Opinión

Según la historia del arte hay seis consideradas “artes mayores”: arquitectura, pintura, escultura, música, danza y literatura (en la antigüedad se hablaba solo de la “poesía” y después se extendió el concepto). De ahí que en la modernidad, siguiendo la secuencia, nos refiramos a la cinematografía, la fotografía y el cómic como el séptimo, octavo y noveno arte, respectivamente (algunos ya mencionan al videojuego como el “décimo arte” aunque eso ya linda con el disparate).

Aunque se han hecho varios intentos académicos (y otros tantos empíricos) por establecer el orden de estas seis artes mayores, en realidad no existe tal cosa. Y no existe porque originalmente no se trataba de sobreponer la importancia de unas sobre otras sino de simplemente establecer cuántas y cuáles eran las expresiones elevadas de la creatividad y el talento humanos que podían alcanzar la categoría de arte.

En ese sentido y con total arbitrariedad, “el primer arte” podría ser la literatura para algunos, la escultura para otros, y así con cada caso. Para mí, la música es el primer arte. No porque haya surgido primero en la humanidad, tampoco porque considere que las demás son menos valiosas, sino por una razón más sencilla y comprobable: la música, en sentido amplio, es, de las artes mayores, la que posee mayor capacidad de influencia inmediata en las personas que se exponen a ella.

La estremecedora obertura coral de la cantata Carmina Burana (1937) de Carl Orff (1895-1982), célebre compositor alemán de música orquestal y sinfónica, por ejemplo, ocasiona reacciones inusitadas en el público, tanto para quien la escucha por primera vez como para el experto que conoce, al detalle, sus movimientos y significados. Un potente riff de Slayer, cuarteto norteamericano de thrash metal, activo desde 1983, sacude todo a su paso y hace saltar a quien lo escucha, de gusto, de miedo o de cólera pero lo hace saltar. Una pausada guitarra acústica tocada por el brasileño Antonio Carlos Jobim (1927-1994), el más representativo compositor de bossa nova, trae calma en cualquier situación. Y así podríamos seguir citando melodías, grupos, artistas, compositores clásicos, populares. No importa el idioma ni el estilo, si está bien hecha, la música emociona, trasciende.

Y ni qué decir de las terapias que basan en la música sus poderes curativos, las actuales técnicas de estimulación temprana para madres gestantes a través del sonido o hasta las investigaciones que se han hecho con animales y sus respuestas ante estímulos musicales. ¿O acaso han visto a un chimpancé o a un perro reaccionar ante un párrafo de Vargas Llosa, ante una escultura de Canova, ante una pintura de Caravaggio?

Escuchar música, el primer arte, va más allá del acto maquinal de conectarse al Spotify o al YouTube. Tampoco se limita a exhibir interminables colecciones, físicas o virtuales que, al final de cuentas, se pueden comprar con dinero. Cuando una melodía, sea del género o de la época que sea, es capaz de levantar tu ánimo, entristecerte o traerte recuerdos -buenos o malos- que creías perdidos, no importa si eres un melómano obsesivo o un radioescucha común y corriente. Importa que esos sonidos impactan tu sensibilidad y la movilizan, activando así tu vida, tu naturaleza humana.

No incluyo aquí “géneros” como el reggaeton, la bachata estilo Romeo Santos o las versiones más actuales del “latin-pop” o del R&B gringo, que son distorsiones de la música latina o del R&B/soul de antaño, paquetes de diversos estímulos -ruidos espasmódicos y repetitivos, farándula y mundo fashion, materialismo orientado al consumo, el status y el lujo, exhibicionismos y pulsiones primarias, animalizantes- que tienen, entre sus componentes, algunos elementos extraídos de fuentes musicales pero que son, finalmente, un producto distinto que opera como distracción y escapismo vacío, infértil. Escuchar música es otra cosa.

Sumergirse en el universo del sonido permite, a los individuos sensibles, recorrer países enteros a través de sus instrumentos, aprender acerca de usos, costumbres e historias de otros tiempos, crear mundos paralelos fantásticos, reconocerse en la música de sus ciudades natales, saber distinguir entre el artista genuino y el mercenario que confunde al público. Es un mundo inagotable que nos conecta con lo más profundo de nuestra sensibilidad, aún sin darnos cuenta.

En la práctica periodística la entrevista es uno de los géneros más socorridos, sobre todo si se trata de explicar asuntos coyunturales. La mayoría de veces, el efecto de estas palabras tiene una duración efímera y excepcionalmente queda retenido en la memoria de los lectores o de la audiencia. Son diálogos de ocasión, resueltos en espacios de una brevedad grosera y con unos criterios de edición que casi siempre dejan que desear.

Pero hay otro tipo de entrevista, llamada a perdurar. Es la entrevista de personaje, esa que en el diálogo proyecta el temperamento y la personalidad de un creador o de alguien dotado de un talento singular. En estas entrevistas, por lo general, no se sucumbe a banalidades, se busca explorar con rigor, se busca explicar con hondura los sentimientos, las percepciones, las ideas de la persona. Claro está, en los medios más convencionales reina la tiranía del texto breve y la creencia –ya arcaica– de que el lector es fundamentalmente un idiota que se aburre rápido y que lo ignora todo y a quien más de mil palabras podrían provocarle un corto circuito cerebral.

Apunto estas ideas a partir de la llegada a Lima de dos volúmenes impecablemente editados por Acantilado, que contienen una muestra de cien entrevistas a grandes escritores de todo el mundo publicadas en la mítica The Paris Review, entre 1953 y 2012. Desde ya, se trata de un libro escuela que responde casi siempre con suficiencia la pregunta: ¿cómo hacer una entrevista de fondo? Es posible que los dos volúmenes se dirijan en primer término a lectores de literatura dotados de un cierto bagaje de conocimientos y lecturas; sin embargo, un mérito de esta compilación es que del mismo modo podría incentivar la curiosidad por descubrir a un autor.

Me pongo como ejemplo. Mi conocimiento del mundo de John Irving (1942), por mencionar un caso, es prácticamente nulo. Pero luego de leer la entrevista de Ron Hansen (volumen II, pp. 1557-1587) y en especial la declaración: “Sigmund Freud fue un novelista con formación científica, aunque él no supiera que era novelista. Y como tampoco los condenados psiquiatras que han venido después de él se han dado cuenta de que era un novelista, han interpretado de un modo completamente demencial sus intuiciones” (p.1565), me parece haber recibido una invitación muy tentadora a buscar algo de Irving.

Imagine ahora un mapamundi de escritores. Estarán, estoy seguro, la mayoría de los canónicos, entre nobeles y otros distinguidos con premios importantes y tocados por una fama que no sería exagerado llamar ya universal. Por nuestra lengua aparecen Gabriel García Márquez, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Camilo José Cela (con la petulancia de siempre), Javier Marías y Jorge Semprún (ninguna mujer de habla hispana en la selección, lo que resulta un poco ominoso y no es por pedir paridad). De cualquier forma, son cien entrevistas para perder el aliento.

The Paris Review. Entrevistas (1953-2012). Traducción de M. Belmonte, J. Calvo, G. Fernández Gómez y F. López Martín. Barcelona: Acantilado, 2020.

A pesar de que, para bien o para mal, Lima ya no es aquella ciudad a la “que dieron colorido Montes y Manrique, padres del criollismo” (Acuarela criolla, Manuel Raygada Ballesteros, 1965), el aniversario de su fundación española -que se conmemora hoy, lunes 18 de enero- nos trae a la memoria esas canciones del folklore costeño que hacen remembranza de aquel talante señorial, esa elegancia mestiza poscolonial que, con todo su anacronismo, aún sirve como afirmación de una identidad cada vez más desaparecida, esa “Lima de antaño”, añorada en poéticos y populares valses escritos hace casi seis décadas, que hoy yace sepultada entre bocinazos de combis, balbuceos reggaetoneros y gritos de cantantes de cumbia norteña.

¿Por qué regresamos a esas tradicionales melodías de tiempos idos e irrecuperables? Quizás porque así escapamos de la realidad abyecta que aplasta a nuestra urbe desde las épocas del genial Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) y sus proféticas descripciones de una Lima que, para él, ya era horrible pero que parecía, definitivamente, un Edén comparada al caos actual. Con todos los reparos que algunos sectores suelen encontrarle a la música criolla -machismo, excesos de cursilería o nostalgia por una aristocracia centralista-, no podemos negar que fue el género que más y mejor le cantó a esa Lima que ya fue.

Escuchemos, por ejemplo, Limeño soy (Augusto Polo Campos, 1964), vals picadito y jaranero que popularizara el Trío Los Chamas: “Y aunque pasen los años, tú eres la misma, mi vieja Lima de ayer y hoy. Llanto de un campanario, noches, luna de plata, luces que te iluminan como un rosario, rejas que siempre escuchan mi serenata”. O la alegrona Lima de octubre (Mario Cavagnaro, 1964), en la que el Conjunto Fiesta Criolla, con Panchito Jiménez y Óscar Avilés en las voces, le cantan al Señor de los Milagros.

Por esas épocas, un veinteañero Gerardo Manuel (que, entonces, firmaba como Gerardo Rojas) adaptó al español un tema del grupo vocal de soul/doo-wop The Drifters, On Broadway (1963), y lo retituló En Lima, para incluirlo en el LP Segundo volumen de Los Shain’s (1967), quinteto peruano de rock y psicodelia nuevaolera. Esta canción -que en 1978 revivió como exitoso single en la experta guitarra jazzera del norteamericano George Benson-, fue una de las primeras canciones no criollas dedicadas a la capital.

La naturaleza rebelde del rock se manifestará con más fiereza durante la movida subterránea, en los ochenta, con bandas como Leusemia y Narcosis que, en 1985, ya no les cantaban a los balcones, la procesión y las tapadas sino que expresaban, a grito pelado, el desorden y la fealdad de una ciudad que se había vuelto hostil, oscura y peligrosa.

Entre jaranas y pogos, la “Ciudad de los Reyes” pasó de ser “romántica y altiva, alegre y primorosa” (Lima de novia, Mario Cavagnaro, 1964) a ser “angustiada, violenta, injusta, mórbida” (Astalculo, Daniel Valdivia, más conocido como Daniel F., primer LP de Leusemia, 1985), en apenas 20 años. Para mediados de los noventa, en plena corrupción fujimontesinista, Los Mojarras ya hablaban de la “nueva” Lima. Una Lima serrana, una Lima provinciana (Nostalgia provinciana, álbum Ruidos de la ciudad, 1994), la que ahora se hace llamar “de todas las sangres” pero que (no tan) en el fondo continúa padeciendo de las mismas taras discriminatorias de siempre.

Pero si se trata de cantarle a Lima, nadie mejor que Chabuca Granda (1920-1983). Desde las archiconocidas La flor de la canela, estrenada por el Trío Los Morochucos en 1953, y José Antonio, vals con fuga de tondero en que son protagonistas, además del criador de caballo peruano de paso José Antonio de Lavalle, el distrito de Barranco y Amancaes, la flor oficial de Lima (¿algún joven fanático/a de realities y TikTok sabrá eso actualmente?); hasta temas menos difundidos como Zeñó Manué (dedicada al periodista y cronista taurino Manuel Solari Swayne) o Lima de veras (considerada su primera composición), estas canciones describen personajes asociados a una Lima tradicional, con un lenguaje preciosista poco común en nuestro folklore y, a la vez, encierran mensajes que, vistos de cerca, revelan admiración por ese clasismo rancio que hoy todos combaten o dicen combatir.

Manuel Acosta Ojeda (1930-2015), el recordado compositor e investigador de nuestro folklore, anotó –en un artículo titulado Canto inspirado a Lima, que se publicó en el semanario Variedades, del Diario Oficial El Peruano- un detalle interesante y acaso, contradictorio, acerca de la música dedicada a Lima, que hoy cumple 486 años. Los tres cantautores que más escribieron sobre las tradiciones de nuestra capital, Chabuca Granda, Mario Cavagnaro y Augusto Polo Campos, son provincianos. De Apurímac, Arequipa y Ayacucho, respectivamente.

Esto no se aleja mucho de la realidad moderna, en la que grupos de rock o alguna de sus variantes más extremas, formados en su mayoría por hijos de migrantes, vomitan insultos contra la Lima actual. Algunos títulos que demuestran eso: Lima se pudre (Los Malditos Gatos, 2017), Pauperrilima (Suda, 2005), La danza de los gallinazos(La Sarita, 2012). O Cielo sobre Lima (2005) del dúo experimental The Electric Butterflies, integrado por los no-músicos Wilder González Ágreda y Roger Terrones, un alucinante viaje de catorce minutos de sonidos sintéticos, computarizados, una agresiva metáfora de la irritante neurosis en la que vivimos.

Desde que se hizo república, el Perú tiene una muy deficiente oferta política. Casi siempre pobres de espíritu, y ladrones o cómplices, nuestros políticos son grandes responsables del subdesarrollo nacional. Los partidos, en paralelo inevitable, son incapaces de dialogar con la ciudadanía, y de ofrecer narrativas que aglutinen mayorías, de modo que haya un adecuado ejercicio de gobierno.

Visto con un lente económico, todo sistema de partidos y sus actores conforman una suerte de oligopolio civil regulado por el Estado. No se trata de una habitual posición de dominio de algunas pocas empresas sobre muchas otras, sino de una estructura donde sólo unos cuantos ofrecen el producto requerido. A partir de regulaciones legales, el Estado determina, en gran parte, el número de sus agrupaciones políticas, así como los patrones organizacionales y calidades de éstas. ¿Cómo hacer para que los partidos produzcan buenos y decentes políticos, y obtengan el mínimo de confianza que requieren para favorecer la conducción del país?

Los científicos sociales peruanos han respondido a esta interrogante planteando sistemas de incentivos y esquemas regulatorios que – con cargo a explicarlo con detalle si fuese requerido y oportuno – aparecen como insuficientes. Propensos, en mayor o menor grado, a mitificar la realidad organizacional de los partidos políticos y la racionalidad del votante, nuestros reformistas no conocen del todo bien a los oferentes actuales del oligopolio partidario local, por lo que sus propuestas carecen de la suficiente fuerza estructural para generar cambios relevantes.

Es indispensable entender la naturaleza organizacional de los partidos políticos para intentar modificar su desempeño. Se trata de grupos humanos conformados por buscadores de poder individual, cuya posibilidad de expulsión por desempeño es casi nula según sus propios reglamentos. Por ello, su margen de actos personalistas y colectivamente contraproducentes es muy grande, casi ilimitado. Sus conflictos están a flor de piel, porque no todos los militantes pueden ser dirigentes ni candidatos a elección popular. Estas pugnas se vuelven definitivas y crecientes en poco tiempo, lo que impide congregar y optimizar todos los recursos partidarios para desarrollar las labores de servicio ciudadano y cohesión interna que, en teoría, se hacen fuera del tiempo electoral. En el extremo, ante la derrota final, el faccioso partidario complota contra sus pares, y hasta lo traiciona públicamente.

Los partidos tienden naturalmente a las argollas, y éstas generalmente responden a los grupos fundacionales y sus líderes, que buscan el máximo y más duradero poder posible, para lo que confeccionan estatutos que impiden la aparición de nuevas figuras. Cuando los partidos son de largo plazo, los únicos revulsivos son las jubilaciones y los nuevos liderazgos exitosos, siempre temporales frente al inevitable deterioro organizacional de toda agrupación política formal. Cada argolla tiene un porcentaje mínimo de militantes relativamente activos, lo que explica la casi vegetativa vida de los partidos fuera de los periodos electorales.

Salvo cuando son gobierno y sus cuadros reciben importantes sueldos del sector público, los partidos tienen poco o nulo financiamiento para sus labores fuera de procesos electorales. Por esta razón, no están preparados para proyectos formativos serios y trascendentes, pues éstos tendrían que ser asumidos por los militantes, que casi siempre están lejos de poder responsabilizarse de una tarea de este calibre. Desde luego, la militancia tiene el orgullo suficiente para intentar cerrarse frente a cualquier influencia positiva externa, de contenidos o liderazgos. Así, cuando las personas más prominentes o valiosas del colectivo gozan de algún tiempo libre, no encuentran atractivo entregarlo a los partidos políticos.

El gran momento partidario son finalmente las elecciones, y ese contexto sólo les exige cierto grado mínimo de profundidad, coherencia y sinceridad, que a veces producen los grupos que alcanzan la victoria electoral. El resto del tiempo, los partidos parecen estar casi incapacitados para realizar aportes sociales significativos.

Este apretado cuadro organizacional se reproduce en cualquier partido, y se manifiesta, en mayor o menor medida, según la historia y realidad social de cada nación. En un país como el Perú, de tan alta precariedad, es fácil deducir lo que sucede en las internas partidarias. Y todo esto se suma a una cada vez más consolidada realidad mundial: la transparencia de la sociedad digital. Hoy cualquiera tiene acceso a un celular conectado a internet, con el que se informa desde miles de fuentes: la gente ve las cosas más crudamente, y es más consciente de sus derechos. Y frente a una realidad de políticos generalmente angurrientos y básicos, obviamente la confianza hacia las organizaciones partidarias erosiona. Ya nadie, además, necesita grandes mediadores (partidos o prensa) para manifestarse: todo ciudadano tiene capacidad de influencia viral desde su celular, lo que puede llegar a provocar manifestaciones colectivas que ningún grupo político puede convocar por si solo. La militancia partidaria no es atractiva, ni rendidora, y por eso es una institución en franco declive. Más aun con el relativismo moral y la consciencia de incertidumbre de las generaciones contemporáneas.

¿Qué hacemos con un oligopolio cuyos oferentes tienen una enorme tendencia al deterioro, nunca funcionaron bien, y pasan por una gravísima crisis de confianza? Obviamente dinamizarlo. Diría que con tres detonantes: permitir que todo oferente sea reemplazado con facilidad, hacer muy exigente la permanencia dentro del grupo de partidos, y asegurar la calidad de los aspirantes a tomar los espacios dejados. Lo primero pasa por disminuir radicalmente los dos grandes impedimentos que todo ciudadano encuentra cuando quiere hacer política: imposibles requisitos para conformar un partido (exigencias irreales en el número de firmas ciudadanas o militantes) y altísimo costo de campañas. Debe volverse sencillo fundar un partido, debe costar el esfuerzo grande pero razonable de unas cuantas decenas de convocantes interesados en dedicar su tiempo a crear una institución representativa con fines electorales. Y todas las campañas tendrían que ser financiadas por el Estado de modo muy austero. Lo segundo implica poner altos umbrales de voto para que un partido siga vigente. Y lo tercero darse cuenta de que los mejores políticos están en la sociedad civil y en los gremios profesionales, porque la buena acción política no requiere otra cosa que sabiduría, liderazgo, capacidad organizativa y vocación de servicio. Eso lo tienen miles de valiosos peruanos, muchos dispuestos a competir por un cargo público, pero se desaniman cuando se enteran que deben pasar por el pantanoso filtro de nuestras organizaciones partidarias, y gastar millones en fundar un partido y financiarse una campaña. En realidad, la propuesta no es otra cosa que hacer extensivo y más real el derecho universal a ser elegido.

No tengo la menor duda de que esta dinamización del oligopolio partidario peruano traería muy interesantes apariciones personales y colectivas. Como experiencia y fuente de aprendizaje para la transformación, una vida socialmente comprometida y proactiva supera por mucho a la militancia en cualquier institución partidaria. Las políticas públicas específicas, que tanto preocupan a algunos opinantes, se consiguen o deducen con un poco de esfuerzo, y están en las redes, archivos y bibliotecas. El apoyo tecnocrático se obtiene, al menos el indispensable para demostrar factibilidad de concretar los valores que se promueven. Los grandes y detallados planeamientos florecen en los servicios civiles, la dirección política es otra cosa, más coloquial y al mismo tiempo más histriónica.

Es común deducir que esto traería un número excesivo de partidos en competencia electoral, pero la verdad es que ya tenemos dicho excedente, y al final son pocos los que llaman la atención de los votantes, y los que se reparten los escaños congresales. Por cierto, no cualquiera tiene los insumos y certezas suficientes para liderar una convocatoria política, que es lo que se requiere para crear una nueva opción partidaria. Así que también ahí hay límites a la expansión de la oferta en mención. Habrían sí, los partidos mafiosos y lobistas de siempre, y ahora con mayores facilidades, pero surgirían alternativas de verdad transformadoras, y acaso revolucionarias. Seguramente aparecerían muchos competidores distintos en cada proceso electoral, pero también algunas organizaciones de relativo largo aliento. Pienso que los riesgos de este camino son aparentes, y en todo caso manejables, pero el potencial de salto hacia el desarrollo es enorme, el mayor posible desde la institucionalidad política.

Desde luego, varias de las propuestas reformistas que circulan en la discusión son razonables: elecciones internas abiertas, simultáneas y obligatorias para toda la ciudadanía como único mecanismo de selección de candidatos; rediseño de circunscripciones y aumento de congresistas para tener volúmenes manejables de representado por congresista. Los sueldos del político elegido deben ser los de un clasemediero, con las protecciones y apoyos del caso, de tal forma que disminuya el interés frívolo por la vida política. Pero todo eso es complemento de lo principal: dinamizar nuestra oferta política y facilitar la participación electoral de los peruanos más virtuosos y comprometidos. Es obvio que hay muchos comunes con capacidad de representarnos, sin ninguna duda mejor que los usualmente elegidos.

Dos libros de reciente aparición nos recuerdan que en el Perú la crítica de cine tiene una tradición interesante y, aunque sus hitos puedan parecer o sean dispersos –e incluso discontinuos–, en actividades como la investigación y el rescate es cuando se cosechan los mejores frutos. Mónica Delgado, gracias a una paciente y ardua lectura, nos devuelve a una pionera de la crítica cinematográfica en el Perú: María Wiesse (1894-1964), quien, con todas sus contradicciones, supo discutir asuntos vinculados a la especificidad estética del cine, la autonomía de su lenguaje y su valor como herramienta pedagógica.

Que su perspectiva en relación con el género fuera más bien singular (ella, recuerda Delgado, defendía la idea de un feminismo enmarcado en las “ciencias domésticas” y vinculado sobre todo a la labor educadora) no le impidió incorporarse a Amauta, la gran revista de Mariátegui, faro de la vanguardia regional.

Resulta igualmente interesante que para Wiesse la actividad crítica adquiriera un perfil profesional, que pensara en una escritura dirigida especialmente al público femenino y que su examen de la cinematografía no se limitara únicamente a la tensión entre el arte y el entretenimiento.

El libro, pulcramente editado, incluye un apéndice con la reproducción facsimilar de algunos textos de Wiesse en Amauta. De allí extraigo esta cita: “El film bien realizado ha de tener argumento propio. Así lo comprenden Abel Gance, Griffith, Ince, Fritz Lang (¿cuándo veremos su “Metrópolis” en Lima?) y Chaplin, que escribe y dirige sus películas. El argumento propio puede desarrollarse con libertad, además es cinematográfico; la novela y la pieza teatral tienen forzosamente que restar amplitud y vigor a un film” (p.173).

Por otro lado, Emilio Bustamante ha seleccionado meticulosamente los escritos que Armando Robles Godoy (1923-2010) dedicara al cine entre los años 1961 y 1963, tanto en el diario La Prensa como en el suplemento 7 Días del Perú y del Mundo. El volumen lleva como título La batalla por el buen cine, y refleja fielmente lo que el cine significó para uno de nuestros cineastas más representativos: una forma de arte por sobre todas las cosas.

Recordemos que películas de Robles Godoy como En la selva no hay estrellas (1967), La muralla verde(1970) y Espejismo (1972) obtuvieron reconocimientos internacionales, que en ellas se puede reconocer el lenguaje original, audaz y sugerente de un innovador; recordemos también que Robles Godoy fue fundador de una escuela de cine, la primera en su género en nuestro país, que fue un entusiasta de los cine-clubes y un promotor de leyes que favorecieran la actividad cinematográfica.

Bustamante, en el estudio que antecede a los textos del cineasta, ensaya un esbozo histórico de la crítica cinematográfica en el Perú (donde aparece en sus inicios María Wiesse) y en ese horizonte ubica a Robles Godoy como uno de los fundadores de la etapa moderna de esta actividad, marcada por la influencia de Cahiers du Cinéma, la influyente revista francesa fundada en 1951. Señala Bustamante que Robles Godoy ofrece “una visión muy coherente del cine como arte y lenguaje” y representa el “paso de una crítica impresionista centrada en el tema y el argumento a otra que busca afirmarse en el lenguaje, la técnica, el estilo y el autor” (p.39). Basta revisar la lista de filmes comentados por Robles Godoy para dar cuerpo a la idea de distinguir, como decía él en sus propias palabras, “el cine y lo demás” (p.265).

María Wiesse y Armando Robles Godoy, dos pioneros dialogando en sus textos, en su visión del cine, en su defensa apasionada de un arte mayor.

Mónica Delgado: María Wiesse en Amauta. Los orígenes de la crítica cinematográfica en el Perú. Lima: Editorial Gafas Moradas, 2020.

Armando Robles Godoy. La batalla por el buen cine. Textos críticos 1961-1963. Selección e introducción de Emilio Bustamante. Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2020.

Cuando en 1821 el Perú dejó de ser una colonia y pasó a ser un país independiente, el modelo primario-exportador basado en la extracción de metales preciosos ya estaba ahí, desde 1535. Pasaba por uno de sus cíclicos periodos de bajo crecimiento, pues la producción de plata había disminuido considerablemente en las últimas dos décadas. Desde 1776, además, las minas de Potosí -fuente del 90% de la plata peruana exportable- pasaron a ser parte del Virreinato del Río de la Plata.

Atada a la caída del sector minero, la rica y ostentosa clase comercial limeña, que importaba y distribuía manufacturas europeas que venían en los mismos buques que sacaban los metales del Callao hacia la metrópoli, perdería poder económico. En un contexto de contracción productiva y comercial que afectó a todos los sectores socio-económicos, la agricultura de la costa y la ganadería, así como la exportación de lana y jabón a otros virreinatos, tendrían un importante aunque insuficiente desarrollo. El hombre del Ande seguirá en condición de explotación y servidumbre, bajo argumentos raciales y religiosos del contexto colonial.

Como puede verse, es una dinámica muy similar a la del subdesarrollo económico contemporáneo: volátil, dependiente de la geografía o del exterior, y beneficiosa para muy pocos, entre ellos quienes explotan a la mayoría de cuyo trabajo viven. En aquellos días casi todos éramos una servidumbre legalizada, hoy somos una precariedad que no tiene tiempo ni holgura para darse el lujo de evaluar sus condiciones de trabajo.

El proceso independentista agrava esta herencia colonial de subdesarrollo, sumándole crisis, pobreza e incapacidad de gobierno. Las guerras traen mucha pérdida poblacional (mayoritariamente pobre, andina y esclava), además de destrucción de infraestructura y tierras, y de extinción de ganado por uso en actividades militares. Muchas familias aristocráticas huyen del país con sus riquezas. Así, la economía pierde considerable mano de obra y capital.

Las nuevas exigencias de gobierno y la crisis en curso evidencian la inexperiencia criolla frente a los asuntos administrativos de Estado. Hay escasas capacidades de cobro fiscal, no hay gendarmería nacional hasta la cuarta parte final del siglo XIX, por lo que proliferan las montoneras y los disturbios. Es claro que no se tiene un control prolijo del territorio ni una penetración descentralizada de servicios que genere una sensación de comunidad viva. El presupuesto público oficial se diseña y formaliza, por primera vez, en la década de 1840. Las prácticas de corrupción colonial continúan sofisticándose. Nuevamente, todo esto también sucede hoy, en lo fundamental: no hay la suficiente experiencia y pericia en la burocracia peruana, hay corrupción cotidiana en ella.

De la depresión económica del periodo posterior a la independencia se saldrá recién a mediados del siglo XIX, con el boom exportador del guano, lo que iniciará el subdesarrollo pendular contemporáneo que hasta hoy conocemos. También por esos años nacerán los primeros atisbos de sector industrial, ese eterno pendiente de soberanía para el que nos faltan insumos conocimiento y de capital. El hombre del Ande seguirá subordinado, explotado y despreciado. El vacío de liderazgo político civil, de una élite legítima con capacidad de gobierno y visión de desarrollo económico, será llenado por caudillos militares, a quienes se aliarán las familias criollas ricas que consideran indigna la acción política republicana, pero quieren mantener sus privilegios económicos.

Puede decirse que la república temprana termina aquí, estabilizada temporalmente por un nuevo ciclo exportador favorable. Es claro que no era viable un país y una sociedad política de las características fundacionales descritas, al menos si el referente son los países desarrollados de occidente. No se construye república y pertenencia en medio del crimen material, emocional y moral que siguió ejerciéndose contra la mayoría poblacional que vivía en la sierra. Tampoco bajo un modelo económico que, en la bonanza, sólo beneficia a una minoría empresarial sin la fuerza, voluntad, capacidad y volumen suficientes para hacerse competitiva a un nivel y forma que permitan el desarrollo y el bienestar mayoritario, tanto en la urbe como en el campo. No puede haber largo plazo y desarrollo en la incertidumbre económica dependiente del exterior, o en el crecimiento con caídas súbitas y brutales, muchos menos sin un Estado con importantes capacidades operativas y una élite civil comprometida y preparada para la dirigencia política. La historia hace pensar que varios de estos elementos disparan y conforman el bienestar general. La democracia parece haber sido una sofisticación posterior, un regalo del progreso y el desarrollo al que han accedido sólo algunos países. Nadie sugiere sacrificarla ni mucho menos, pero sí es necesario resaltar la complejidad que implica el reto político de hoy.

Pasados dos siglos, no se puede decir que no lo hemos intentado. Al menos en teoría, tanto ortodoxos como heterodoxos, sean demócratas o dictadores, casi todos han buscado el desarrollo generalizado a la manera capitalista occidental, uniendo al territorio rural en este destino, pero no han alcanzado los insumos ni los plazos en ninguno de los experimentos. También se ha querido construir Estado y administración pública, y no se ha podido. Nunca hemos tenido una clase dirigente con capacidades de transformación. El desarrollo nos ha sido largamente esquivo.

Pero resulta que no somos los únicos con inviabilidad de origen: no hay país poscolonial que haya alcanzado el desarrollo. Sólo algunas naciones asiáticas de tradición autoritaria y mano de obra barata se han vuelto globalmente competitivas, y acaso abandonado el subdesarrollo. Parece que nunca estuvimos invitados a la fiesta grande del capitalismo, que todo fue ilusión y engaño proveniente de poderosos de diversa escala geográfica.

El bicentenario es, entonces, un tiempo muy propicio para preguntarnos si tiene sentido seguir persiguiendo un tipo de progreso que no parece accesible, sólo alcanzado por algunas de las naciones que colonizaron a otras, y usufructuaron siglos de ventaja comparativa y mano de obra esclava. Si es estratégico seguir apostando por un tipo de expansión en crisis energética y ambiental debido a su insaciabilidad consumista y acumulativa, lo que la obligará a ruralizarse tarde o temprano, a generar un nuevo mundo que ya parece estar en curso.

Alguna vez fuimos una civilización viable: autosuficiente, inclusiva y sostenible, de grandes conocimientos astronómicos, económicos, ingenieriles y agrícolas, de una epistemología donde el hombre era parte de una naturaleza viva y la razón humana tendía al colectivo, a la austeridad y al respeto del entorno. Sin caer en el conservadurismo retrógrada, ni en la mitificación del pasado, debemos recuperar dichas fuentes prehispánicas y, a partir de esas enseñanzas, pensar en un camino propio desde nuestra fusión contemporánea, donde lo occidental tiene un indiscutible espacio, pero no puede ser atadura ni velo.

Debemos encarar el presente con más imaginación y sabiduría que la mostrada hasta hoy, no tenemos casi nada que defender del actual orden. Tenemos que planificar la llegada de un nuevo tiempo en el que nuestro conocimiento ancestral y nuestra biodiversidad serán ventaja geopolítica y garantía de nuestra propia calidad de vida. Será un inicio ahora sí promisorio, y quizá el final de un tiempo oscuro que se inició hace cinco siglos.

El gobierno ya planifica retomar cierto nivel de confinamiento para enfrentar la segunda ola en curso (ya hay regiones que han igualado el pico de fallecidos diarios de la primera ola).

Personalmente, no creo que sea la estrategia correcta. Por lo menos empíricamente hablando, quedó demostrado que la feroz cuarentena de marzo del año pasado no incidió en la brutal curva exponencial de crecimiento del número de fallecidos que tuvimos en paralelo al confinamiento. Este virus parece contenerse con cuidados personales intensivos (mascarilla, lavado de manos y distanciamiento social), antes que con cuarentenas colectivas rígidas.

El confinamiento destruye la economía, afecta, por ende, el empleo, e incide directamente en problemas de salud que a la postre generan igualmente muertes, sin contar aquellas que a mediano plazo produce la desnutrición concomitante al crecimiento de la pobreza.

Pero si finalmente, el Ejecutivo va por ese camino, ojalá se trate de un confinamiento inteligente. Por ejemplo, podría iniciarse cerrando restaurantes, casinos y gimnasios, focos potenciales de contagio por la inevitable cercanía que se genera en su interior.

Se calcula en cerca de cien mil restaurantes formales los que hay en todo el Perú y otros ciento veinte mil informales. Si calculamos en diez el número promedio de comensales diarios que estos locales albergan, estaríamos hablando de dos millones de personas que cotidianamente se sientan alrededor de una mesa (ningún restaurante ha ampliado su tamaño, solo las ha espaciado).

Asimismo, hay cerca de dos mil gimnasios en el país y acuden a ellos medio millón de personas cada 24 horas. Y en cuanto a los casinos, suman 750 salas de juego autorizadas a nivel nacional. Si le ponemos una media de cien personas al día suman 75,000.

Entre restaurantes, gimnasios y casinos, hay alrededor de dos millones y medio de ciudadanos peruanos que todos los días se exponen al peligro de contagio y contribuyen a la posterior irradiación del virus.

Para aliviar el impacto económico de su cierre temporal se puede desplegar un nuevo Reactiva para estas empresas, subsidiar su planilla y eventualmente emitir bonos para los afectados de toda la cadena productiva que funciona alrededor de aquellas (y cabe considerar que los restaurantes pueden seguir operando por delivery). Se puede manejar mejor una respuesta fiscal (ajustada a los nuevos tiempos de vacas flacas) y a la vez se contribuiría de manera eficaz a la contención del covid19. Un medida mucho más digerible que una cuarentena absoluta, sin distingo ni medida del daño.

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Cuarentena

La autora del libro es profesora emérita de la prestigiosa Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard. Sin embargo, su conferencia no tiene los visos de una conferencia universitaria, y pasados los primeros minutos, Shoshana Zuboff ha transformado el auditorio en una suerte de manifestación religiosa en la que un público entusiasta grita y corea adjetivos y nociones que caracterizan la nueva realidad digital que nos rodea: “distopia, control social, manipulación, Orwell, inteligencia artificial, concentración digital”, etc. La doctora Zuboff, aprueba satisfecha a sus nuevos catecúmenos, y presenta y lee listas similares recogidas en sendos eventos llevados a cabo en auditorios de universidades e institutos académicos en Europa y Estados Unidos, ─desde el lanzamiento en inglés de su libro La era del capitalismo de la vigilancia. No obstante irse acercando a los 70 años, parece que lleva un año de ciudad en ciudad en una especie de campaña política.

Intuyendo quizás que en algunos idiomas la expresión Capitalismo de la vigilancia podría resultar enigmática o incluso obscura, la autora se apresura a presentar el concepto ─en la primera de las más de 900 páginas del libro─ en ocho acercamientos circulares que lo intentan describir, resumir y acotar, aunque no siempre con éxito. Así tenemos: un nuevo orden económico que se apropia de la experiencia humana y la utiliza como materia prima con fines comerciales ocultos de extracción, predicción y comercialización. Una lógica económica parasita en la cual la producción de bienes y servicios se haya subordinada a una nueva arquitectura global de modificación comportamental. Una mutación criminal del capitalismo marcada por una concentración de riqueza, conocimiento y poder sin precedentes en la historia de la humanidad. La cuarta definición a ojos del lector aparece tautológica: el marco fundacional de la economía de la vigilancia. La quinta y sexta definición es vaga y algo paranoica: una amenaza contra la naturaleza humana en el siglo XXI como lo fue el Capitalismo Industrial en los siglos XIX y XX. El origen de un nuevo poder instrumental que pretende dominio sobre la sociedad y comporta alarmantes retos a la democracia de mercado. La séptima y octava tampoco aportan al lector mayores luces a la comprensión del concepto. Un movimiento que tiene como objetivo imponer un nuevo orden colectivo basado en la certidumbre total. La expropiación de derechos humanos fundamentales que se puede entender mejor como una usurpación desde arriba: un derrocamiento de la soberanía popular.

Hacia mediados de la Introducción, el lector entiende que la bestia negra de la doctora Zuboff es Google y otras empresas similares ─Microsoft, Amazon, Uber, Twitter, y sobre todo Facebook. Ese grupo de empresas, en palabras de la Doctora Zuboff, tienen como objetivo enajenar a la humanidad de su capacidad de elección. Los servicios digitales tales como correo, mapas, música, mensajería instantánea y otros contenidos, y a los que buena parte de la humanidad accede ─ gratuitamente─ son las artimañas que nos mantienen prisioneros en una suerte de isla Homérica de Calipso y que nos impiden darnos cuenta que paulatinamente vamos perdiendo la esencia de nuestra humanidad. El ser humano terminará convirtiéndose en un amasijo de valores numéricos conocidos con el nombre genérico de Usuario.

El libro es rico en anécdotas corporativas: la Doctora Zuboff trabajó algunos años como consultora y analista para esas empresas que denuncia y buena parte de su investigación está basada en materiales recopilados de primera mano y de entrevistas a profesionales y especialistas de la industria digital. Pero el libro no es un libelo con intención de escándalo, se trata más bien de un trabajo sistemático y meticuloso de acopio de materiales en torno a un marco teórico que algunos de sus lectores aun recuerdan: el mecanismo marxista de la Plusvalía.

De la misma manera que el capitalista ─en la construcción teórica de Marx─ explotaba al obrero de la Inglaterra industrial ─a ese proletariado que solo era dueño de su prole─ al enajenarlo de los medios de producción y del producto directo de su trabajo para apropiarse de la Plusvalía del capital, la alianza de mega corporaciones digitales modernas recupera una suerte de plusvalía digital que pertenecería a los usuarios. Se trata de la información residual ─o, meta información─ que genera cada interacción nuestra con el mundo digital: cada detalle imaginable de nuestras transacciones con la red, y que una vez digitalizados se convierten a su vez en la materia prima para que la inteligencia artificial de los super ordenadores de Google, Facebook y Amazon entre otros nos puedan explotar, manipular, conducir como ganado y usurparse a nuestra propia voluntad individual.

La Doctora Zuboff es prolija en ejemplos: de la industria domótica que colecta millones de datos sobre nuestras costumbres y hábitos domésticos, a los millones de cámaras y sistemas de vigilancia digital en las calles que capturan los rostros y expresiones de los humanos para transformarlos en información analítica y poder predecir las emociones y sentimientos de los usuarios ante nuevos servicios y productos.

Cabe señalar que el libro mezcla avances tecnológicos en producción ─el comercio electrónico, y los servicios digitales como Uber y Facebook─ con otros que apenas se están desarrollando ─el reconocimiento facial y la capacidad de predicción de las emociones humanas─, se soslaya también las medidas legislativas y regulatorias que la Unión Europea, Estados Unidos e incluso ciertos países de Asia están implementando con la finalidad de proteger la integridad y privacidad de los usuarios de servicios digitales.

No obstante, la necesidad argumentativa de acumular datos e historias, definitivamente, el libro intenta una y otra vez construir un marco teórico y desarrolla conceptos ─incluso con esquemas gráficos─ para ir más allá de la anécdota. Sin embargo, muchos de esos conceptos resultan gaseosos y poco convincentes.

Usuarios del mundo uníos

Lo que destaca el nuevo capitalismo de vigilancia es la magnitud de los datos personales capturados gratuitamente y las inferencias lucrativas de comportamiento que permiten, predicciones, para su comercio en general a otros empresarios o viceversa. Lo que destaca el nuevo capitalismo de vigilancia es la magnitud de los datos personales capturados gratuitamente y las inferencias lucrativas de comportamiento que permiten, predicciones, para su comercio en general a otros empresarios o viceversa.

Jorge Yui

Según Zuboff, lo que caracteriza al nuevo capitalismo de vigilancia es la magnitud de los datos personales capturados gratuitamente y las derivaciones lucrativas de comportamiento que permiten, predicciones, para su comercio en general a otros empresarios o viceversa.

Se trata de una reflexión valida e interesante que relanza la discusión sobre el modelo de negocio digital y sobre la aparente gratuidad de los servicios digitales masivos en internet. Pero ¿se puede afirmar que la industria de los teléfonos móviles ─y el desarrollo de Android, como sistema operativo gratuito─ tuvo lugar con el solo propósito de hacer más fácil la recolección de datos sobre los usuarios fuera de sus hogares?

Hay ─a lo largo de La era del capitalismo de la vigilancia─ un espíritu de manifiesto político, un reclamo a los lectores a reflexionar y unirse contra una serie de monstruos corporativos que parecen estar complotando para despojarnos de nuestra voluntad, de nuestros gustos, de nuestras ideas y deseos. Hay varias páginas dedicadas a la campaña política y al gobierno de Obama y se analiza cómo funcionó el mecanismo de puerta giratoria entre Google, Microsoft y los tecnócratas reclutados como especialistas para operar los ingentes recursos dedicados al análisis de datos para comunicar y convencer a esa nueva generación digital. No queda claro si, para Zuboff, toda comunicación digital a cierta escala implica manipulación del usuario.

La era del Capitalismo de la vigilancia tiene fecha de nacimiento a inicios del siglo XXI, luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Hay según la autora, un momento de convergencia en el cual las enormes inversiones de capital en tecnología informática ─en búsqueda de un modelo de negocio de rendimientos sostenibles─ se suman a un contexto político e ideológico ─en situación de excepción y crisis de seguridad nacional─ para justificar la utilización de esa formidable capacidad informática y ponerla al servicio de una verdadera industria de la vigilancia del individuo. Los enormes presupuestos de seguridad de los Estados Unidos contribuyeron al desarrollo de una tecnología cada vez más especializada en la vigilancia del individuo, y en los investigación y creación de algoritmos especializados en establecer relaciones entre contextos sociales y comportamientos individuales.

Evitar el Síndrome de China

Los usuarios chinos viven ya en una sociedad regida por el “totalitarismo digital”, del más puro tipo Orwelliano: no sólo viven confinados en una suerte de gran muralla digital que filtra o impide ─el libre acceso a las redes sociales internacionales. A través de un esquema de premios y castigos ─con efectos que van más allá de la vida digital─ el comportamiento de los usuarios chinos está siendo condicionado en un enorme experimento de ingeniería social. La omnipresencia urbana de sistemas de captura de imagen y reconocimiento facial, el predominio de tecnologías de captura y análisis biométricos ─huellas digitales, registro de voz, análisis de la retina ocular─ sumado a la cantidad de meta datos que los mismos usuarios generan en sus interacciones en los salones de chat y en canales comerciales, permite a los poderes políticos y económicos establecer y acceder a un sistema de valoración de “comportamiento correcto o normal” que puede conllevar a que un usuario sea declarado no apto para convertirse en sujeto de crédito, porque un sistema de puntos virtual controla si el usuario ha cruzado la calle utilizando el crucero peatonal, o si arrojó un papel en la calle, o si fumó en el metro.

Así el acceso al crédito ─o, llevado a su caso extremo─ a cualquier servicio digital que el usuario chino desee o necesite, potencialmente puede ser utilizado para condicionar un “comportamiento social” conforme con las expectativas del gobierno central. Las redes y circuitos de interacción social, al adoptar ese mismo sistema como base de aceptabilidad y confianza, irónicamente fomentan la desconfianza y ansiedad de tratar con personas sin “pasado” o “identidad digital”. Así, la metáfora del “Gran Hermano” se convierte en un “Gran otro” ─igualmente omnipresente y anónimo─: la “comunidad” de usuarios, ─abstracta, sin identidad─, que insensiblemente se encarga de controlar y asegurar el cumplimiento y conformidad con las políticas de comportamiento establecidas por un estado central en estrecha articulación con los poderes económicos que operan la infraestructura digital del país.

Epilogo

La era del Capitalismo de la vigilancia, a pesar de un discurso a ratos farragoso y a veces oscuro, se lee con interés y la misma facilidad que una buena novela de ciencia ficción. No hay duda que trata de un asunto de extrema actualidad y que nos compete a todos. La información y referencias que maneja el libro son recientes y en la mayoría de casos están correctamente utilizadas. Sus conclusiones, sin embargo, a veces pueden llegar a ser tendenciosas.

La crisis de la pandemia ha demostrado la formidable capacidad del mundo digital y de sus usuarios. El lado positivo ─el comercio digital que remplazó el imposible contacto físico, la comunicación necesaria para coordinar esfuerzos de países para prevenir un impacto mayor en muchos países, la cantidad de contenidos creativos de calidad que el mundo compartió para combatir el aislamiento forzado; pero también el innegable aspecto negativo ─las cadenas de noticias falsas, las campañas de desinformación, los virus digitales y el temor creciente del robo de identidad.

En las últimas décadas del siglo pasado, pensadores como Marshal Maccluhan se lanzaron en sesudos análisis que explicaban como el control de la prensa escrita, la industria del cinema y la producción de contenidos para la televisión iban a determinar la evolución misma de las sociedades modernas. Inversiones astronómicas, fusiones y adquisiciones inverosímiles a nivel mundial dieron nacimiento a grandes grupos de grandes medios con decenas de periódicos y revistas, los cuales ─medio siglo más tarde─ penan por subsistir. Incluso en la industria digital pocos recuerdan a Netscape, American Online, Blackberry, Nokia mientras que Yahoo es un fantasma de lo que fue en los años noventa.

En las últimas semanas se han lanzado sendas iniciativas en Europa y Estados Unidos contra el predominio monopolístico de Google y Facebook, igualmente Amazon está bajo escrutinio. Sanciones financieras impuestas por gobiernos que alcanzan los cientos de millones no son raras en esta industria. Muchos estados europeos han lanzado programas para legislar sobre el mundo de los datos digitales y proteger mejor la soberanía de la identidad numérica de sus ciudadanos. Se puede también distinguir una tendencia creciente en tecnologías que prescinden totalmente de la obligatoriedad de compartir los datos personales del usuario.

No hay duda, que es urgente una reflexión sobre nuestra propia dependencia material y emocional con esa infraestructura que ha adquirido en pocas décadas la misma importancia que la electricidad, la seguridad o el transporte. El libro de la doctora Zuboff es sin duda una valiosa contribución.

Proyectar o asumir conclusiones sobre una realidad dependiente del desarrollo y evolución de tecnologías tan cambiantes y sus modelos económicos, sin embargo, me parece apresurado y peligroso.

La era del capitalismo de la vigilancia. de Shoshana Zuboff, Paidos Iberica; 912 páginas

Ginebra, 26 de diciembre de 2020

Craso error ha cometido el ministro de Educación Ricardo Cuenca si acaso albergó la idea de desactivar los colegios de alto rendimiento, COAR, por aparentes discrepancias con el modelo educativo que está detrás de los mismos.

Al final, ha retrocedido a medias y ha anunciado que hará los esfuerzos por mantener el esquema de admisión de este año (no ha sido del todo claro), aunque la explicación de que lo hizo porque el presupuesto no le asignaba partida para este año no parece ser tan cierta, ya que sí existe ese pliego considerado. Sería deseable una mayor precisión por parte del titular de Educación.

Es verdad que el esquema de los COAR es controversial. Hay expertos en la materia que señalan que la excelencia educativa debería ser general al sistema público y no circunscrito a ciertas unidades escolares destinadas a los alumnos con mejor rendimiento o mayores capacidades intelectuales, así como otros que estiman que construir una pirámide no es necesariamente malo y que, inclusive, podría ayudar a irradiar paulatinamente mayor calidad al conjunto.

Pero lo que no admite disenso es la tesis de que si alguna decisión estratégica se va a tomar al respecto (si mantener los COAR o desactivarlos), ello no le corresponde a un gobierno de “transición y emergencia”, como el propio presidente Sagasti gusta de calificar a su administración.

Las tareas del actual gobierno son pocas y muy claras: luchar contra la pandemia, reactivar la economía y asegurar elecciones limpias. Además de ello, solo tareas administrativas que aseguren el mejor funcionamiento del Estado. No le da la tela para hacer reformas. Tampoco el tiempo. No tiene la legitimidad de origen para animarse a hacer cambios de fondo en ninguno de los aspectos de la administración pública.

Haría bien por ello el Presidente en llamarle la atención a sus ministros y funcionarios de primer orden al respecto. Si alguno de ellos quiere dejar impresa su huella digital en el portafolio que administra, pues que renuncie, se inscriba en algún partido en la contienda y espere a que gane para, con el respaldo institucional de los votos, animarse a hacer reformas de fondo para el periodo de cinco años que le correspondería.

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