgente, en plazos cortos, generar ciudadanía inclusiva en los sectores más desfavorecidos.

Acá tenemos a las regiones alejadas del poder central; aquellas han desarrollado mecanismos eficaces de protesta, entre los cuales el bloqueo de carreteras se destaca entre todos por su inevitable eficacia. Acá tenemos, reitero, centrifuguismo, distancia, conciencia de sí de las regiones, la que puede ser políticamente canalizada. La rivalidad entre el centro y la periferia nunca ha sido más real, máxime cuando el centro ingresó en un espiral de crisis política desde 2016, y, desde hace 5 años nos ha “regalado” 6 presidentes y 3 Congresos.

En su texto, que trata del neorepublicanismo, Sergio Ortiz Leroux coloca a la sociedad civil como un cuarto poder eventual, al lado de los tres poderes del Estado, aquel se autoconvoca y moviliza cuando los otros tres se desvían notablemente del bien común. Con esto, ciertamente, ni justifico violencias, ni niegos infiltrados, pero tampoco podemos terruquear las protestas sin observar en ellas el hartazgo del Perú provinciano frente al Perú central, con notables toques identitarios, que dan para otra columna.

El poder político central, y todo lo que se mueve a su alrededor no maduraron los últimos 22 años: involucionaron. Regresó la democracia, pero en su versión informal, sin partidos políticos, es más, sin políticos, con pillos, en su mayor parte, con lobistas, desapareció la mínima huella republicana de lo que significa la búsqueda del bien común, prevalecieron los extremos, de la derecha y de la izquierda. Por ello, las regiones piden otros gobernantes al centro del poder y, cada vez más, imponen la agenda de una nueva constitución, o al menos su refrendo. Las cartas están sobre la mesa.

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Tendrán que surgir otras generaciones para que la izquierda peruana, democrática y liberal, recupere presencia y protagonismo. La actual conducción de esa izquierda ha demostrado una lenidad lamentable para la democracia peruana, a quien le hubiera hecho mucho bien, la polémica intensa de izquierdas y derechas, que recuperasen para el país, una ruptura del monopolio del discurso derechista (que, por ello, por cierto, anda adormilado y aburguesado).

La del estribo: imprescindible el libro de Pedro Salinas, Sin noticias de dios. Sodalicio: crónica de una impunidad, donde el autor relata toda su peripecia vital en búsqueda de la verdad y de la justicia en un caso que pone de relieve, ya sin lugar a dudas, la sistemática violación de los derechos humanos básicos que en esa congregación se ha perpetrado a lo largo de los años, investigación que, lamentablemente, hasta hoy no encuentra la justicia debida en los fueros pertinentes y, por el contrario, ha desatado una nauseabunda persecución judicial y mediática.

Se quedaron en casa donde se juegan relaciones incondicionales, con ejes fijos, jerarquías inmutables, que tienen el sello de la supervivencia, que no se rigen por reglamentos, en las que hay estabilidad laboral absoluta y casi nunca causales de despido. En esa matriz que solo los ilusos pueden calificar de nido colmado de amor y solidaridad pero que, no es casual, es la fuente de cuentos de hadas crueles, tragedias griegas, telenovelas truculentas y dramas bíblicos, los jóvenes quedaron prisioneros. Fue algo así como vivir permanentemente en un estadio donde solo se juegan partidos de final mundialista, sin posibilidad de pichanguitas.

Recién estamos calibrando el impacto negativo de lo anterior y las dificultades del regreso a lo presencial, tanto en los centros educativos como en los espacios laborales. Es como volver a conectar con una serie habiéndose perdido un par de temporadas sin tener ni un resumen de lo que ocurrido desde el último capítulo visto, como aplicar a  una visa ante burocracias consulares abrumadas por miles de solicitudes, o lo ocurrido en los hospitales cuando hubo que recuperar todos los diagnósticos e intervenciones quirúrgicas pospuestas por la emergencia sanitaria del COVID.  

Recuperar un buen nivel de resistencia inmunológica, tanto en el nivel orgánico como relacional va a tomar tiempo.

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Muchas de las creencias de estatus se originan por una ventaja en el control de los recursos. Un grupo obtiene una ventaja sobre otro grupo, lo que les permite crear las circunstancias que generan creencias de estatus que los favorecen. Por ejemplo, en una situación de esclavitud, el control físico sobre las personas puede hacer que los controladores aparezcan como superiores a las personas oprimidas. Esta situación a su vez genera creencias culturales de superioridad e inferioridad.

Una vez generadas, estas creencias contribuyen a perpetuar la desigualdad material y la diferencia social, independientemente de los orígenes materiales de estas. Básicamente, los grupos sociales toman algún tipo de ventaja material y la convierten en una ventaja cultural a través del estatus.

Esta ventaja cultural perpetúa las diferencias aun cuando la base material desaparece. Una vez que se desarrollan las creencias de estatus, estas contribuyen a mantener las diferencias sociales y desigualdad.

Para resolver este problema se podría tratar de reducir el poder del estatus como fuerza motriz en la sociedad y de esa manera hacer que la sociedad sea más igualitaria. Sin embargo, hay otro camino, que es no tratar de reducir el poder del estatus sino más bien aprovecharlo para canalizar esa competencia hacia fines socialmente beneficiosos. En cualquiera de los dos casos va a haber resistencia. Cuando las personas tienen una ventaja de estatus, no la abandonan con facilidad.

En democracia las personas trabajando juntas y cooperando pueden aumentar las posibilidades de reducir estas diferencias. Pero para poder lograrlo necesitamos ser conscientes del juego del estatus y así ser capaces de desarrollar fórmulas que interrumpan las creencias que lo mantienen en funcionamiento.

Twitter @rafaelletts

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