Opinión

[OPINIÓN] Algunos políticos y analistas han señalado bien los últimos meses que las próximas elecciones, más que enfrentar derechas e izquierdas, enfrentarán a buenos contra malos. Planteada así, la proposición parece absolutamente maniquea pero contiene elementos de verdad, al menos para quienes nos encontramos del lado de los que piensan que el Estado peruano está básicamente tomado por la corrupción, o por diferentes redes de corrupción que responden a diversos lobbies como la minería ilegal, el narcotráfico y, sin tener que pasar necesariamente la frontera de la delictividad, por grandes grupos económicos.

Desde esta premisa, lo deseable es arrebatarle el control del ejecutivo y el legislativo a dichos intereses vedados y adversos al bien común. Esto es poblarlos por fuerzas políticas al menos medianamente comprometidas por la ya inaplazable profilaxis institucional que requiere el Estado. Este es el primer paso necesario para cualquier reforma política que pretenda ofrecer ribetes de seriedad y viabilidad.

Digámoslo en sencillo: mientras nuestros gobernantes respondan a lobbies ilegales no será posible poner al Estado al servicio de la población, alcanzar una oferta educativa pública competitiva, ni servicios de salud que se constituyan en la primera forma de igualdad y de justicia social en el país. Menos aún podremos pensar en grandes inversiones en infraestructura para el desarrollo que respondan a un plan nacional, que  conecten a las regiones con el mundo, y que nos haga soñar con exportar algo más que minerales y algunos vegetales procesados como nuestro máximo valor agregado.

Luego, el poder instalado en el Congreso ha hecho bien su trabajo. La idea: mantenerse y mantenerse en el poder hasta terminar de copar todas las instituciones del Estado; vamos, las pocas que aún mantienen cierta independencia. Y las elecciones generales de 2026 constituyen el siguiente paso.

De los 44 partidos inscritos, 11 han decidido aliarse al cierre de la pre-inscripción de alianzas electorales que se produjo ayer. Esto reduce las candidaturas a 39, un récord histórico, sin duda. Luego, de las 39 candidaturas, 34 responden a partidos y 5 a alianzas electorales, las primeras deben pasar una valla de 5% para obtener representación congresal, además, deben colocar 7 diputados (de 130) y 3 senadores (de 60). En el caso de las alianzas la valla a superar es de 6% y el número de parlamentarios exigido como mínimo para ingresar al Congreso es el mismo.

Aquí es donde comienza la purga, por eso Fernando Tuesta ha señalado bien, en entrevista para RPP, que el próximo congreso probablemente no cuente con más de 5 o 6 partidos representados y que muchos de estos resulten de entre los mismos que actualmente tienen bancadas en el hemiciclo. La afirmación podría parecer contradictoria. ¿Por qué una serie de partidos que no goza de la aprobación ciudadana de acuerdo con las encuestas y con la opinión pública podría favorecerse de este modo?

Las respuestas son varias, sus partidos son marcas conocidas, sus parlamentarios también, sus candidatos cuentan con recursos para financiar campañas millonarias. A esto debe sumársele el clientelismo político que los dota de un electorado fiel. Relativo a Fuerza Popular, no olvidemos al denominado “núcleo duro” del fujimorismo albertista. A FP se le hace difícil superar por mucho el 10% de las preferencias en 1era vuelta, pero también se le hace muy difícil obtener menos del 10% de dichas preferencias.

Las Alianzas electorales

Luego están las alianzas que cuentan con el empujón de haber comprendido que había que sumar fuerzas para enfrentar los duros requisitos electorales impuestos por la actual representación parlamentaria. Por el lado de la derecha, el tradicional Partido Popular Cristiano se ha unido con Unidad y Paz del congresista, y ex Comandante General del Ejército Roberto Chiabra, quien encabezará la lista desde una postura radical de derecha nacionalista. Así planteada, nos parece que esta alianza tendrá poco de distinguible con las otras derechas representadas en el Parlamento que también participarán de las justas electorales.

Por el lado de las izquierdas, llama la atención la alianza entre Nuevo Perú por el Buen Vivir, de Verónica Mendoza y Vicente Alanoca, y Voces del Pueblo de Guillermo Bermejo. Parece que la izquierda de agenda más progresista y cultural ha decidido estrechar alianza con una rama de la izquierda marxista radical que optó por no coludirse con la mayoría parlamentaria. Dentro de todo, encontramos cierta coherencia en la decisión y veremos hasta qué punto el electorado puede identificarse con una propuesta de este tipo y con Alanoca quien, aparentemente, encabezará la plancha presidencial.

Finalmente, está el caso de la alianza electoral Ahora Nación, compuesta por Ahora Nación y Salvemos al Perú, aunque recién ha sido impugnada por un sector disidente de Salvemos. Creo que es una verdad de Perogrullo que en esta alianza el socio grande es Ahora Nación, partido de centro izquierda socialdemócrata. Su proceso interno para cerrar esta alianza no fue nada fácil pues participaban de la mesa de la negociación otras agrupaciones políticas que contaban entre sus filas con militantes que cargaban con ciertos pasivos.

Las bases ahoranacionistas se opusieron a estas posibles postulaciones y, en un sano ejercicio de consulta a las bases y de democracia interna, el líder Alfonso López Chau, así como  dirigentes nacionales, provinciales y distritales se reunieron en reiteradas sesiones y acordaron que la alianza se realice solo con Salvemos al Perú. Tal vez un paso hacia atrás pero para dar dos pasos hacia adelante.

De esta manera, la dirigencia se legitima ante la militancia que se siente incluida y respaldada, y el partido se legitima hacia el electorado nacional al optar por mantener la imagen prístina que motivó su fundación en medio de las protestas de 2023. Habrá que ver si Ahora Nación puede crecer lo suficiente no solo para ingresar al Congreso sino para lograr el contrapeso necesario para comenzar la reforma política y del Estado que hemos planteado al iniciar estas líneas.

En fin, el panorama parece sombrío a estas alturas y no podemos negarlo. Sin embargo, las tendencias electorales cambian. Un mayor número de candidaturas no implica necesariamente una mayor dispersión del voto. Talvez la conciencia cívica de que se requiere un cambio logre el milagro, también cívico, de agrupar la mayoría de las preferencias en aquellas fuerzas que aspirar a colocar al Estado al servicio de la ciudadanía y del bien común. Esto es lo que todos esperamos.

Fuente de la imagen: Diario La República, edición del 3/8/2025

 

[OPINIÓN] La oferta inicial fue ambiciosa: Lima, potencia mundial. Dos años después, la promesa se ha reducido al ridículo de un tren fantasma, viejo, chatarra, y que —si algún día llega a operar— solo beneficiará a un pequeño grupo de los 12 millones de sufridos limeños.

Rafael López Aliaga convirtió unos vagones donados en el centro de su gestión. Apareció en videos emocionado, bajando trenes en el Callao, como si estuviera salvando el transporte urbano. Pero nunca dijo que no podía hacerlos funcionar sin la venia y la participación del Ministerio de Transportes ni la Autoridad de Transporte Urbano (ATU). Y no la pidió. Porque, en realidad, nunca se trató de ponerlos a rodar. Se trataba de posar.

Ahora, como el proyecto se ha quedado sin rieles ni destino, el alcalde propone ceder el material rodante a un operador privado, en uso y usufructo. ¿Con qué criterios? No se sabe. ¿Con qué estudios? Tampoco. ¿Quién recupera lo gastado? Silencio.

No hay sustento técnico, no hay plan financiero, no hay integración con el sistema metropolitano. Solo hay una narrativa improvisada, construida con recursos públicos, diseñada para alimentar una eventual candidatura presidencial. Porque lo que no logró como gestor, intenta ahora maquillarlo como símbolo de eficiencia.

El Ministerio de Transportes ya fue claro: poner en marcha un proyecto así tomaría mínimo tres años, si se hace bien. Pero López Aliaga lo quiere “funcional” en meses, sin estudios, sin licitación, y sin coordinación institucional.

Mientras tanto, la ciudad, que necesita soluciones reales, sigue atrapada en el tráfico, en el desorden y en el abandono.

Paredes pintadas con anuncios grandilocuentes y periodistas alineados han reemplazado a los planes urbanos serios. Porque esta gestión no planifica: improvisa. No coordina: confronta. No gobierna: simula.

Y lo más grave es que, pese a todo, aún hay quienes le creen. Como si el ruido mediático pudiera tapar la ausencia de resultados.

El tren de la mentira no tiene pasajeros, pero sí carga: la de una campaña personal que usa a Lima como billetera y escenario. Un show costoso, que será difícil desmontar.

[MÚSICA MAESTRO]  Segundos himnos nacionales

La música peruana es, junto con la gastronomía, nuestra mejor carta de presentación ante el mundo. Puede ser una señorial marinera, un triste huayno ayacuchano, un alegre festejo o un valsecito picado. Cada género lleva en sus acordes algo de nuestra rica diversidad étnica y cultural. Pero además de nuestro variado folklore hoy tenemos también toda una variedad de sonidos, estilos y expresiones musicales que reflejan el alma del Perú.

“Sobre mi pecho llevo tus colores / y están mis amores / contigo Perú, / somos tus hijos y nos uniremos / y así triunfaremos contigo Perú” (Contigo Perú, 1977). Esta canción que el ayacuchano Augusto Polo Campos escribió a pedido del gobierno militar de Francisco Morales Bermúdez para acompañar a la delegación futbolística que iría al Mundial de Argentina ‘78, podría ser fácilmente considerada como nuestro segundo Himno Nacional.

Podríamos decir lo mismo de El cóndor pasa (Daniel Alomía Robles, 1913) o La flor de la canela (Chabuca Granda, 1950). La conexión emocional entre estas melodías y los ciudadanos peruanos despierta fuertes sentimientos de identificación con el país, especialmente en quienes somos mayores de 30 años, salvo excepciones. Sin embargo, para las nuevas generaciones esta conexión no es tan evidente ni fuerte por dos razones fundamentales: a) reducida difusión de nuestras manifestaciones artísticas en los medios masivos; b) ausencia de políticas educativas específicas que generen vínculos entre la población escolar y la música peruana como manifestación de nuestra cultura e identidad nacional.

Folklore: Sabiduría popular

Esa es la traducción recta de la palabra “folklore” -cuya versión castellanizada es “folclor”- combinación de los vocablos ingleses “folk” (“pueblo”) y “lore” (“sabiduría”). Por eso, cuando hablamos de folklore peruano, nos estamos refiriendo a aquellas expresiones artísticas -académicas o populares, urbanas o rurales, capitalinas o provincianas-, que representan nuestra esencia, lo que realmente somos.

En la costa tenemos valses, marineras y música negra con sus múltiples variaciones y subgéneros. En la sierra, una inmensa riqueza de tonalidades, cantos y danzas que van desde los recios conjuntos del Valle del Mantaro hasta los danzantes de tijeras de la Sierra Sur, los melancólicos guitarristas ayacuchanos o las brillantes arpas puneñas. Todas estas músicas que combinan raíces oriundas con instrumentos ajenos -saxo, guitarra, arpa, violín- nos pertenecen y nos contienen en sus melodías, instrumentaciones mestizas y mensajes que pueden ser románticos, nostálgicos, festivos o costumbristas.

El folklore peruano ha sido, durante décadas, atravesado por profundos prejuicios y una heredada ignorancia respecto de lo que significa verdaderamente nuestra nacionalidad. La hoy tan mentada pluriculturalidad no era tan popular como ahora. El mejor ejemplo de ello es el poco (o nulo) conocimiento que tenemos de la música amazónica. Más allá de la popularidad masiva de ciertas cumbias grabadas en los setenta por colectivos como Juaneco y su Combo, Los Mirlos o la canción Anaconda, compuesto por la chiclayana Flor de María Gutiérrez, no sabemos prácticamente nada acerca de las expresiones musicales de las más de sesenta etnias que pueblan nuestra selva.

La combinación música-baile es fundamental para entender nuestra música. En ese sentido, la marinera norteña se ha convertido en emblema folklórico del Perú, gracias a su vistosa vestimenta, simbología romántica y el uso característico del pañuelo. Pero también tenemos otras danzas coreográficas costeñas como el festejo, el tondero, la zamacueca y la marinera limeña. En los Andes, las más populares son el huaylarsh (Huancayo), los negritos (Huánuco), la diablada y la morenada (Puno). Por su parte, de la selva tenemos danzas rituales como los Tulumayos, muy popular en Loreto y Ucayali.

Sin embargo, es imposible hablar de música peruana sin remontarnos a siglos pasados. Las investigaciones del guitarrista limeño Javier Echecopar rescataron formas musicales practicadas durante la Colonia. Sus recopilaciones constituyen una continuación del trabajo que realizó el sacerdote vasco (Presbítero) Matías Maestro, a finales del siglo XVIII. Tampoco podemos dejar de mencionar, por supuesto, a José Bernardo Alcedo y José de la Torre Ugarte, músicos criollos que escribieron en 1821 nuestro Himno Nacional, una marcha sinfónica de estilo europeo posteriormente restaurada por el compositor peruano-italiano Claudio Rebagliati.

Música peruana: ¿Qué es exactamente?

Cuando pensamos en música peruana vienen a nuestra mente, primero que nada, valses, marineras, festejos y los géneros asociados a ellos (polka, tondero, landó). Esto se debe, por supuesto, a la preponderancia que siempre ha tenido la cultura costeña por encima de la serrana y selvática, un lastre cargado de racismo y discriminación, atizado desde el inicio de nuestra vida republicana como rezago del colonialismo español.

El fenómeno migratorio de los años cincuenta y sesenta trajo a la capital a destacados artistas como Jaime Guardia, Pastorita Huaracina, Princesita de Yungay, Picaflor de los Andes, Máximo Damián y muchos otros quienes, al ritmo de huaynos, yaravíes, carnavales y mulizas, comenzaron a hacer notar la existencia de otras músicas en el país, más allá de lo que se escuchaba en peñas y jaranas familiares de los callejones afroperuanos y fiestas criollas de la vieja Lima.

Así, al amplio listado de artistas de música criolla, norteña y negra se sumaron los principales exponentes de géneros musicales provincianos, que competían en popularidad con músicos, intérpretes y compositores criollos consagrados como Los Morochucos, Los Troveros Criollos, Los Embajadores Criollos y un larguísimo etcétera. A pesar de los esfuerzos integradores de gente como Alicia Maguiña, Chabuca Granda, Luis Abanto Morales, Manuel Acosta Ojeda o Nicomedes Santa Cruz, a través de las décadas se impuso la “superioridad”, en términos de representatividad nacional, de lo criollo/costeño por encima de los sonidos de otras regiones.

La música instrumental andina, con composiciones como la mencionada El cóndor pasa -que es, además, parte de una composición más grande, una zarzuela-; Valicha, del cusqueño Miguel Ángel Hurtado Delgado (cuya versión original sí tiene letra); o Vírgenes del sol, creación del pianista Jorge Bravo de Rueda, nacido en Chancay (Huaral, Lima); también fue ganando espacio en las preferencias del público peruano, como una opción frente a los conjuntos más tradicionalistas como, por ejemplo, Los Reales (Cajamarca), Lira Paucina (Ayacucho) o Los Campesinos (Cusco/Apurímac), solo por mencionar a algunos de los más populares.

Entre fines de los setenta y mediados de los ochenta, surgieron nombres como Wayanay (Huancavelica), Inkakenas (Lima), La Familia Rodríguez (Cusco) o Grupo Yawar (Lima) que comenzaron a producir discos con canciones clásicas del repertorio andino, en versiones cantadas o instrumentales, siguiendo la estética marcada por bandas bolivianas como Los Kjarkas y Savia Andina, incorporando instrumentos más modernos a las tradicionales quenas y zampoñas. De esta tendencia se derivan grupos de enorme éxito en la década siguiente como Los Hermanos Gaitán Castro (Ayacucho) o Alborada (Apurímac), quienes llevaron a otro nivel su espectáculo con uniformes, puestas en escena y cruces con el pop.

Un caso particular fue el de Yma Súmac, cantante cajamarquina cuyo impresionante rango vocal le permitió destacar en Hollywood, como exponente de un género totalmente nuevo en la década de los años cincuenta, denominado “exotica” pues recogía expresiones musicales de África, Oceanía, Asia, Centro y Sudamérica para fusioarlas con bases orquestales de jazz y mambo.

Música hecha por peruanos

Paralelamente, durante la segunda mitad del siglo XX apareció toda una generación de artistas peruanos que desarrollaron populares estilos de otros países, como por ejemplo los boleristas de cantina (Lucho Barrios, Pedrito Otiniano, Iván Cruz, Guiller), las orquestas de cumbia (Los Destellos, Los Mirlos), pop-rock (Los Belkings, Los Yorks, Saicos) y cantantes nuevaoleros que compartían escenario con las estrellas del criollismo, los conjuntos de boogaloo -una forma primigenia de salsa y rock latino- y la música andina en hoteles, coliseos, restaurantes y las (no muy) recordadas matinales.

Mientras la música costeña iba retrocediendo en las preferencias del público, los sonidos andinos se transformaron en la medida que las migraciones fueron superpoblando los extramuros de Lima Metropolitana, con fenómenos artísticos y sociales como la chicha en los ochenta, la cumbia norteña/amazónica, la salsa y el huayno electrónico en los últimos veinte o treinta años, hasta hoy vigentes en el ambiente musical peruano, con cientos de artistas capaces de llenar estadios en Lima y provincias y hacer cantidades alucinantes de dinero en cada presentación.

Actualmente hablar de música peruana ya no alude únicamente a aquellos géneros musicales oriundos del Perú sino a la música hecha por peruanos. Por ello artistas internacionales como Juan Diego Flórez, Tania Libertad, Eva Ayllón, Gian Marco o Susana Baca combinan constantemente sus estilos habituales –ópera, trova/boleros, pop-rock- con nuestro folklore criollo, andino y negro.

Asimismo, han surgido generaciones nuevas de artistas que fusionan géneros modernos como la electrónica, el jazz y el rock con instrumentos vernaculares, con la finalidad de acceder a públicos más amplios. Artistas como Novalima, Uchpa, Lucho Quequezana o el sexteto de jazz afroperuano de Gabriel Alegría son solo algunos ejemplos de ello.

Rock peruano: Un tema aparte

Hay dos razones por las cuales no ahondo mucho en la historia y evolución del rock nativo. La primera es porque existe profusa literatura sobre el asunto. De hecho, autores como Pedro Cornejo Guinassi, Carlos Torres Rotondo o Wilder Gonzáles Ágreda vienen realizando, desde hace mucho tiempo, grandes esfuerzos personales por acercar el tema a una mirada más académica, historicista, de rescate y reivindicación. Y lo hacen de muy buena manera, por cierto.

Lo hacen tan bien que la bibliografía existente es mucho más interesante que la música en sí misma, puesto que escarba en los contextos que rodearon las diferentes etapas del pop-rock hecho en el Perú, aportando valiosos datos concretos, investigaciones complementarias y apreciaciones analíticas -que tienen la desventaja de ser, en muchos casos, sesgada y sectaria- que la prensa convencional no hace, sea por falta de interés o de pericia periodística. Y, en esa ruta, mucho han contribuido también aquellos colectivos de periodistas musicales que, a través de fanzines y revistas como Esquina, Cuero Negro, Caleta, 69, Freak Out y otras publicaciones derivadas han estudiado -y siguen haciéndolo en formatos digitales o emprendimientos individuales- las múltiples vertientes del pop-rock, tanto en Lima como en el interior del país.

Así hemos logrado conocer, en el siglo XXI, cómo se dieron las cosas para la aparición de bandas tan diferentes como, por un lado, Traffic Sound, We All Together o Telegraph Avenue y, por el otro, Saicos, Los Doltons o Los Incas Modernos. Desde los años setenta de Zulu y Jean Paul “El Troglodita” hasta las primeras asonadas subterráneas de Narcosis -que celebran 40 años este 2025-, G3 y Leusemia, cada movimiento tuvo un trasfondo social, económico y político que determinó sus avances y retrocesos.

Escenas de géneros diferentes entre sí como hard-rock/heavy metal, reggae, electrónica, punk o pop-rock comercial, desde el boom ochentero encabezado por Río, Frágil y Miki Gonzáles, pasando por Libido, Pedro Suárez Vértiz y Mar de Copas -los tres más visibles de una marea de bandas de distintos géneros y capacidades- en los noventa, hasta llegar a la variopinta oferta contemporánea capaz de aglutinarlo todo, desde los odiosos disfuerzos clasistas de We The Lion hasta la fusión andina de La Sarita o Uchpa-, todos adolecen de los mismos defectos, hermanándose en un “sabor nacional” que es inherente y transversal, sin distinción de procedencia, estilos o presupuestos.

Y no es que no haya talento nacional en el pop-rock, pero es necesario buscarlo con lupa, sin apasionamientos chauvinistas ni deseos de quedar bien con alguien. Aquella frase de Gerardo Manuel –“son peruanos y son buenos”- no aplica, lamentablemente, para todos. Esa es la segunda razón por la que prefiero dejar el tema, las idas y vueltas de sus principales personajes, la historia particular de cada etapa- a los verdaderos expertos.

A diferencia de lo que suele pasar en géneros musicales folklóricos, casi siempre ha habido en el pop-rock peruano una tendencia al amateurismo, un conformismo que es mezcla de las limitaciones propias del sistema educativo/artístico que tenemos -poca práctica, nula difusión en medios- con una vocación por el autobombo y la ausencia de autocrítica/autoexigencia, de forma que artistas que no alcanzan un nivel de calidad estimable para estándares globales, se califican a sí mismos de “genios-al-nacer” -frente a periodistas amigos, en Sonidos del Mundo o los programas de Carlos Carlín- y reciben una sobre valoración que les impide enfrentar con objetividad sus aciertos y desaciertos.

El panorama actual de la música peruana

Con fenómenos sociales y tecnológicos como la globalización y la era cibernética, las fronteras han desaparecido para casi todas las manifestaciones culturales y artísticas, y la música no es la excepción. El surgimiento de la world music y la fusión permitió que artistas de otros continentes conocieran los diversos formatos e instrumentos de música peruana y los incorporaran a sus propios lenguajes sonoros, de manera que ritmos negros, andinos y costeños son ahora patrimonio de la comunidad musical mundial.

Además, existe una tendencia que utiliza la identidad nacional como elemento integrador, para campañas mediáticas contra el racismo y la exclusión con un impacto relativamente alto en términos comerciales, turísticos y hasta de estatus social. A pesar de ello, la ausencia de un área de enseñanza en la Educación Básica Regular que incentive el conocimiento y cariño por nuestra música hace que estas campañas sean percibidas como superficiales y efectistas, en lugar de trascender y calar más hondo en el corazón de las nuevas generaciones.

[OPINIÓN] Detesto la hipocresía, hace no mucho Nadine Heredia fugó a Brasil apañada por Lula da Silva, tras el sacrificio sumiso y voluntario de su esposo Ollanta Humala quien distrajo a la policía entregándose mientras su avispada esposa escapaba y la progresía celebraba. Si el caso hubiese sido al contrario, dicha progresía hubiese pegado el grito al cielo, pero no lo fue. El tema no termina ahí, Nadine es una sentenciada por corrupción, el propio Lula financió ilegalmente la segunda campaña hacia Palacio de Pizarro de la llamada pareja presidencial pero a nadie pareció importarle.

El tema empeora porque cuando Alan García, pesquisado por corrupción, pidió asilo a la embajada de Uruguay, levantaron la voz los indignados: el expresidente aprista no era un perseguido político, era un investigado por delitos comunes, no procedía el asilo. Tabaré Vásquez no lo concedió. Esa vez también celebraron, igual que las damas del edificio donde vivieron y murieron Mariel y el capitán1, los mismos que festejaron la fuga de Nadine Heredia.

Vámonos al año 2004, yo regresaba de hacer mi maestría en Europa y comenzaba a dictar historia del Perú. Cuando hablaba sobre Alberto Fujimori, no dictaba clases, vomitaba bilis. Todo estaba muy fresco, particularmente no me dio el cinismo para tragarme las groseras arbitrariedades que se cometieron desde 1996 en adelante, comenzado por la Ley de Interpretación Auténtica para reelegir como sea a Fujimori por tercera vez. Yo me cansé y mucho de su gobierno, de su cara, de su voz.

Pero paulatinamente comenzaron a hablar mis alumnos, y me di cuenta de que en mis secciones siempre había estudiantes provenientes de la familia militar o policial. Una vez un joven me contó que durante la época del  terrorismo en su casa contaban los días para la vuelta del padre destacado en la zona de emergencia y temían, por supuesto, que cayese en acción. ¿Qué tenía que hacer yo? ¿tenía que decirle que todos o casi todos los militares destacados en Ayacucho eran unos criminales despiadados?

Una vez invité a un colega historiador a hablarles de este tema a mis alumnos. Todo iba muy bien hasta que dijo que, para reconciliar al Perú, los militares que pelearon durante el conflicto armado o época del terrorismo tenían que hablar con los ex senderistas. A mi siempre me pareció que la reconciliación debía darse entre los militares y la sociedad. No soy negacionista, los crímenes cometidos por el Estado en los tiempos del terror desgraciadamente no fueron hechos aislados, hubo sistematismo. Pero esta narrativa debe venir acompañada con la que reconoce que las fuerzas armadas y policiales defendieron al Estado  y la sociedad de los terroristas y los vencieron, esto es, pacificaron al país. Los dos discursos, aunque aparentemente contradictorios, se produjeron en simultáneo y ambos son reales.

Volvamos a Fujimori, yo vomitaba fuego, después separé lo político de lo económico y lo separé bien. No justifico la dictadura por la lucha contra el terrorismo. Si se trata de no falsear la historia entonces no la falseemos. Desde 1989, el gobierno de Alan García, con Agustín Mantilla como ministro del Interior, cosa que es tan real como políticamente incorrecta decirla, se cambió la estrategia antisubversiva. Se creó el GEIN de Benedicto Jiménez que capturó a Abimael y la cúpula de Sendero Luminoso, y se dejó que las rondas campesinas y los comités de autodefensa encabecen la lucha antisubversiva en el campo. Ambas estrategias funcionaron. Cuando Fujimori llegó al poder era cuestión de tiempo desbaratar a Sendero Luminoso, la democracia, buena, mala o regular, no tenía que pagar el precio.

Luego, en democracia, y con Mario Vargas Llosa al frente, se hubiese aplicado, y posiblemente mejor, la exitosa política económica neoliberal de Alberto Fujimori, la única que cabía en esos momentos de quiebra del Estado peruano, incluido acabar con los subsidios y deshacerse de tanta empresa pública inservible. El tema es que Fujimori lo hizo y resultó. Y la base que sembró para el desarrollo del Perú, incluida la intangibilidad de las reservas acumuladas en el BCRP vía Constitución de 1993, hasta el día de hoy nos dotan de una macroeconomía sólida. Otra cosa es que la clase política que le siguió no haya sido capaz de cosechar los frutos y potenciar los servicios y la infraestructura del Estado a nivel nacional para promover el desarrollo y que este alcance a todos los peruanos. Difícil en el reino del latrocinio, la informalidad y la desinstitucionalización.

Bien, lo dejamos aquí de momento. Mucho se ha hablado de la diferencia entre el criterio del historiador frente al del juez, el historiador explica, interpreta; el juez emite sentencias, condena, exculpa. Creo que a esta comparación debemos añadirle la diferencia entre el análisis del historiador y el del político, del primero ya sabemos, el segundo toma partido, defiende una posición. Tan importante es saber que Alberto Fujimori fue un dictador, entre tantos del siglo XX, que impidió la maduración de nuestras instituciones democráticas, como que fue un presidente cuya política económica estabilizó los números del país y nos permitió superar una crisis fiscal de más de dos décadas. Tan importante es reconocer que las fuerzas armadas atentaron contra los derechos humanos en la lucha contra los terroristas como que los derrotaron y nos devolvieron la paz a todos los peruanos.

En tiempos de gran polarización política, resulta que en la historia resaltan los matices y el análisis antes que las posturas hegemonistas.

[OPINIÓN] La lucha contra la violencia de género en el Perú exige coherencia en todos los niveles del Estado. Por ello, resulta preocupante que Gino Augusto Tomas Ríos Patio continúe ejerciendo la presidencia de la Junta Nacional de Justicia (JNJ), pese a contar con una sentencia por violencia familiar. Su designación y permanencia en este cargo no solo representan una grave omisión ética, sino también una afrenta a los principios democráticos y de justicia que deben regir las instituciones públicas.

Desde el 6 de enero de 2025, el señor Gino Ríos encabeza este órgano autónomo responsable de la selección, nombramiento, ratificación y destitución de jueces y fiscales. Su rol es estratégico en la garantía de un sistema judicial independiente e imparcial. Sin embargo, ¿cómo puede una persona con antecedentes de violencia ejercer este rol con legitimidad? ¿Qué mensaje se transmite a las víctimas y a la ciudadanía cuando se tolera este tipo de designaciones?

La confianza en el sistema de justicia se construye cuando quienes aplican la ley también la respetan. La presencia de autoridades con estos antecedentes es contraproducente y vulnera los principios de idoneidad y probidad que la propia JNJ establece como requisitos esenciales para el ejercicio de la función jurisdiccional.

El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) ha sido claro en su llamado a los Estados para garantizar la independencia, imparcialidad e integridad de sus sistemas judiciales. Permitir que una persona condenada por violencia presida la institución que define el futuro del Poder Judicial contradice estas obligaciones internacionales y debilita seriamente el Estado de derecho.

Esta situación es especialmente grave en un país donde más del 75 % de la población aún justifica o tolera la violencia, y donde en lo que va del año ya se han registrado más de 78 feminicidios. La permanencia de Gino Ríos en la presidencia de la JNJ no es un hecho menor: es la expresión de una institucionalidad que, en lugar de erradicar la violencia, la normaliza desde las más altas esferas del poder.

No podemos —ni debemos— permanecer indiferentes. La ciudadanía tiene el derecho y la responsabilidad de exigir integridad y coherencia en la gestión pública. La lucha contra la violencia de género no se limita a campañas o declaraciones: se materializa en decisiones políticas y administrativas concretas. Exigir la salida de quien no cumple con los estándares éticos mínimos es un acto de defensa democrática.

La vacancia de este funcionario es un asunto de interés público. Organizaciones especialistas en la materia como el CMP Flora Tristán, Manuela Ramos, Demus, Promsex y Cladem han exigido la destitución de Gino Ríos, amparándose en el reglamento de la JNJ, las leyes nacionales y la dimensión ética. Esperemos que la indiferencia y la corrupción no se impongan.

 

[MÚSICA MAESTRO] New York: Un estado de ánimo 

A pesar de que seguimos refiriéndonos a New York como «La Gran Manzana » -término creado en los años veinte del siglo pasado- o «la ciudad que nunca duerme» -frase de aquella canción escrita por John Kander y Fred Ebb que Frank Sinatra inmortalizó como emblema de la metrópolis y de sí mismo, grabada para su LP Trilogy: Past present future (1980)-, no existe ninguna otra melodía capaz de reflejar mejor la idiosincrasia neoyorquina que esa balada jazz, elegante y arrabalera a la vez, compuesta por Billy Joel en 1974, en un arranque de melancolía mientras regresaba a su ciudad natal después de tres años de vivir en la Costa Oeste, incluida en su cuarto álbum, Turnstiles (1976).

New York state of mind, con ese piano que parece tocado desde algún oscuro bar cargado de bohemia y humo de tabaco; y el impecable solo de saxo de Richie Cannata, es un sentimental homenaje a aquellos elementos únicamente reconocibles para el verdadero newyorker: la orilla del río Hudson, la ruta del Greyhound, leer el New York Times o el Daily News o dar la vuelta por Chinatown. Este tema, como las películas de Woody Allen, los relatos de J. D. Salinger o los artículos de Norman Mailer, es un estado de ánimo, como apropiadamente dice su nombre.

Billy Joel (76) ha vuelto a los titulares de las secciones culturales y de espectáculos globales en las últimas semanas, por dos razones. La primera, un preocupante diagnóstico neurológico que lo obligó a cancelar, en mayo de este año, todos sus conciertos programados. El nombre técnico es hidrocefalia normotensiva (NPH, por sus siglas en inglés) y es un trastorno cerebral que amenaza con disminuir sus capacidades visuales, auditivas y de equilibrio. Desde este rincón fanático, le deseamos pronta recuperación al pianista que comenzó su carrera haciendo psicodelia (The Hassles, 1964-1969) y hard-rock (Attila, 1969-1970) con influencias británicas para luego convertirse en uno de los personajes más identificados con la rica tradición de estilos estadounidenses, desde el soul hasta el rock.

La segunda, el estreno hace semana y media, en el prestigioso festival de cine de Tribeca, de la primera parte de And so it goes, documental de la HBO, el cual viene recibiendo unánimes elogios al tratarse del primer acercamiento detallado a su tumultuosa vida y exitosa trayectoria artística.

La vida en blancas y negras

El piano, asociado desde su invención a la música clásica e instrumental, siempre fue uno de los instrumentos fundamentales del jazz, el blues y, por supuesto, el rock and roll. La senda trazada por pioneros como Jerry Lee Lewis, Ray Charles y Little Richard fue seguida por personajes como Nicky Hopkins (el sexto Rolling Stone), Ian McLagan (Faces) o Dr. John, el esotérico rey del Mardi-Gras. En paralelo, músicos de jazz como Bill Evans, Oscar Peterson o Thelonious Monk hicieron volar las teclas de sus pianos clásicos con ideas innovadoras y, en casos como el de Sun Ra o Cecil Taylor, casi extraterrestres.

Sin embargo, con la llegada de la psicodelia y el rock progresivo, teclados y sintetizadores pusieron al piano en un segundo nivel de importancia, encargado de ciertos acentos rítmicos pero sin protagonismo real. En virtud de ello, pianistas de formación académica como Ray Manzarek (The Doors), Rick Wakeman (Yes), Keith Emerson (Emerson Lake & Palmer) o Jon Lord (Deep Purple) decidieron desprenderse del rol secundario y terrenal que había adquirido su instrumento para aplicar sus destrezas a la creación de mundos paralelos que combinaban lo acústico con lo electrónico.

Este fenómeno también alcanzó al funk y al jazz, con artistas virtuosos como George Duke, Bernie Worrell, Herbie Hancock o Chick Corea, quienes también se subieron a esa nave espacial futurista y ampliaron las posibilidades expresivas de los derivados tecnológicos del piano -Hammond B-3, Fender Rhoads, Wurlitzer, Moog, etcétera- mientras que músicos de salsa dura como Eddie Palmieri, Richie Ray, Larry Harlow, Rafael Ithier o Papo Lucca mantuvieron al tradicional piano de cola como su principal vehículo expresivo. En ese contexto, desde Londres y New York llegaron dos artistas que devolvieron los Yamaha y Steinway & Sons al pop-rock. Me refiero, por supuesto, a Elton John y Billy Joel.

Una discografía repleta de éxitos

A diferencia de lo que hacen con otros artistas, las emisoras locales dedicadas a propalar música del recuerdo en inglés mantienen en sus programaciones hasta cinco o seis canciones que Billy Joel impuso como éxitos radiales. You may be right y Uptown girl, de los álbumes Glass houses (1980) y An innocent man (1983) por ejemplo, son infaltables en cualquier recuento de rock ochentero, junto a Men At Work, Dire Straits o The Police. Y si se trata de baladas, Just the way you are (The stranger, 1977) y Honesty (52nd Street, 1978) acompañan a las de Air Supply o Chicago cuando se trata de representar la nostalgia romántica que tuvo su principal bastión en el soft-rock de setentas y ochentas.

Esto es mucho más de lo que consiguen otros grupos o solistas de esos años, pensando siempre en radios peruanas, que ven reducidos sus amplísimos repertorios a tres, dos o a veces hasta una sola canción. Y si prestamos atención a las radios norteamericanas -las de dial y las disponibles en aplicativos móviles- la cosa es aun más notoria. Prácticamente todos los temas que colocó en el Top 40 entre 1973 y 1993 -más de treinta- rotan permanentemente en sus programaciones, conservando intacta su vigencia como símbolo de identificación y orgullo entre sus compatriotas. Eso, en estos tiempos en que Donald Trump está convirtiendo a los Estados Unidos en un hazmerreír mundial, es más valioso de lo que el mismo cantautor creyó posible.

¿Por qué ocurre eso con su música?

La respuesta es multiforme, pues abarca aspectos que van desde la veneración y cultivo de aquellos géneros que definieron el alma musical de los Estados Unidos y que él consumió de forma compulsiva durante sus años formativos -jazz, doo-wop, soul, rock and roll- hasta su extremado virtuosismo como pianista, capaz de crear emociones profundas y musicalizar escenas a la manera de una banda sonora en espacios muy cortos, colocando sus solos para que dialoguen íntimamente con cada frase, cada historia y personaje salido de esa galería que entremezcla elementos biográficos y de ficción.

Pero, por sobre todas esas cosas, lo que destaca en este artista es su autenticidad, ese carisma que lo acerca a su público de una forma sincera y personal, tanto en sus temas más distendidos –My life (52nd Street, 1978), Allentown (The nylon curtain, 1982)- como en composiciones más descarnadas –I go to extremes (Storm front, 1989), Big shot (Glass houses, 1980)- en las que saca a relucir esa agresividad tanática que lo llevó, en varios pasajes de su vida, no solo a pelearse con sus amigos o despedir a sus colaboradores, sino que también a autodestruirse, con graves periodos de alcoholismo y actividades que ponían en riesgo su integridad, como cuando casi se mata por ir a toda velocidad en una motocicleta en una carretera en Long Island en 1982, durante uno de sus periodos de mayor éxito comercial.

Además de excelente instrumentista y compositor, Billy Joel es un gran escritor de letras, aspecto que puede quizás desapercibido en nuestro país, donde las canciones en inglés pegan más por sus ritmos y sonidos que por sus mensajes. De una manera diferente a la que desarrollaron otros icónicos letristas como Bob Dylan, Tom Waits o su paisano Lou Reed, Joel ofrece una poesía urbana equilibrada, sin proponer discursos proselitistas ni escarbar en las miserias del comportamiento humano. En cambio, usa un lenguaje claro y sencillo para tocar temas profundos -política, problemas sociales, dramas personales- pero acercándolos a ciudadanos comunes y corrientes que trabajan, que piensan, que sobreviven entre la ilusión y el desencanto cotidiano.

Desde el romanticismo de She’s always a woman (52nd Street, 1978) hasta el sarcasmo frente a la historia mundial y sus vaivenes en We didn’t start the fire (Storm front, 1989), cada letra de Billy Joel revela una forma de pensar abierta, inteligente y libre de prejuicios, desde dardos hacia la mojigatería judía de Only the good die young (The stranger, 1977) hasta crónicas personales como la hiper conocida Piano man (Piano man, 1973), sobre uno de sus primeros trabajos tocando en un bar de mala muerte de Los Angeles, para públicos indiferentes que solo reclamaban una música de fondo para seguir ahogando sus penas en alcohol.

Las otras canciones de Billy Joel

En 1986, ya convertido en una superestrella, Billy Joel publicó The bridge, considerado por él mismo como el más débil de su catálogo. En esta décima producción en estudio aparecen, sin embargo, dos hermosas canciones que han recibido poca o nula atención entre nosotros. Una es Baby Grand, que canta y toca a dúo con uno de sus ídolos, Ray Charles, un homenaje al piano, nada menos. Y la otra es una balada inspiradora titulada This is the time que alguna rotación tuvo en su momento pero hoy es ignorada por todas las radios que se reclaman a sí mismas portadoras de “la voz de los ochenta”.

Del mismo disco, los programas televisivos nos dieron a conocer un guitarrero tema de pop-rock, A matter of trust, con un simpático videoclip en que Billy y su banda recrean un ruidoso un ensayo al interior de un condominio, ante la protesta de algunos vecinos mientras que otros disfrutan del improvisado concierto gratuito. Previamente, Gerardo Manuel difundió ampliamente los videos de canciones hoy olvidadas como Sometimes a fantasy (Glass houses, 1980); The longest time (An innocent man, 1983), su definitivo tributo al doo-wop vocal, cuyo video evoca a las viejas amistades de la infancia; She’s right on time y Pressure (The nylon curtain, 1982).

Si vamos más atrás, encontraremos sorpresas como el vertiginoso instrumental Root beer rag (Streetlife serenade, 1974); la tierna balada She’s got a way (Cold spring harbor, 1971, su álbum debut); Miami 2017 (Seen the lights go out on Broadway), otro homenaje a New York (1976); las confesionales Summer, Highland falls (Turnstiles, 1976) o Streetlife serenader, tema-título de su cuarto LP (1974), inspiradas en su propia carrera. Y no podemos dejar de mencionar las personalísimas Lullabye (Goodnight my angel), dedicada a su primera hija, Alexa (River of dreams, 1993) o Leningrad (Storm front, 1989), sobre una anécdota vivida durante su gira pionera a la Unión Soviética.

All for Leyna (Glass houses, 1980) es otro ejemplo de esas canciones que, a pesar de haber sonado en su tiempo, hoy están desaparecidas de las radios. Y es una de las pocas en que, además del piano, Joel da protagonismo a los teclados. En este caso, es un sintetizador Oberheim OB-X, muy común en las canciones ochenteras de Styx, Madonna o Eurythmics. También pasa eso en Just the way you are (The stranger, 1977), en que la línea melódica principal es tocada desde un Fender Rhoads, muy popular entre los músicos jazz y soft-rock, así como estrellas del R&B como Billy Preston y Stevie Wonder.

Scenes from an Italian restaurant (The stranger, 1977), nunca se lanzó como single. Sin embargo, es una de las favoritas de su público, sobre todo en conciertos, donde es infaltable. La historia de Brenda y Eddie, su ascenso como «los reyes de la promoción» y su declive en la vida adulta, inicia y termina como una de sus clásicas baladas, pero en medio pasa del jazz al rock en siete minutos de cinemática pura, una historia de ideales juveniles y duras realidades personales que transcurren con New York como escenario.

Entre las composiciones no muy difundidas de Billy Joel figura Goodnight Saigon (The nylon curtain, 1982), en que el artista recuerda a los soldados en Vietnam, usando testimonios de amigos suyos caídos en combate. En el 2013, cuando el músico recibió el premio Kennedy Center Honors por sus contribuciones a la cultura pop estadounidense, rompió en llanto cuando el emotivo coro fue interpretado por un grupo de veteranos de guerra. Y, en el 2001, estrenó algunas de sus composiciones en clave clásica, en el disco Fantasies & delusions, tocadas por el pianista coreano-británico Richard Hyung-ki Joo, mostrando una faceta diferente de su inspiración musical.

Un artista para ver en vivo

Desde que lanzó Songs in the attic (1981), su primer álbum en concierto, quedó claro que Billy Joel no solo era un sofisticado instrumentista dentro de los estudios de grabación sino también un electrizante acto en directo, capaz de contagiar a sus audiencias con el poder de sus interpretaciones y acompañado por una banda estable que trabajaba con él en ambos campos.

Dos años antes, en 1979, estuvo en el histórico festival Havana Jam -un intento de Fidel Castro y Jimmy Carter de poner paños fríos a la tensa relación entre sus países-, compartiendo cartel con Weather Report, Kris Kristofferson, Pablo Milanés y la Fania All-Stars. Lamentablemente, no existen registros de aquella actuación que cerró esos tres días en el Teatro Carlos Marx de La Habana, Cuba.

Entre 1971 y 1972, sus dos primeros años como solista, Joel se fogueó como telonero de conocidas bandas como The J. Geil’s Band, B. B. King, The Mahavishnu Orchestra o The Beach Boys -años más tarde estuvo presente en un homenaje a Brian Wilson, interpretando la que considera su canción favorita del grupo, Don’t worry baby-, y llegó a tocar junto a ellos en el festival de cuatro días Mar y Sol, llevado a cabo en Puerto Rico, en abril de 1972, aunque ninguna de sus canciones fue incluida en el LP doble que salió ese mismo año como resumen de aquellas jornadas.

Entre 1975 y 1981, su banda la integraron Liberty DeVitto (batería), Doug Stegmeyer (bajo), David Brown, Russell Javors (guitarras) y Richie Cannata (saxos, flautas), a quienes conocía desde su adolescencia. En 1982, Cannata fue reemplazado por Mark Rivera, saxofonista conocido por su trabajo previo con Foreigner. Con ellos realizó, en 1986, una histórica tanda de seis conciertos en la Unión Soviética, tres en Moscú y tres en San Petersburgo -entonces llamada Leningrado- que fueron base para su segundo disco en vivo, titulado Концерт (“concierto” en alfabeto cirílico), documento de una de las primeras giras de un rockero exitoso en ese país, cinco años antes de la Perestroika.

El año 1993 apareció el que sería su último álbum de pop-rock, River of dreams (1993). Las tres décadas siguientes, entre 1994 y 2024, se dedicó a tocar en vivo la mayor parte del tiempo, en giras que incluyeron la mundialmente exitosa Face to face junto a su colega Elton John -los años 1994-1995, 1998, 2001-2003- y más de cien recitales en el emblemático Madison Square Garden de Manhattan, entre enero del 2014 y julio del 2024, uno por mes.

En medio, se dio el lujo de clausurar el legendario Shea Stadium (2008), en un concierto que tuvo invitados de lujo como Paul McCartney, Roger Daltrey (The Who), Steven Tyler (Aerosmith), la estrella del country Garth Brooks, el guitarrista John Mayer y Tony Bennett, quien hizo suya New York state of mind. Otro símbolo de New York, Barbra Streisand, también hizo dúo con Joel en su álbum Partners (2014). Previamente, la cantante y actriz había incluido el tema en su vigésimo álbum Superman (1977).

“Es nuestro pianista, una hermosa y maravillosa parte del corazón de nuestra ciudad” dijo el actor Robert de Niro, fundador del Tribeca Film Festival donde se estrenó el documental que lleva el nombre de una melancólica balada incluida en Storm front (1989). Una frase que resume el cariño y agradecimiento que da New York al hombre del piano.

 

 

[EL DEDO EN LA LLAGA]  En la historia del cine suele siempre aparecer una que otra película de carácter controvertido, que termina incomodando a sectores del status quo y que, por lo tanto, se ve amenazada por la censura, de manera abierta o soterradamente bajo pretexto de defender ciertos valores burgueses que la obra de marras cuestiona. Éste es el caso del film “o.k.” del cineasta bávaro Michael Verhoeven (1938-2024), que generó un escándalo durante el Festival Internacional de Cine de Berlín de 1970—conocido popularmente como la Berlinale—, llevando a su cancelación ese año.

La película, basada sobre un incidente real de la Guerra de Vietnam donde cuatro soldados estadounidenses violaron y asesinaron a una joven vietnamita, tiene una curiosa puesta en escena de corte experimental. Después de que los seis protagonistas alemanes —encarnando a los cinco soldados de la tropa y a la chica violada— se presentan personalmente, indicando quiénes son y a qué personaje representan, señalan que Vietnam está demasiado lejos y, por lo tanto, la historia se desarrollará en el escenario del bosque bávaro. Aun manteniendo los nombres ingleses originales de los participantes de la historia original y la ficción de que se hallan en Vietnam, los actores se comunicarán en dialecto bávaro. Lo que podría generar la sensación de hallarnos ante un recurso ridículo para contar una historia sobre soldados norteamericanos, termina dándole un carácter más universal al incidente contado: lo que vemos podría ocurrir en cualquier parte del mundo. Y si en muchos filmes hollywoodenses vemos a actores estadounidenses encarnando a soldados alemanes hablando en inglés, ¿por que no sería también legítimo un film donde actores alemanes encarnen a soldados estadounidenses hablando en alemán? De hecho, la película funciona y logra impactar por la crudeza de sus escenas, acentuada por la atmósfera documental que transmite la fotografía en blanco y negro.

“o.k.” de Verhoeven fue la entrada oficial de Alemania en la Berlinale. El jurado, presidido por el director estadounidense George Stevens. decidió tras la proyección inicial del film, por 7 votos a favor y 2 en contra, devolver la película al comité de selección y exigir una nueva evaluación para determinar si era apta para entrar en competencia. Se argumentó que era dudoso que la película promoviera el entendimiento entre los pueblos, como establecía una directriz de la FIAPF (Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográficos). El yugoslavo Dušan Makavejev, miembro del jurado, no estuvo de acuerdo con este proceder ni con la presión ejercida por Stevens sobre otros miembros y se opuso a lo que consideró un acto de censura. Se desató un debate público, instigado por el director Michael Verhoeven y su productor Rob Houwer, hubo protestas y y el cine Zoo-Palast, donde se celebraba el estreno, fue ocupado. Verhoeven defendió su película afirmando durante una conferencia de prensa: «No he hecho una película antiamericana. Si yo fuera estadounidense, incluso diría que mi película es pro-estadounidense. La mayor parte del pueblo estadounidense hoy está en contra de la guerra de Vietnam». Otros cineastas protestaron, algunos retiraron sus películas y, finalmente, el jurado claudicó. La Berlinale tuvo que ser cancelada —hasta ahora, la única vez en su historia—, las proyecciones se suspendieron salvo algunas excepciones y no se otorgaron premios. Al año siguiente, la Berlinale de 1971 sería organizada bajo nuevos criterios.

Tras este controvertido estreno y su limitada distribución posterior, la película estuvo prácticamente inaccesible durante décadas. La primera edición en DVD de “o.k.” de Michael Verhoeven fue lanzada en marzo de 2021 como parte de la colección Edition Filmmuseum. Esta edición fue considerada una “pequeña sensación cinematográfica” por las razones ya expuestas.

Por su interés y actualidad, reproduzco aquí una parte del guion del film. El soldado Eriksson, el quinto hombre de la unidad de tropa, quien se niega a participar de la violación y asesinato de la joven vietnamita, huye para denunciar los hechos ante las autoridades, entablándose el siguiente diálogo:

Capitán Vorst: ¿Ha pensado bien lo que está diciendo?

Soldado Eriksson: Sí.

Capitán Vorst: ¿Por qué está tan empeñado en presentar una acusación?

Soldado Eriksson: Yo le he informado de esto, y usted tiene que reportarlo a las autoridades.

Capitán Vorst: No tengo que hacer nada, amigo. ¡Que le quede claro, ¿eh?! Lo entiendo, usted es un joven despierto, y no le gusta que ocurran este tipo de atrocidades. Eso está bien. Pero está olvidando algo: Nosotros defendemos la libertad de este país y de todo el mundo libre y democrático, y sus derechos humanos. Y por esa defensa hacemos los mayores sacrificios. Piénselo un momento, los innumerables sufrimientos de los soldados estadounidenses por el pueblo vietnamita. Entonces se dará cuenta por sí mismo, ¿no es cierto?, de que una historia como ésta, por triste que sea en este caso particular, no debe ser magnificada.

Soldado Eriksson: Los llevaré a todos ante un tribunal militar.

Capitán Vorst: ¿Y qué gana con eso, hombre? Bien, que los lleven ante un tribunal militar y los condenen. Pero es probable que los liberen en muy poco tiempo. Y ahora le pregunto:
¿Cómo voy a protegerlo a usted entonces? ¿Cómo voy a protegerlo, Eriksson, de la venganza de esos hombres? ¿No tiene una respuesta para eso? Reilly, el sargento Meserve es de su unidad. ¿Qué clase de hombre es?

Teniente Reilly: Señor, me gustaría decirle algo al joven. Yo también tuve un problema como el suyo, Eriksson. Fue en Virginia, en casa. Pero lo dejé pasar, porque el sistema es así. Y entonces habría que cambiar el sistema. Y en la guerra hay mucho más sistema.

Capitán Vorst: ¡Reilly! Le pregunté por el sargento Meserve.

Teniente Reilly: Señor, el carácter y el valor del sargento Meserve están entre los mejores que conozco. Es uno de los mejores combatientes que he visto, un soldado de primera, que nunca comete un error, cumple cada orden sin rechistar. Se alistó voluntariamente al ejército y a Vietnam. Como soldado, si me lo pregunta: sobresaliente.

[…]

Capitán Vorst: Ahí lo tiene. Es un tipo excelente, ese sargento.

Soldado Eriksson: Es un cerdo asqueroso.

Capitán Vorst: Cállese, muchacho estúpido.

Soldado Eriksson: Puedo decir lo que pienso.

Capitán Vorst: ¡Puede una mierda! ¡Es usted un soldado! […] Tal vez haya una justicia superior, que Meserve y los demás, con su culpa, su culpa indudable, nadie podrá quitársela. Ellos tendrán que cargar con eso.

Soldado Eriksson: Qué aire tan denso hay aquí…

Capitán Vorst: Eriksson, usted representa a la nación estadounidense. Todo lo que hace, lo hace en nombre del pueblo estadounidense. Así son las cosas. No estamos aquí por gusto. Tenemos una misión, una muy difícil. ¿Qué quiere entonces? Con una denuncia como esa, daña la causa de la paz, la campaña estadounidense por la paz y la libertad del mundo occidental.

Soldado Eriksson: ¿No se puede hacer nada?

Capitán Vorst: ¡Compórtese ahora! Puede estar agradecido de que no le inicie un proceso
por separarse de su tropa. Bien, tenía que desahogar su corazón. Y con eso basta. Esto queda entre nosotros y aquí termina. Tendrá que mostrar un poco de magnanimidad con sus camaradas. Eso también forma parte de ser soldado. Yo me encargaré de hablar con ellos.

Soldado Eriksson: Me siento mal.

Capitán Vorst: Teniente Reilly, lleve a Eriksson de vuelta con su unidad. Y piense en una cosa más. Este asesinato no ocurrió en los Estados Unidos, sino fuera de la civilización. Es decir, en el campo de batalla.

Hasta aquí el diálogo.

Que los soldados también cometen crímenes en tiempos de guerra, y que los ejércitos buscan encubrir esos crímenes so pretexto de honor y gloria, de las causas que están defendiendo o de los enemigos que combaten, ya lo tenía claro Michael Verhoeven. Y también sabía de los problemas que ocasiona expresar eso en público. Algo similar ocurriría décadas después cuando en el año 2006 estrenara su documental “El soldado desconocido” (“Der unbekannte Soldat”), que daba cuenta de los crímenes cometidos por el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial, partiendo de una exposición de fotos provenientes en su mayoría de personas privadas, realizada en 1997 en Múnich. Esas fotos documentaban matanzas de civiles y población judía realizada no por miembros de las SS, sino por soldados comunes y corrientes, algunos de los cuales aparecían incluso sonriendo al lado de muertos ejecutados. Esto destruía la imagen que muchos alemanes tenían de sus padres y abuelos, a los cuales consideraban meros combatientes sin militancia política que habían cumplido órdenes y que no se habían visto envueltos en atroces crímenes de guerra. Verhoeven amplía la información de las fotos con entrevistas y declaraciones de académicos, historiadores y testigos. A destacar lo dicho por un académico, que señala que el honor es siempre personal, y que quien hace depender su honor de la institución a la que pertenece, tendrá que cargar con las consecuencias de lo que ello implica. En otras palabras, la institución nunca es pasible de ser ella misma la portadora del honor.

Todas estas reflexiones son aplicables a lo que hicieron las fuerzas armadas peruanas durante su lucha contra el terrorismo en las décadas de los ochenta y noventa. También se cometieron crímenes que deben ser juzgados y que, por definición, no prescriben, pues se trata de graves violaciones de los derechos humanos. Y tanto hoy como ayer, en contextos diferentes, también hay quienes pretenden encubrir esos crímenes aduciendo como justificación la causa por la que lucharon los combatientes: la victoria sobre el terrorismo, sin tener en consideración que no hay causa ni ideal que puedan jamás justificar los asesinatos, las torturas ni las violaciones sexuales en perjuicio de la población civil ni de personas indefensas, sean quienes sean.

[OPINIÓN] Hay momentos en que el silencio es cómplice. Y este es uno de ellos.

Vivimos inmersos en una época donde la mentira no necesita disfraz, basta con repetirla lo suficiente y rodearla de aplausos comprados para convertirla en verdad. La mediocridad se ha institucionalizado: gobierna, legisla, sentencia y hasta pontifica desde sets de radio—internet y televisión. Mientras tanto, la gente —esa que debería indignarse— prefiere creer cualquier fábula antes que enfrentarse al vacío que deja la realidad.

Hoy es posible imponer ideas sin sustento, sin estudios previos, sin lógica ni presupuesto. Basta una puesta en escena, una promesa ruidosa y un ejército de perfiles digitales dispuestos a insultar al que cuestione. Porque ya no se trata de razonar, sino de “sentir que algo es cierto”, aunque la evidencia diga lo contrario.

Lo más grave no es que existan quienes manipulan, sino que abundan quienes se dejan manipular; y lo hacen con con entusiasmo. Personas ilustradas, con títulos y trayectoria, de “buena familia” disque, y que por conveniencia, nostalgia o simple terquedad, prefieren cerrar los ojos ante lo evidente. Y cuando el delirio se les vende como esperanza, lo compran al contado y lo defienden a ciegas.

Esa necesidad colectiva de creer en algo —lo que sea— ha convertido la política en espectáculo y la gestión pública en una farsa. Aquí, lo absurdo se celebra, lo ilegal se normaliza y lo peligroso se minimiza. Y cuando alguien osa levantar la voz, así sea por defender la legalidad, lo tildan de aguafiestas, de negativo o, peor aún, de “enemigo del progreso”.

Pero no nos engañemos. Detrás de cada cortina de humo hay incompetencia, improvisación o intereses inconfesables. Y quienes aplauden desde las tribunas lo hacen no porque no entiendan, sino porque prefieren no entender. Porque duele menos aplaudir que pensar.

Así funciona este tiempo: la ignorancia se premia, la duda se castiga y el sentido común es un lujo en extinción.

Por eso, este no es un artículo para señalar con el dedo, sino para poner un espejo. Y ya se sabe: a quien le caiga el guante, que se lo chante. Porque no hay peor ciego… que el que no quiere ver.

[Música Maestro]  Un evento récord

El sábado pasado, 5 de julio, se realizó Back to the beginning -cuyo anuncio celebramos hace unos meses en una columna publicada aquí-, megaconcierto que reunió sobre el escenario, durante diez horas, a ochenta y cinco músicos de distintas etapas y estilos del rock duro y que, según estimaciones conservadoras, fue visto por más de seis millones de personas globalmente, a través del streaming (en el estadio del Aston Villa hubo entre 40 y 42 mil almas). Además, el evento ha recaudado casi 200 millones de dólares para una causa benéfica. Un récord en todos los sentidos.

Medios y redes sociales explotaron con cientos de fotos y videos que dejaron en claro su impacto. Mientras aquí, en el Perú, nos andamos fijando en los intrascendentes encontrones furtivos entre dos personas sin mayor brillo ni importancia, el mundo se rindió ante esta masiva muestra de respeto hacia una banda que cambió la cara de la música popular anglosajona, cuyo influjo se siente aun hoy, cinco décadas después de ser escuchado por primera vez.

En esa maratón que fue, ahora sí, la despedida definitiva de Black Sabbath -no como la del 2017, sin Bill Ward-, los reflectores se centraron en la fortaleza de espíritu de un ser humano de 76 años que ha exigido a su organismo hasta el límite, lo cual desenfocó un poco el show, pues Ozzy Osbourne es solo uno de los cuatro integrantes del grupo que, con toda justicia, es reconocido como punto de partida de lo que hoy conocemos como heavy metal, hard-rock y derivados.

En la práctica sí fue un tributo al cuarteto. La frase de James Hetfield –“sin Sabbath no habría existido Metallica, ¡gracias por darnos un propósito en la vida!”- no deja dudas de ello. Pero, debido a la atención especial recibida por Ozzy a causa de su evidente deterioro físico, por momentos parecía el único homenajeado. Esto, por supuesto, no restó calidad al concierto en sí mismo, como revisaremos más adelante. De hecho, en la prensa especializada ya lo están catalogando como un hito en la historia cultural británica. Pero sí relegó innecesariamente a los otros tres integrantes, casi como si su papel solo estuviera limitado a acompañar a Ozzy en “su último soplido”.

Tony, Geezer y Bill: El sonido Black Sabbath

Los cincuenta segundos iniciales de N.I.B. (Black Sabbath, 1970) anticipan todo lo que vino después en términos de destreza, potencia, distorsión y libertad en la ejecución del bajo. Verdaderos monstruos como Geddy Lee (Rush), Steve Harris (Iron Maiden), Les Claypool (Primus) o Justin Chancellor (Tool) se inspiraron en Geezer Butler (76) para desarrollar sus propios estilos. ¿Cómo no pensar, después de escuchar la intro de N.I.B., en (Anesthesia) Pulling teeth, el instrumental que escribió y grabó Cliff Burton para el álbum debut de Metallica (Kill’em all, 1983)?

Por su parte, Bill Ward (77) es la definición de lo que debe ser un baterista de heavy metal. Salvaje y desmedido -en apariencia, en energía- pero, a la vez, capaz de sostener ritmos con técnicas aprendidas desde la sofisticación del jazz. Junto con Ian Paice (Deep Purple) y John Bonham (Led Zeppelin), Ward representa esa combinación de sutileza y agresividad que es tan difícil de percibir para quienes creen que el metal es “solo ruido”. Con sus furibundos ataques en War pigs (Paranoid, 1970), Sabbath bloody Sabbath (Sabbath bloody Sabbath, 1973) o Children of the grave (Master of reality, 1971), Ward escribió un capítulo de lectura obligada para todas las siguientes generaciones de bateristas.

Sobre Tony Iommi (77) se ha escrito mucho y, aun así, nada parece suficiente para agradecer ese desfogue emocional que sobreviene al oír/ver sus electrizantes solos y pesadísimos riffs. Sólido como una roca, el señor de las cruces invertidas y el toque zurdo con prótesis en dos dedos, siempre de negro, sin disfuerzos ni estiramientos acrobáticos, inventó todas esas atmósferas pesadillescas desde su Gibson SG. Como único miembro estable de Black Sabbath, Iommi fue quien los mantuvo vigentes aun en sus tiempos más difíciles -con integrantes que entraban y salían, con pérdidas irreparables, con otras modas dominando las preferencias del público-, una figura fundamental del rock como fenómeno cultural.

Sin desmerecer su papel dentro de la etapa 1968-1978 de Black Sabbath, Ozzy Osbourne fue, más que protagonista, una pieza importante de ese engranaje forjado por los cuatro en pobres garages de su barrio en Birmingham. Su voz angustiada, alta pero no necesariamente aguda, aportó el carisma atemorizante que necesitaba el grupo y sus tritonos del mal. Además, conformó junto con Geezer una fábrica de letras que pasaban del ocultismo a la esquizofrenia sazonadas con sus adicciones en común, las cuales aportaban una galería auténtica, sincera, de alucinaciones y metáforas fantasmagóricas.

Ozzy Osbourne: Sobreviviente de sí mismo

En el documental God bless Ozzy Osbourne (2011) lo vemos, poco después de cumplir 60 años, sorprendiéndose de haber alcanzado esa edad. “¡Jamás pensé que llegaría siquiera a los 40…!” dice, con esa forma de hablar que es mitad acento brummie -apelativo que reciben los nacidos en Birmingham, ciudad meridional de Inglaterra- y mitad pérdida de sinapsis ocasionada por años de indiscriminado y excesivo consumo de todo lo que nos podamos imaginar, durante la mayor parte de su vida adulta.

Los amantes del hard-rock y el heavy metal tenemos a Ozzy Osbourne en un altar, es el incuestionable “Príncipe de la Oscuridad”. Por su trascendencia como cantante original de Black Sabbath, por supuesto. Pero también por todo lo que grabó como solista, especialmente entre 1980 y 1995 -aunque discos como Down to earth (2001), Ordinary man o Patient number 9 (2020 y 2022, respectivamente), no le quedaron nada mal-. Y por los miles de conciertos que ofreció, durante todo el tiempo en que pudo mantenerse en pie. Pero también sabemos que, lejos de fanatismos, es un personaje descontrolado y peligroso, para sí mismo y sus seres queridos. John Michael Osbourne parecía destinado a morir joven.

Su infancia y adolescencia fueron, por decir lo menos, difícil. Y lo mismo aplica para sus compañeros Tony, Geezer y Bill. En sus testimonios personales, la palabra que más aparece es “pobreza”. Sin trabajo y sin futuro, la música -el rock- los rescató y convirtió en celebridades. Cuando sus dos primeros álbumes triunfaron, en 1970, superaban apenas los veinte años, eran “unos niños” con acceso a todos aquellos lujos que jamás soñaron tener: vuelos privados, limosinas, fiestas que duraban días enteros, adulación desmedida, miles de dólares en sus cuentas bancarias y bolsillos. Con todo ello llegaron los vicios.

Ozzy Osbourne tuvo, además, serios problemas de aprendizaje y conducta. Era disléxico. Sufrió de bullying en la escuela y se volvió un “chico problema”. Pasó una temporada en prisión, antes de unirse a los otros tres para formar The Polka Tulk Blues Band, su primer nombre colectivo. Luego, ya como Earth, Iommi solía reprenderlo por sus actitudes bufonescas, con las que escondía su profunda baja autoestima. “Después que se fue de Black Sabbath, lloramos toda una semana” dijo Geezer alguna vez. Tony, más lacónico, confesó “haberse sentido mal por su amigo”, mientras que Bill “jamás se perdonó haber tenido que decirle la decisión final del grupo”.

El diario de un demente

La carrera solista de Ozzy Osbourne fue, tanto en términos de exposición pública, éxito comercial y crítica especializada, mucho más visible que la de sus ex compañeros. Y, en forma proporcionalmente opuesta, también lo fue su deterioro físico. No es que Geezer, Bill y Tony no hayan sufrido por sus propios excesos, sino que en el caso de Ozzy las consecuencias lo pusieron al borde de la muerte en más de una ocasión. Mientras más dinero hacía, más se hundía en la decadencia personal debido a episodios interminables de intoxicación, depresiones y una permanente actitud autodestructiva que arrastró también a sus hijos y colaboradores más cercanos.

Todos conocemos, más o menos, algunos de los hechos más sorprendentes de una trayectoria que podría haber terminado en cualquier momento: las montañas de cocaína, el incidente en que arrancó de un mordisco la cabeza de una paloma, la sobre exposición de su caótica vida familiar en un reality, la vez que quiso estrangular a su esposa. Pero esas son solo pinceladas menores de una vida marcada por dos extremos aparentemente opuestos. Por un lado, la sociopatía y, por el otro, la fortuna económica.

Musicalmente, Ozzy renació gracias a la intervención de Sharon, su manager y posterior esposa, quien lo empujó a reinventarse tras haber sido expulsado de la banda en 1979. Sus dos primeros discos, Blizzard of Ozz (1980) y Diary of a madman (1981), sirvieron de base para la consolidación del heavy metal en esa década y su estatus de leyenda del rock clásico inspiró a toda una nueva camada de grupos que lo veían como un padrino. En ese momento, la desgracia tocó a su puerta de manera devastadora para una psiquis tan frágil y desconectada como la suya.

Su guitarrista, Randy Rhoads, a quien quería como un hermano menor, falleció trágicamente en marzo de 1982 a los 25 años, sumiéndolo de nuevo en un torbellino de depresiones y drogas duras. Abundan las historias que van de lo extravagante/gracioso a lo grotesco/criminal, contadas por quienes salieron de gira con Ozzy, pasajes enteros de una vida que él mismo no recuerda. Con todo ese desmadre personal encima, se las arregló para seguir haciendo discos y conciertos, encabezar el Ozzfest (1998-2018) y reunirse con sus amigotes de Black Sabbath hasta en cuatro ocasiones, en 1985 -para una histórica aparición en el Live Aid-, 1998, 2013 y 2017.

Paralelamente, en el 2002, Ozzy decidió mostrar su decadencia personal y familiar en televisión. The Osbournes fue, durante cuatro temporadas, uno de los programas de MTV más sintonizados a nivel mundial, en que las peores miserias humanas posibles se desarrollaban al interior de una mansión de lujo. Tras ser diagnosticado con Parkinson el año 2019, la enfermedad comenzó a mermar sus capacidades para movilizarse y hablar de una forma que no había experimentado en ninguna de sus crisis previas. Sin embargo, siguió hasta el 2022, en que anunció su retiro definitivo.

Back to the beginning, el concierto

Lo que se vivió el pasado 5 de julio fue una verdadera fiesta para el metal. Las graderías y campo del estadio del Aston Villa estuvieron a tope, en un concierto que agotó sus entradas en tiempo récord, con asistentes de todas partes del mundo. La organización parece haber sido impecable, gracias a la férrea supervisión de Sharon Osbourne y a la meticulosidad y experiencia de Live Nation, empresa organizadora desde el 2019 de masivos festivales como Download y Bonnaroo.

Su principal ejecutivo, Andy Copping, comentó que Back to the beginning era “el Live Aid del metal”. Esto porque, además de ser la despedida de Black Sabbath en su tierra natal, toda la taquilla, tanto de entradas como del sistema pay-per-view, se destinará a tres instituciones dedicadas al cuidado de niños huérfanos, en situaciones vulnerables, así como al desarrollo de terapias y curas para el Parkinson.

La lista de invitados incluyó a pesos pesados del thrash como Metallica, Slayer y Anthrax; iconos del grunge y el metal noventero como Alice In Chains, Pantera o Lamb Of God; bandas del siglo XXI como Mastodon o Gojira; y hasta Guns ‘N Roses. Asimismo, los históricos Ronnie Wood (The Rolling Stones), K. K. Downing (Judas Priest), Steven Tyler (Aerosmith) y Sammy Hagar (Van Halen), los guitarristas Nuno Bettencourt (Extreme) y Vernon Reid (Living Colour), el cantante Billy Corgan (The Smashing Pumpkins) o el bajista David Ellefson (Megadeth), todos bajo la dirección musical del guitarrista de Rage Against The Machine, Tom Morello.

Estuvieron también ex integrantes de las bandas de Ozzy Osbourne, como el bajista cubano-norteamericano Rudy Sarzo, los guitarristas Zakk Wylde y Jake E. Lee -una de las apariciones más celebradas por el público, tras haber sido víctima de un intento de homicidio el año pasado-, los bateristas Mike Bordin y Tommy Clufetos; y el hijo de Rick Wakeman, Adam, quien acompaña al “Príncipe de la Oscuridad” desde el 2010, como tecladista.

Sin embargo, Back to the beginning también tuvo algunos deslices y carencias. El tiempo del que dispusieron las bandas fue bastante desigual. Anthrax, por ejemplo, solo tocó dos canciones mientras que Guns ‘N Roses, Slayer y Metallica, tuvieron espacio para hacer hasta seis temas cada uno. Se sintió la falta de homenajes individuales a Tony y Geezer. Y la “batalla de baterías” entre Danny Carey (Tool), Chad Smith (Red Hot Chili Peppers) y Travis Barker (Blink-182) fue más un ejercicio de autoindulgencias que un tributo a la influencia de Bill Ward en sus respectivas carreras.

Hubiera sido genial ver a músicos como el vocalista Tony Martin o el baterista Vinny Appice, presentes en otras épocas de Black Sabbath. O que Brian May, en lugar de estar en una de las tribunas, hubiese compartido unos cuantos solos con su gran amigo Tony Iommi. La ausencia de Judas Priest quienes, además, son también de Birmingham, suena incomprensible pero tiene una explicación: Rob Halford y los suyos estuvieron, ese mismo día, en el concierto de Scorpions por sus 60 años, en la ciudad alemana de Hannover, a mil kilómetros del Aston Villa Park, aunque algunos medios virtuales aseguran que Sharon los desembarcó porque querían cobrar por su participación.

Jack Black apareció en un video, liderando una banda conformada por los talentosos hijos de Tom Morello, Scott Ian y otros. Quizás habría sido más apropiado que el actor y comediante -famoso por su fanatismo por el metal, como también lo demostró otro conocido actor, el hawaiiano Jason Momoa, quien fue el maestro de ceremonias incluso se metió al pogo que armó Pantera- hubiera ensayado con esos brillantes jovencitos un tema de los homenajeados. Y no porque la versión de Mr. Crowley les haya quedado mal, sino porque ya había hecho lo mismo el año pasado, cuando Ozzy Osbourne fue introducido por segunda vez en el Rock And Roll Hall Of Fame, por su discografía en solitario. La primera había sido en el 2006, como integrante de Black Sabbath.

Finalmente, la aparición de Ozzy fue muy significativa y viene siendo elogiada por todas partes, pero tuvo también algo (mucho) de triste. Una figura como la suya que, en su momento, desbordó vitalidad y energía -aunque estuviera destruido por dentro- no merecía ser exhibida en lo que es de lejos su peor momento físico, aunque se haya tratado de una decisión personal. Logró cantar, a duras penas, las cinco primeras, clásicas de su etapa solista. Pero, cuando llegó el final junto a Black Sabbath, sus limitaciones vocales no estuvieron a la altura de los otros tres, dejando sentimientos encontrados de admiración por su inquebrantable voluntad y lástima por su estado de salud.

Por todo eso, Back to the beginning se inscribe en la historia de espectáculos masivos como uno de los más importantes, como lo fueron Woodstock (1969), Live Aid (1985) -y su segunda parte Live 8 (2005)- o el tributo a Freddie Mercury (1992).

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