Opinión

[DETECTIVE SALVAJE] Este año, una de las novelas más representativas de la cultura peruana tiene su aniversario. Los ríos profundos, de José María Arguedas, se publicó en 1958, hace 65 años. La obra es un puente entre el quechua y el castellano, entre las costumbres indígenas y el Perú occidentalizado.

En Los ríos profundos, Abancay es un paso en una escalera cuyo fin es subsistir. Ernesto llega ahí con su padre, que busca trabajo de pueblo en pueblo de la costa y sierra peruana. Se instala en un internado, bajo la tutela de los curas. Ahí conoce al Lleras, por ejemplo, el matón del colegio, y a su cómplice, el Añuco. También a Antero, con quien Ernesto descubre lo que es la amistad. Este le enseña a hacer bailar el zumbayllu, un trompo con poderes mágicos. En el colegio, en el patio donde pasan los recreos y las tardes, Ernesto ve replicada la jerarquía, la perversidad y la injusticia que ha conocido en el centenar de pueblos a los que ha llegado con su padre. Incluso a quienes les coge cariño en algún momento muestran su lado oscuro, y eso para Ernesto es una desilusión.

Él no solo vela por su propia subsistencia. También arriesga el pellejo por los indios, que viven bajo la opresión de los hacendados. Acompaña a Doña Felipa a repartir la sal robada, y la admira después de su huida.

Los ríos profundos es un libro que nace de la propia experiencia de su autor. Como el padre de Ernesto, el de Arguedas también era un abogado itinerante que saltaba de pueblo en pueblo buscando trabajo. Mientras viajaba, José María y su hermano Arístides quedaron a disposición de su madrastra y hermanastro, quienes los maltrataban. Los dos jóvenes no aguantaron la situación y escaparon de la casa. Por dos años, vivieron con los indios en la hacienda Viseca. De ellos aprendieron el quechua y sus costumbres. Cuando su padre regresó, recogió a los hermanos y, tras parar en varios pueblos de la sierra, se asentaron en Abancay.

La vida de Arguedas y Los ríos profundos son historias de supervivencia. Todo sea por la vida propia, y si se es una buena persona, por la vida ajena. Cuando, por el final de la novela, la peste llega a la ciudad, la desesperación por vivir se vuelve más evidente. Y aún ahí, cuando la muerte toca la puerta, Ernesto arriesga su vida para cuidar a Marcelina, la Opa, una mujer loca de quien los otros estudiantes y los curas abusaban.

A fin de cuantas, la vida, por más desgarradora que sea, es lo que más valor tiene en Los ríos profundos.

Por esos años, también apareció, en México, Pedro Páramo. Las similitudes entre ambas novelas son notables y la relación entre los autores, Arguedas y Juan Rulfo, estrecha. El vínculo entre el padre y el hijo, la presencia de la religión en el corazón del pueblo peruano y mexicano, el indio y sus costumbres son temas que aparecen en ambas obras maestras. Pero hay un ámbito en el que se oponen: la vida y la muerte.

En Pedro Páramo, la vida es una anécdota y la muerte lo único real que se puede apuntar y decir ahí está, irrefutable. Es como si la peste de Los ríos profundos se tragara Abancay y escupiera Comala, a donde Juan Preciado va para buscar, como Ernesto, a su padre. Ahí, hasta las hojas que se escuchan rodar sobre el polvo están muertas; solo queda el eco de ellas, de los ladridos, del paso de un caballo. Para contar la historia de Pedro Páramo y su hijo Miguel, el narrador debe recurrir al pasado, que, como en Faulkner, se intercala con las distintas voces del presente y el futuro.

El miedo que Ernesto siente por la muerte pierde sentido en Pedro Páramo. Cuando Juan Preciado muere, nada cambia. Ahora vive bajo tierra, pero siente la humedad de la lluvia y conversa con los muertos que tiene cerca. Piensa en su madre, oye los lamentos de los otros cadáveres, mira la tierra como antes miraba el cielo.

Lo surreal en Los ríos profundos es un recurso cultural. Se habla de la magia que tiene el trompo, de las creencias indígenas. Lo inexplicable sucede siempre en la mente del niño, que mira el mundo con ojos que los adultos han perdido. En Pedro Páramo, lo sobrenatural se adueña de lo real, y es un recurso literario que, en las siguientes décadas, dio forma al Realismo Mágico del Boom.

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[EN EL PUNTO DE LA MIRA] Cifra realmente reveladora sobre los cambios de problemas que aquejan actualmente al peruano promedio. Cambios que pasan –de acuerdo a los resultados de varias encuestadoras– por el impacto que ha generado la corrupción desde la transición a la democracia.

Pero eso no quiere decir que estos problemas no estén estrechamente vinculados. Parece que son cambios sin vínculo alguno, pero no es así. Si tomamos en cuenta la crisis generalizada de la política partidaria a la luz de lo sucedido por los sobornos de la constructora brasileña Odebrecht, podemos apreciar –según también los resultados de varias encuestas– que los peruanos piden mano dura para gobernar el país.

Es allí donde podemos encontrar la conexión. Conexión que pasa por vínculos con políticos radicales, de mano dura, que no se hacen problema de tener relación con exterroristas o con grupos que pregonan el pensamiento de Abimael Guzmán. Allí tenemos –por ejemplo– la alianza política entre el etnocacerismo de Antauro Humala y el Movadef para los comicios electorales del año 2016.

Ahora, ¿cuánta relación existe entre memoria y preferencia electoral sobre exterroristas que entran a la vida política? Solo tenemos el caso de Yehude Simon, quien fue dos veces presidente regional en Lambayeque y ex primer ministro del gobierno de Alan García. Pero es un caso aislado. ¿Qué sabemos del resto? Nada.

El año 2008, La República entrevistó a Aníbal Apari y Alberto Gordon –dos exemerretistas– quienes fundaron el movimiento político Patria Libre. En dicha entrevista, ambos sostuvieron que querían formar parte de la vida política del país. Que estaban arrepentidos.

¿Realmente es cierto? Alberto Gordon, luego de su excarcelación, se reincorporó a San Marcos a estudiar sociología, cuando yo era estudiante. Recuerdo la conversación que tuve con él. Hablamos sobre su entrevista. Lo que pude apreciar –aún lo recuerdo– es cómo hablaba de la falaz “democracia burguesa” y las justificaciones a los actos terroristas del MRTA. No le noté cambio alguno.

Asumamos posición política: cuidemos, pese a sus defectos, la democracia.

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Las gestiones mediocres de Dina Boluarte en el Ejecutivo y de Rafael López Aliaga en la municipalidad de Lima, están socavando los activos que la derecha debería capitalizar para el 2026, ante el desprestigio de la izquierda por su labor de comparsa del calamitoso régimen de Pedro Castillo.

Es claro que los conceptos de izquierda y derecha pueden ser diáfanos para un analista político o un politólogo, pero son imprecisos y difusos para el ciudadano común, y en esa medida, las encuestas que miden ello deben ser tomadas con pinzas, pero es una constante, en todas las encuestas, que la mayoría del país se define de centro, seguido de la derecha y muy por detrás de la izquierda.

Hoy, la situación sociopolítica del país se debería mostrar propicia para un candidato de derecha o de centroderecha. Según todas las mediciones de la opinión pública, el principal problema nacional es el de la delincuencia, y en esa dimensión, la derecha brilla por una imagen de mayor eficacia respecto de la izquierda, a la que, más bien, se la ubica más cerca del desorden y del caos.

Los candidatos que lo sepan aprovechar capitalizarán votos. No deja de ser llamativo, sin embargo, que ninguno del proscenio oficial de líderes de este sector del espectro ideológico diga algo al respecto. Carlos Álvarez, con mayor perspicacia que los políticos profesionales, ha hecho del tema su caballito de batalla para ingresar a la arena política (aún no se sabe si electoral).

Lamentablemente, un gobierno al que la población identifica como de derecha, sobre todo por su pacto con este sector en el Congreso y la aquiescencia del sector empresarial a su favor, no sabe qué hacer al respecto, y una gestión edil que prometió el oro y el moro en materia de seguridad ciudadana y no está haciendo nada, mellan esa imagen proseguridad que la derecha cuenta entre sus activos naturales.

La torpeza de la derecha le está abriendo el camino, no a la izquierda, sino a algo peor, a un antiestablishment impredecible y altamente riesgoso, por las consecuencias sociales, políticas y económicas que podría tener dicho desenlace de plasmarse en la próxima contienda electoral.

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[EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS]  El Perú no es un país de contrastes, es un país de confrontaciones. Cuando la CVR le llamó Conflicto Armado Interno a la guerra iniciada por Sendero Luminoso contra la sociedad y el Estado acertó, posiblemente sin saberlo, en darle un nombre alternativo a nuestra Historia del Perú, diferente, precisamente, al de Historia del Perú. Y por eso mismo peleamos, guerreamos alrededor de la idea de denominar Conflicto Armado o Lucha contra el Terrorismo a lo gravísimo que nos pasó en las últimas dos décadas del siglo XX y no es fácil decantarse. La paradoja se explica sola.

El cuento del mestizaje no es solo un cuento, es un absoluto fraude. Tras la independencia solo el 23% de los peruanos éramos mestizos, los demás podíamos definirnos, a la manera colonial, como castas, razas, y pensando en términos más contemporáneos, como culturas antagónicas. Nunca hubo una armoniosa fusión de los elementos occidental, andino, africano, y luego chino, japonés, italiano etc. para formar la gran nación que se presenta ante nosotros cada vez que despiertan mis ojos y veo que sigo viviendo Contigo Perú.

Un concepto que aprendí de mi oficio de historiador es la discontinuidad del tiempo. Hay siglos más conservadores que otros, nos decía un viejo profesor, hace más de tres décadas. La historia sube y baja, viene por olas, por rachas de olas, unas bravas, otras mansas, las menos predecibles, las más repentinas. Y la era de la informática y de las redes aumentan profusamente esa discontinuidad. No somos un país que va madurando, que cobra forma con el paso de los años, de las décadas y los siglos. Somos, al contrario, la anomia perfecta, si acaso aquello no es un oxímoron.

Y, a pesar de todo, cambiamos, nos transformamos de una sociedad en otra. El siglo XX fue la absoluta ruptura, la absoluta destrucción de su antecesor, fue la Tempestad en los Andes, el movimiento allegro vivace de una sinfonía que no va a ninguna parte. Y así pasamos de la sociedad estamental a la informalidad, informalidad económica, social, política y cultural. Y, sin embargo, las batallas de las redes parecen enfrentar a los viejos estamentos coloniales, tal y como se enfrentaron hace tres o cuatro siglos. O es que algo no cambió, o es que pensamos que algo no cambió o es que algo cambió para finalmente permanecer como antes, invicto, incólume y triunfal en medio del país de las grandes derrotas históricas.

Lo que no ha cambiado es la estructura del poder, ni en sus prácticas económicas, ni en su mirada social y culturalmente jerárquica de la comunidad nacional, si eventualmente existe, ni en la administración de la cosa pública. El mundo informal representa la nueva sociedad, nos abraza a todos, pero hay espacios fuera del mundo informal, cuyos mensajes son los del siglo XIX y los del XX, solo que con palabras del siglo XXI.

Hay un Perú español, occidental, conservador, que probablemente desee el progreso pero que ante alternativas de cambio que pudiesen mover, aunque sea un poquito, el espacio irreal/real donde se siente seguro votará por la continuidad de la anomia, una y mil veces. Hay un Perú andino, principalmente rural, otro amazónico, también rural, que se duelen de la historia y de un presente que las redes reproducen como si se tratase de la evocación de guerras pasadas, de batallas perdidas, desde Manco Inca hasta Rumi Maqui, o que, en el peor de los casos, busca el progreso zambulléndose en la anomia del otro, que es también la suya, vetusta, malhadada e impasible, hedionda de corrupción.

Lenin lideró una revolución, en un país muy lejano, pero hay otro Lenin, uno peruano, que apellida Tamayo y que canta Q-pop. Él ha fusionado el pop coreano con sus raíces andinas. Lenin ha dicho, recién, que la lengua española es hipócrita y que el quechua es directo, lo califica de concreto, pero lo define abstracto, como Arguedas, relacionado con la naturaleza, con la vida silvestre y el agua, donde el hombre se ubica un poco en el centro y otro poco en la periferia, configurando su mundo casi fusionándose con el entorno. Entonces Lenin nos reclama sobre lo mismo que caracterizó al régimen colonial y a gran parte del Perú republicano, pero con voz contemporánea, a través de su arte delicado y sensible.

Tal vez se entiendan mis reflexiones finales como una contradicción, pero siempre he alentado forjar nuestra comunidad a través de una pluriculturalidad que incluya también lo español, lo occidental, una que no enfrente más, que no acentúe más las diferencias. Pero también una en la que la afirmación de la igualdad y el intercambio de acervos surquen el camino hacia la horizontalidad y la integración.

Lenin evoca la vieja confrontación entre el español y el quechua, da igual si refiere culturas, lenguas o individuos. Yo proclamo que seremos Perú, que seremos nación, cuando logremos -todos juntos- un país en el que millones de Lenin le canten al país que supo encontrarse compartiendo palabras en distintos idiomas, las que aprendió de a pocos porque quería hacer suyo al otro y viceversa. Un país que hoy solo existe en la imaginación y que se desliza, abrumado, por la empinada pendiente de la autodestrucción.

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A nadie debería sorprender que Dina Boluarte siga creciendo en sus niveles de desaprobación. Según la última encuesta de Ipsos, publicada en Perú21, llega ya a 83% y solo la aprueba el 10%. Y según Datum, en encuesta publicada hoy en El Comercio, la desaprobación es mayor, llegando al 84%.

Ya no se le puede atribuir semejante rechazo a la conducta represiva desatada luego de haber asumido el mando, en respuesta a la violencia callejera desatada en su contra.

Dicho resultado es producto de la parálisis del régimen respecto de la solución de problemas como la recesión económica o el crecimiento de la inseguridad ciudadana. Y al respecto, poco pueden hacer los ministros de Economía y Finanzas o el de Interior, si trabajan para un gobierno jaloneado por fuerzas políticas diversas.

Dina Boluarte escucha en la mañana al premier Otárola, al mediodía a su hermano Nicanor y en la tarde a la derecha congresal. Y a los tres les quiere hacer caso. Es un gobierno tricéfalo, enredado en un juego de poderes que lo lleva a la inacción.

La presidenta está obligada a no pisar callos congresales (ofrece la cabeza de su canciller para que le autoricen un viaje, a esos extremos se ha llegado), a permitirle a su premier Otárola manejar las riendas oficiales del Estado y, al mismo tiempo, a dejarse influir por su asesor político en la sombra, el hermanísimo.

El problema, por supuesto, no es que haya parcelas del poder alrededor de Palacio. En todos los gobiernos siempre ha habido facciones enfrentadas entre sí, que han disputado la mayor o menor influencia respecto del gobernante. Es hasta saludable que ello acontezca porque de esta competencia surge, por lo general, un tablero de herramientas más rico para quien detenta el poder final de decisión.

El problema es cuando este entrecruzamiento de presiones, lleva a la parálisis, como es el caso. La presidenta gasta más energía en tratar de largarse de viaje que en resolver los acuciantes problemas que debería enfrentar. De su liderazgo depende, en gran medida, el éxito que puedan tener sus titulares del MEF y del Interior, quienes tienen entre manos los dos problemas más graves del momento.

A falta de operadores políticos eficaces, es Palacio y, particularmente, la presidenta, quien está obligada a jugar un rol administrativo de los asuntos públicos. Y eso es lo que no está ocurriendo, generándose el vacío que la ciudadanía intuye y que se refleja en las encuestas citadas.

 

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[PIE DERECHO] La sensación ciudadana respecto de las estrategias del gobierno para combatir a la delincuencia es de absoluta desafección y rechazo. La última encuesta de Datum, publicada hoy en El Comercio, así lo constata.

El 94% considera que no hay ningún cambio luego de que el Ejecutivo decretara estados de emergencia en varios distritos del país; el 83% desaprueba la labor de Dina Boluarte en la lucha contra la inseguridad; el 58% de la población no confía en el trabajo de la Policía Nacional; el 43% señala que él o algún familiar ha sido víctima de algún acto delincuencial en los últimos tres meses; y, lo que es abrumador, si el 67% consideraba que el inoperante Castillo no tenía una estrategia para garantizar la seguridad ciudadana, ahora, un superlativo 78% estima que el gobierno de Dina Boluarte no la tiene.

Estamos perdiendo la batalla contra el crimen organizado. El Perú se está pareciendo cada vez más a países donde las bandas criminales ya gobiernan las calles impunemente. Y la ciudadanía es consciente de ello, es un problema que genera un estado de ánimo corrosivo y destructivo de la confianza social.

Allí radica, tal vez, lo más peligroso del problema, en las consecuencias psicosociales y políticas que esta sensación produce. La “mano dura” represiva gana terreno en los discursos políticos, el populismo penal crece, y la búsqueda de un salvador fuera del establishment se acrecienta.

La delincuencia pone en entredicho la vigencia del Estado de derecho, las bases del propio contrato social y alimenta la narrativa antisistema que ya por otras razones (crisis económica, desprestigio de la clase política) se refuerza en el país.

El gobierno de Dina Boluarte, con su probada mediocridad para resolver los principales problemas del país (recesión e inseguridad ciudadana), es el mejor aliado de los disruptivos radicales que se asoman en el horizonte electoral. Una razón de peso para justificar la salida política de un recorte de su mandato y un adelanto de las elecciones. Mientras más tiempo pase sentada en Palacio va a ser más difícil revertir esa narrativa.

La del estribo: notable la obra de teatro dirigida por Mariana de Althaus, La vida en otros planetas, que retrata el drama que es la educación pública en el Perú. Con las formidables actuaciones de Alaín Salinas, Conny Betzabé, Godo Lozano, Herbert Corimanya, Marisol Mamani y Muriel García, va hasta el 17 de diciembre en el ICPNA de Miraflores. Imprescindible documental que no se puede perder. Entradas en Joinnus.

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[MÚSICA MAESTRO] «Déjenme vivir mi vidaaa, yo no soy malo con nadie…» dicen las primeras líneas de Vagabundo soy, uno de los himnos cantineros que hicieron de Iván Cruz una de las personalidades musicales más populares en el Perú, una defensa de la libertad que, supuestamente, todos tenemos de hacer lo que nos dé la regalada gana siempre y cuando ello no afecte a los demás.

Por supuesto que el tema da para el debate y la contradicción -después de todo, la familia y círculos más íntimos siempre padecen las consecuencias del desenfreno individual, por más autodestructivo y solitario que este sea- pero, en todo caso, es parte del imaginario creativo de varios artistas en distintos géneros. Como So what del cuarteto británico Anti-Nowhere League (1981, que fuera reactualizada por Metallica en su álbum doble Garage Inc. de 1998) o A quién le importa de Alaska y Dinarama (1986), el bolero escrito por el chiclayano Julio Carhuajulca en 1975 se inscribe en esa tradición de quien se enfrenta al establishment, se toma unos tragos y se olvida de las opiniones ajenas, desprendiéndose (o escondiéndose, quién sabe…) del paralizante qué dirán.

Esta actitud cercana a la filosofía punk del cantante chalaco, cuyo nombre real fue Víctor Francisco de la Cruz Dávila, lo acompañó toda su vida artística, incluso después de anunciar su sobriedad y entrega al Señor, en búsqueda de paz mental y física. «En su casa -escribió el periodista Ángel Páez en una crónica sobre él publicada en el diario La República, el año 2015- ya no se escucha «¡Salud!» sino «¡Gloria a Dios!»

Las letras de sus canciones más conocidas, muchas de ellas escritas por él mismo, recreaban la atmósfera ideal del submundo oscuro de bares y tugurios que, en cualquier parte del país, fueron siempre refugio para desarraigados, freaks, rebeldes y despechados. Iván -nombre artístico que nació en casa, por asociación con el zar ruso Iván El Terrible (1530-1584) debido a su carácter indomable y conquistador- se convirtió en la voz definitiva de nuestra fauna local de outcasts, término anglosajón que sirve para denominar a los que no encajan en el modelo de la corrección social.

Como mencioné hace un par de años en un artículo acerca del fallecimiento de Guiller (ver nota aquí), otra superestrella de nuestro bolero de cantina, Iván Cruz, con su personalidad lenguaraz, su voz varonil y trémula y esos extravertidos hábitos en el escenario -una especie de Sandro local- lideró a la segunda y última generación de grandes intérpretes de este rubro de la música popular, anclada en ese estilo achorado y melodramático, con una cadena de grabaciones para el sello Infopesa que, de inmediato, se convirtieron en las favoritas del público urbano-marginal que nunca le negó reconocimiento y cariño.

Entre 1977 y 1982, títulos como Mozo, déme otra copa, Me dices que te vas, Dime la verdad (composiciones propias), Ajena (de Manuel Canela Martínez), Sé que me engañaste un día (del español Danny Daniel) y la mencionada Vagabundo soy -inolvidable no solo por su letra sino por esa inconfundible introducción de sección de metales que resume el espíritu de nuestro bolero-, le valieron a Iván Cruz no solo una permanente presencia en las radios sino ventas extraordinarias, un éxito que lo empujó aún más en las adicciones y la vida nocturna acelerada, lo cual le trajo más de un problema familiar.

Su esposa Julia Flores -madre de sus cinco hijos- se mantuvo (casi) siempre a su lado, aunque en cierto momento la estabilidad de aquel matrimonio iniciado en 1966 estuvo seriamente amenazada. A causa de las peligrosas adicciones de Cruz, la pareja se divorció a finales de los noventa, poniendo distancia a una situación que ya estaba fuera de control. En el año 2010 sin embargo, según testimonio de doña Julia, se casaron por segunda vez, una década después de que el cantante decidiera poner fin a sus excesos para iniciar una etapa artística con mensajes evangélicos en sus conciertos. Alejado del consumo de alcohol y drogas, «el bolerista de las canciones pecaminosas» (como él mismo se definía) se reencontró ligeramente con el éxito y la popularidad mediática aunque de una forma menos estridente que en sus años mozos.

Iván Cruz, como Lucho Barrios en Chile o Pedrito Otiniano en Ecuador, tuvo mucho éxito en Venezuela, a tal punto que algunas personas creían, por su forma de cantar, que era venezolano. En ese país, Cruz publicó, para el conocido sello discográfico Top Hits, tres de las diez producciones discográficas oficiales que dejó, según se viene repitiendo en las diversas notas periodísticas aparecidas esta semana tras conocerse su fallecimiento. Como siempre ocurre con nuestros artistas, no existe un registro confiable ni definitivo sobre cuántas grabaciones realizó ni se dispone con facilidad de detalles relacionados a los músicos que trabajaron con él, una lástima para sus nuevos seguidores que deben conformarse con la magra información que circula en internet y redes sociales, siempre incompleta y deficiente.

El bolero cantinero, como subgénero de música popular del Perú, tuvo una fuerte presencia en barrios populares y provincias pero, a diferencia de la salsa, la cumbia e incluso estilos folklóricos nativos como la música criolla, andina y negra, jamás logró dar el salto hacia los gustos de las clases «altas», aunque sus principales tópicos -el despecho, los hábitos noctámbulos y todo lo asociado al engaño/rechazo, transversales a todo estrato- hayan sido utilizados, muy de vez en cuando y de forma extremadamente superficial, como insumos para la diversión de grupos sociales con orígenes y posiciones socioeconómicas opuestas a aquellos en los que se movieron siempre los públicos que abarrotaban los conciertos de Iván Cruz y sus colegas en sus épocas de apogeo artístico.

Otro aspecto sobre el que siempre es necesario insistir, cada vez que un conocido ídolo popular fallece, es el de la contradicción que se establece entre las reacciones alrededor de la noticia. En vida, Iván Cruz fue, durante sus últimos años, una especie de recuerdo pintoresco, invitado de programas de farándula para exponer detalles de su alocadas correrías pero nunca desde un punto de vista orientado al homenaje o la protección de su obra musical.

En ese sentido, el velorio de sus restos, organizado por el Ministerio de Cultura, con post de redes sociales y todo, es solo una manifestación más de esa superficialidad oficial que no tiene nada que ver con las demostraciones de afecto del público que lo escuchó y admiró desde siempre. Al entremezclarse ambas, las falencias del Estado y el fracaso de la educación nacional en todo lo relacionado a cultura popular no quedan claros sino que consiguen pasar inadvertidos en una espiral que se repite una y otra vez.

Olvidados en vida, los ídolos populares de nuestros padres y abuelos van desapareciendo sin ver que se corrija este error de décadas de gobiernos que no invierten en recuperar grabaciones y registros del pasado -ni hablar de políticas de protección estatal para temas más concretos como salud y pensiones por retiro. Iván Cruz, el rey vagabundo del bolero cantinero, murió en el Hospital Naval del Callao, a los 77 años, por complicaciones multiorgánicas ocasionadas por toda una vida de desarreglos que, poco a poco, fueron menoscabando su resistencia física, un destino común en esta clase de intérpretes que siempre están jugando en pared con sus demonios internos, esos que, paradójicamente, son también los motores que propulsan el atractivo tanático que los hace famosos e idolatrados por las masas.

 

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Hay dos formas de eliminar la dispersión tremenda que existe en el segmento que va del centro a la derecha del espectro ideológico político nacional: o se adelantan las elecciones o se efectúan primarias como filtro.

El adelanto de elecciones dejaría fuera de carrera a los morosos o ineficientes que no han podido lograr la inscripción con la antelación debida, demostrando así falencias organizativas que anticiparían lo que sería un pasivo gubernativo en caso de llegar al poder (es, en esa medida, un filtro justo).

Hay algunos protocandidatos que ya tienen, inclusive, más de un lustro en el empeño y no logran la inscripción (como, en la izquierda, acontece con Verónika Mendoza). Es verdad que se necesita dinero para lograr el cometido, pero no tanto como antes, cuando se pedían centenares de miles de firmas para poder inscribirse. Hoy se requiere más punche organizativo que recursos monetarios.

De otro lado, la realización de primarias es de por sí una manera de disminuir postulantes. Está diseñado el modelo para eso, justamente, y también para democratizar la elección de los aspirantes al Congreso. Quienes no obtengan, según la norma vigente, al menos el 1.5% de los votos válidos, pues no podrán presentarse a las elecciones generales (es, inclusive, una valla baja; debió ser más alta). Pero aun así, el problema es que el Congreso, como sucedió el 2021 en las elecciones generales, y el 2022 en las subnacionales, las suspendió y ahora quiere hacer lo propio.

Por angas o por mangas, lo cierto es que si la clase política que va del centro a la derecha -sociológicamente casi el 80% del electorado-, se presenta con más de veinte candidatos, como hoy se vislumbra, va perdida a la elección y le regalará a la izquierda la posibilidad no solo de colocar un candidato en segunda vuelta sino, eventualmente, dos, lo que sería una tragedia nacional.

Todo se encamina a ello, por irresponsabilidad de los protagonistas ya inscritos y por inscribirse, que no quieren cejar en su empeño personalísimo, por un lado, y por otro, por la punible necedad de partidos como Fuerza Popular o Alianza para el Progreso, que se quieren tirar abajo las primarias una vez más, creyendo que como ellos tienen una base electoral consolidada, les conviene la dispersión.

 

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El gobierno ha anunciado, dentro de su paquete de 25 medidas para salir de la recesión, la aceleración de los proyectos de irrigación de Chavimochic, Chinecas y Majes-Siguas.

Se ve difícil, ya lo han señalado expertos, que se logre el cometido en las fechas planteadas, pero vale destacar el esfuerzo de imprimirle voluntad de ejecución a los mismos, por su impacto en la economía nacional y en la dinámica inversora.

Al mismo tiempo, ya es hora de replantear el modelo por el que se asignan las tierras de estos proyectos, a grandes inversionistas, bajo un esquema en el que el Estado termina subsidiando a los megaterratenientes. El esquema es sencillo: el Estado invierte miles de millones de soles en poner operativos los proyectos de irrigación y como licita restrictivamente grandes extensiones de tierras, solo pueden postular dos o tres grandes inversionistas, que por esa razón, al reducirse la competencia, a la postre terminan pagando por las tierras un monto menor al que costó habilitarlas. El Estado pierde y le “regala” dinero fiscal a los grandes grupos de poder agrícolas.

Es hora de apostar por la mediana y pequeña agricultura, por generar capitalismo popular entre inversionistas de, inclusive, una hectárea. Es verdad que las grandes extensiones generan economías de escala y ello abarata los costos de producción, pero también es cierto que cuando existe una comunidad de pequeños propietarios, ellos mismos, por la propia lógica económica, terminan asociándose y replicando el esquema de la megaescala.

Ejemplos de ello no solo existen en el Perú, en algunos valles, sino también en el mundo (Países Bajos, por ejemplo), que, con pequeñas extensiones prediales, se logra índices de productividad fabulosos.

El modo en que se han manejado los grandes proyectos de irrigación, construidos con dineros públicos, forma parte de la gran historia negra del mercantilismo peruano, donde la oligarquía se ha beneficiado irregularmente de las normas para recibir beneficios económicos en desmedro del Estado, es decir de todos los peruanos.

El esfuerzo de trasvasar aguas de los ríos, de la vertiente occidental hacia nuestra desértica costa, es inmenso en trabajo y en recursos, como para que termine beneficiando a unos pocos. Estos proyectos deberían ser, más bien, una maravillosa oportunidad para generar una miríada de empresarios agrícolas, de inversionistas pequeños y medianos, que construyan un tejido social proempresarial.

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