Opinión

Por lo mismo de siempre. Por informales, inmediatistas e incapaces de reconocer nuestras propias limitaciones. Porque casi desde sus inicios, nuestra escena pop-rockera, escuálida y siempre en modo amateur, se ha computado -especialmente en Lima- el centro del universo. Esa falta de humildad es la principal razón de que no tengamos una escena capaz de merecer reconocimientos internacionales suficientes para ser considerada en esta serie documental que, sin ser la gran cosa, se fija precisamente en algunas de las manifestaciones más exitosas y trascendentes del rock en español.

A esa vocación por el autobombo debemos sumar la ausencia de políticas públicas y privadas masivas de educación musical desde la infancia. En este punto no pienso, por supuesto, en los jóvenes privilegiados que, en los cincuenta o ahora, tuvieron posibilidades de acceder a clases particulares de algún instrumento, nutrirse de la melomanía de sus padres o hermanos mayores o de, simplemente, aprender solos por interés casi natural, instintivo, sino en la nula importancia que se le ha dado en colegios, universidades y medios de comunicación a la formación y apreciación musical, dejando (casi) todo en manos de Dios y los casos aislados.

Con la excepción de Pedro Solano y Ricardo Brenneisen, integrantes de dos de las bandas peruanas más activas y respetadas de los años noventa -Cementerio Club y Dolores Delirio-, solo hemos escuchado quejas, en distintos registros, de parte de diversos personajes de la comunidad rockera local, respecto de la ausencia peruana en esta producción de Netflix, deficiente e incompleta si la examinamos con ojos de experto, pero efectiva en aspectos nostálgicos para el oyente promedio de música popular en nuestro idioma. Los lamentos tienen, en consonancia con la autoindulgencia de la que hablo, ese insoportable tonito engreído que hace recordar al eterno «al cabo que ni quería» que soltaban los entrañables personajes de El Chavo del Ocho, cada vez que no se cumplían sus caprichos.

Salvo muy contadas excepciones, la escena pop-rock del Perú, desde sus albores en las matinales nuevaoleras de los sesenta y setenta hasta las más recientes y aburridisímas bandas tipo We The Lion o Alejandro & María Laura, prácticamente todas adolecen de esa antipática tendencia a sentirse geniales a la primera, la misma tara que sufren nuestra televisión, teatro y cine comerciales. Miren sino los realities de la señal abierta, la programación de Plus TV (Resiste Teatro, Jamás perfectas) o las películas de Tondero. Todos son lo máximo haciendo el mínimo esfuerzo –y, a veces, ni eso- pues tienen asegurada la adulación de una prensa no especializada y una masa, a ambos extremos del espectro socioeconómico, que regala sus admiraciones a cualquiera que se haya hecho famoso por sobreexposición, contactos o argollas. O todo junto.

quiero decir con esto que, a contrapelo del predicamento del recordado Gerardo Manuel (1946-2020), no todos los peruanos son buenos. Estamos hablando de más de seis décadas de producciones musicales que han tenido, en paralelo al desarrollo del rock en otras latitudes, muchos momentos rescatables y otros, los menos, realmente buenos. Pero, sin entrar a recuentos tediosos y arbitrarios, ni siquiera esos puntos altos alcanzan la calidad necesaria para hacerse notar en contextos más amplios y globales. Alguien me podrá mencionar, seguramente, el prestigio que han logrado, en países europeos, grupos peruanos como Silvania (shoegaze/ambient), Flor de Loto (prog-rock) o Mortem (death metal). Pero esos casos son, precisamente, excepciones a la regla.

Un aspecto interesante es que este fenómeno no se produce por igual en las escenas de folklore local (música criolla, negra, andina), donde sí podemos encontrar excelencia interpretativa y autenticidad; mientras que en otros géneros como la música latina (salsa, bolero), el jazz y la música clásica, se replica la problemática del pop-rock, con los mismos matices y casos excepcionales, tema que merece un desarrollo aparte.

Por otro lado, debido el serio problema de amiguismo que sufrimos desde hace años, son las propuestas más interesantes las que terminan relegadas para dar espacio a aquellas con buenas relaciones en los medios y canales de distribución masiva. Ni hablar de exponentes de música experimental o géneros extremos (como los mencionados Silvania y Mortem) que, simple y llanamente, no existen para los medios convencionales, salvo que se trate de una mención superficial para dar la impresión de ser «inclusivos» a la hora de hablar de pop-rock y sus innumerables vertientes Made-In-Perú.

Si bien es cierto el nuevo entramado digital permite que cada músico invente su propio espacio y llegue a sus atomizados públicos (pienso en plataformas como BandCamp o MediaFire, por ejemplo); eso, lejos de promover la creatividad y la excelencia interpretativa, promueve más la improvisación y el relajo, dentro de una lógica según la cual todos podemos hacer un disco y lanzarlo al ciberespacio. En ese aquelarre de opciones, los que trabajan diligentemente se entremezclan con los destalentados, haciendo más difícil rescatar valores y separar pajas de trigos. A la precariedad y amateurismo transversales a todo el espectro pop-rock local, llegan las argollas para empeorar todo, generando injusticias que hacen célebres a quienes no ofrecen nada valioso e invisibilizan a otros, de mejor perfil.

A todo esto. En Rompan todo sí se habla del Perú. Aparecen, en este orden: José Luis Pereira (Los Shain’s, El Polen), César «Papi» Castrillón (Los Saicos) y Octavio «Tavo» Castillo (Frágil, Actitud Modulada). Brevemente, como contextualizando, nada más, aquella época auroral en la que todo comenzaba al mismo tiempo. De hecho, es una metáfora de la realidad: en una carrera de 100 metros, los ocho velocistas parten al mismo tiempo, pero solo tres llegan al podio. Si seguimos la lógica de ese ejemplo, y según los parámetros impuestos por Rompan todo, nuestro país quedó entre los últimos. Es así de sencillo. Y de cierto.

El gran documental sobre rock en español aún está por hacerse (claramente, Rompan todo no lo es). Y para incluir lo que pasó en Perú, ese utópico gran documental tendría que abarcar tanto lo bueno como lo malo del rock latino, tanto lo que evolucionó y mejoró como lo que se quedó en el partidor y jamás levantó cabeza. Pero no se equivoquen: la ausencia peruana en Rompan todo no es un error de los productores ni es culpa de Gustavo Santaolalla. No es un sectarismo «de pibes y de chavos» como mal planteó, hace algunas semanas, un periodista de El Comercio. Corresponde plenamente con la intención de la serie documental, que se presenta engañosamente como «la historia del rock en América Latina» (ver más aquí), cuando solo habla de aquellos a quienes les fue mejor, ya sea por sus merecimientos artísticos, por su impacto en ventas o por ambas cosas, cuando ambas cosas iban unidas una a la otra. Más allá de las deficiencias del documental de Netflix, nos toca reconocer, con hidalguía, que no estamos en esas ligas.

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#Rock, Cultura

No se entiende qué hace el gobierno enviando tanques de guerra a la frontera para impedir el tránsito. ¿Le va a lanzar munición pesada a los venezolanos que trasponen nuestra frontera? ¿Va a matar a los inmigrantes? ¿Los disparos ocurridos estos días se van a repetir a diario?

Es absurdo el tic xenofóbico que parece albergar el gobierno o, lo que sería peor, que obedezca al afán de contentar el ánimo creciente de un sector de la población en contra de los venezolanos, acusándolos, primero, de ser los causantes de la explosión delictiva que sufre el país, luego del desempleo y ahora, finalmente, de ser foco de contagio del covid19.

Lo real es que nada de eso es cierto. La inmensa mayoría del millón y pico de venezolanos que vive en nuestro país ha venido a trabajar honradamente y la proporción de delincuentes es la misma o menor que la que hay entre la población nativa.

Hasta antes de la pandemia los niveles de empleo urbano en el país seguían siendo los mismos. Nuestra economía, sobre todo la informal, había logrado absorber la mano de obra venezolana sin empujar al desempleo a la población económicamente activa nacional.

Finalmente, alucinar que las nuevas variantes anidan especialmente entre la población venezolana es un disparate mayúsculo. Esta población debe estar sufriendo exactamente los mismos rigores sanitarios o aún peores -por su situación legal no asegurada-, pero no tienen alguna particular intensidad del virus, superior a la peruana. El virus no llega por la frontera norte.

Y, por supuesto, el gobierno se volvió a olvidar de la población venezolana en la entrega de los bonos de asistencia. La base de datos de cuatro millones y medio de personas que van a recibir los 600 soles de ayuda no incluye a ningún venezolano. ¿Qué se espera? ¿Qué mueran de inanición? Linda con lo punible la indolencia asistencial con la que el Estado peruano está tratando a este millón de compatriotas latinoamericanos.

Va a arreciar el discurso xenofóbico en esta campaña. Es lamentable, pero tiene una lógica política detrás. Lo que resulta incomprensible es que el gobierno se sume a esa narrativa alimentando sentimientos nacionalistas irracionales y primitivos.

Durante los cuatro años que los Estados Unidos padecieron a Donald Trump como su presidente (vergüenza de la cual se liberaron la semana pasada), varios fanáticos de Frank Zappa alrededor del mundo se preguntaron qué habría dicho/hecho el sarcástico compositor y guitarrista, para hacer notar su desagrado por la llegada de este lunático e ignorante empresario al trono del país más poderoso del mundo.

Y la respuesta para este ejercicio de ucronía –Zappa falleció hace casi 30 años- es una canción demoledoramente ácida titulada Dickie’s such an asshole (Dickie es un tremendo idiota) que el músico dedicó nada menos que al presidente Richard Nixon -el “Dickie” del título-, durante su gira 1973-1974, en medio de la tormenta desatada por el escándalo de Watergate, que terminó con la renuncia del republicano, a la mitad de su segundo período gubernamental.

Zappa, cuyas agudas críticas al sistema norteamericano -político, educativo, social y cultural- no dejaban, literalmente, títere con cabeza, dirigió este blues sofisticado y arrabalero al malogrado mandatario, en el momento en que más quemaban las papas. Casi como una crónica periodística mordaz y malcriada, FZ le dice sus verdades a Nixon y sus más cercanos colaboradores, entre ellos Charles “Bebe” Rebozo. Para que se hagan una idea, Rebozo fue a Nixon lo que Luis Nava a Alan García: su amigo, su asesor, su testaferro.

A pesar de haber sido uno de los temas permanentes de esa gira de The Mothers Of Invention, Dickie’s such anasshole no fue incluida en el extraordinario LP que resumió aquellos conciertos, Roxy & elsewhere (1974), uno de los títulos fundamentales de su amplísimo catálogo, cargado de referencias a la situación política norteamericana.

En Son of Orange County, otra de las canciones del álbum grabado en el Roxie, uno de los teatros emblemáticos del Sunset Strip californiano, Zappa usa la famosa frase “I am not a crook” que Nixon soltó durante una conferencia de prensa televisada, tras las históricas revelaciones de Bob Woodward y Carl Bernstein, los periodistas de The Washington Post que sacaron a la luz el escándalo de espionaje y traiciones que remeció al país del Tío Sam en los años setenta. Las versiones originales de Dickie’s… se lanzaron en los álbumes póstumos You can’t do that onstage anymore Vol. 3 (1994), The Roxy Movie (2014) y The Roxy Performances (2018), un boxset de 7 CD con los cuatro conciertos completos que Zappa y su extraordinaria banda ofrecieron los días 9 y 10 de diciembre de 1973.

Pero Dickie’s such an asshole recién vio la luz, quince años después, en otro disco en vivo, Broadway the hardway (1988), esta vez dirigida al presidente de turno, Ronald Reagan. En esta versión combina la letra original, acerca de Nixon y Watergate, con irónicas menciones a la inhumana medida implantada por la administración Reagan para subalimentar a presos peligrosos con raciones de pésima calidad -incluso en su momento se llegó a decir que contenían pequeñas cantidades de “tranquilizantes”- conocidas como “confinement loaf” (comida de encierro). No es difícil imaginar una versión actualizada de Dickie’s such an asshole con Donald Trump (¿Donnie?) como protagonista de esta canción cuya última estrofa es: “The man in the White House… oooh! He’s got a conscience black as sin! There’s just one thing I wanna know: How’d that asshole ever manage to get in?” (El tipo en la Casa Blanca… uhhh, ese tiene la conciencia negra como el pecado. Solo quiero saber una cosa: ¿Cómo se las arregló este idiota para entrar?)

Frank Zappa (1940-1993) siempre dio en el blanco cuando se trataba de decir incómodas verdades al establishment. Desde sus duras críticas a la cultura hippie de fines de los sesenta hasta su participación en las sesiones del Congreso, en 1985, oponiéndose a la censura que la PMRC, grupo liderado por la esposa de Al Gore, Tipper Gore, impuso a las letras de diversos músicos de pop-rock y heavy metal; sus lúcidas y afiladas argumentaciones molestaban tanto a demócratas como a republicanos.

Por ello y, a pesar de su importancia artística, Zappa fue borrado del imaginario colectivo tras su muerte, un hecho que viene siendo corregido por recientes documentales como Eat that question (Thorsten Schütte, 2016) y Zappa (Alex Winter, 2020), que permiten, tanto a los conocedores de su trayectoria como a quienes desean enterarse de quién fue y qué hizo para ser tan temido por los medios y los gobiernos de EE.UU., conocer a fondo a este irreverente músico y pensador norteamericano.

Pero, en lugar de imaginar qué habría dicho Zappa sobre Donald Trump, revisemos qué opinaba acerca de este odioso personaje. En una entrevista de 1989 concedida a la revista High Times, el periodista y crítico de rock Elin Wilder le comenta al compositor una encuesta según la cual el mayor anhelo de los jóvenes norteamericanos al salir del High School (es decir, la Secundaria) era “hacer dinero” y que veían a Donald Trump como “su héroe”. A esto, Zappa comentó: “… ese dato es una muestra de lo que es la vida en Norteamérica. Es un buen indicador del fracaso de la educación estadounidense. Si Donald Trump es el ídolo de los adolescentes americanos y esos adolescentes no pueden leer, escribir, ni siquiera sumar ni restar ¿Qué podemos esperar de eso?” La respuesta la vivió y sufrió Estados Unidos entre 2017 y 2021.

En la entrevista que realizó Enrique Planas a Jesús Solari, el actual vocero del Instituto de Radio y Televisión del Perú, IRTP, y Gerente de Televisión de TV Perú sobre la cancelación del programa Presencia Cultural, el más antiguo de nuestra televisión, único en su contenido sobre la producción artística y cultural del país y afincado cómodamente en el imaginario realmente nacional, en tanto los lugares del país solo llega la Televisión estatal.

En ella, Solari justificó la decisión afirmando que, como se busca vincular el canal con todas las generaciones actualmente, se requiere de “un ritmo comunicacional que conecte con todos los públicos”. Luego aclaró que la cultura debe ahora ir “indexada con el entretenimiento” porque sino las personas se desconectarían del objetivo de difundirla. Esta suerte de alineación al índice de la diversión que al parecer de Solari demandan todas las generaciones peruanas con el ritmo del entretenimiento, permite no solo existir, sino, lo más importante para un gerente de televisión: permite ser vistos.

Y creo que tiene razón. La cultura que transmitía Presencia Cultural es una que complejiza y profundiza las representaciones plásticas, musicales, literarias de la sociedad peruana, mientras que la producción mediática de entretenimiento requiere, como hace años lo señaló Joan Ferrés (1), el recurso del estereotipo, tan utilizado en la industria televisiva, para simplificar y, muy importante, tipificar la realidad. La complejidad y la reducción cuando cuadran, lo hacen con discursos irónicos, de lo contrario, se oponen la una a la otra casi como extremos de un espectro que va de la luz a la oscuridad: el arte cuestiona y el estereotipo refuerza. El estereotipo está institucionalizado y reaparece una y otra vez, reduciendo, por dar un ejemplo, a la campesina peruana en la Chola Jacinta. Eso implica que su permanencia se debe a que el estereotipo es compartido por colectivos sociales como principio organizador de la realidad, pero desde una perspectiva conservadora y dominante que tiende a perpetuar, a petrificar, tal y como funciona con el personaje de Benavides, el racismo.

Desde este ritmo, me pregunto si la necesidad mediática de los candidatos al Congreso de la República y a la presidencia de nuestro país no los está ya reduciendo mediante la propaganda y las entrevistas televisivas a estereotipos creados desde un principio organizador conservador, pero entretenido: el bruto empresario educativo, el futbolista de humilde ignorancia, la sospechosa heredera destronada, la comunista terruca, el intelectual senil, el fascista religioso.

¿Cómo liberarnos de esta reducción y poder tener una mirada compleja sobre las propuestas de las candidatas y candidatos? Dolorosamente, la pandemia en la que nos encontramos ha dejado en claro cuál es la agenda: salud, educación, reactivación económica, trabajo, turismo, producción cultural, minería, recaudación de impuestos… Pero nada de eso funcionará y lo sabemos bien, si la verdadera intención es la de volver a saquear el país, cuidar que el poder económico, legal, informal o ilegal, no tambalee, y mantener el “para mis amigos todo, para mis enemigos, la ley”. Que el estereotipo no nos oculte los grupos de poder regionales y nacionales que no quieren que el orden corrupto desaparezca tras doscientos años de lo mismo. Para más información, tenemos novelas, películas, obras de teatro, historietas, retablos, fotografías, performances, piezas valiosísimas de arte que no han cesado, ni dejarán de advertirnos que, cómo siempre habrá un grupo de poder que se querrá aprovechar.

Televisión y Educación (Paidós, 1994)

No te mira a los ojos. El presidente indolente lee un teleprompter sin pestañear. El presidente indolente se concentra en lo que te quiere decir, aunque no lo logra completamente, pero por el hecho de hacerlo bajo el título de mensaje a la Nación ya tiene tu atención. Muy correctito, él se preocupa por seguir la estructura del guion seguramente listo con varios días, tal vez semanas, de anticipación. Y elige qué día es propicio para pronunciarlo. ¿Por qué?

Martes 26 de enero. Una mujer que se sometió al experimento de la vacuna china en el Perú ha muerto. Es la noticia que se da a conocer en la mañana. Las redes sociales se inundan de miedo. La prensa peruana parece ya tener la portada del día siguiente y hasta la prensa extranjera aborda el tema: «Mujer muere de neumonía tras participar en ensayo de vacuna de Sinopharm en Perú», titula El Universal de México, y continúa: «La hermana de la fallecida dijo que la víctima recibió las dos dosis el 7 y 29 de octubre de 2020; pero dio positivo a covid-19 el 11 de enero». Otro periódico foráneo en su versión web dice: «Una peruana que recibió la vacuna experimental contra el nuevo coronavirus de la gigante china Sinopharm murió a causa de una “neumonía por covid-19”, denunció la familia». La familia había soltado la información. Horas después, cerca de las 3 de la tarde, aparece un extenso comunicado de la Universidad Peruana Cayetano Heredia, la que coordina los ensayos en tercera fase de la vacuna de Sinopharm en el país. Dice que no conoce si la voluntaria fallecida recibió vacuna o placebo (sustancia inocua que, en cristiano, puede ser agua y se usa con algunos en el experimento para saber si mienten). De inmediato más miedo a Sinopharm. Varias horas más tarde, ya de noche, 8 y 14, otro extenso comunicado de la Cayetano. Una versión más conveniente, claro: «La voluntaria había recibido placebo». ¡Oh! No pasó nada. No anuncian la suspensión del experimento. Pero la gente sigue mirando feo a Sinopharm, aunque más feo a un folleto virtual circulado por WhatsApp que anunciaba confinamiento obligatorio en casi la mitad del país incluida la capital. Llevaba el sello de la Presidencia, pero a través de Twitter el Gobierno de algún modo negó su autenticidad.

Hasta el momento, todo fluía por su cauce. El titular de la prensa peruana para el día miércoles 27 —obvio, la muerte de la voluntaria de la vacuna china— se desarrollaba durante el martes, hasta que, ese mismo día, a las 9 de la noche todo se paraliza. Habla el presidente. Se dirige a la Nación. Y las cosas cambian.

Diez minutos. Saluda. Parece que no quiere salirse del guion, esta vez no quiere arruinar su presentación en televisión. Ordena, sin vueltas, encerrar a todos en sus casas. El folleto virtual que horas antes su gobierno negó resultó ser auténtico. Negocios, cerrados. Solo operarán supermercados, mercados, bodegas y farmacias, pero al 40 % de su capacidad. Él, sigue leyendo el teleprompter. De inicio a fin. Termina. Se despide. Y de la mujer fallecida tras someterse al experimento de la vacuna china que su gobierno ha comprado, ni una palabra. No hay pésame a la familia ni un poema para agradecer el sacrificio. Nada. Diez minutos para decir que nos encierra, pero ni uno dedicado a la mujer que confió en un ensayo avalado por su gobierno, cuyo resultado, el que sea, es de interés nacional. El presidente indolente ha cumplido por hoy. La voluntaria mártir de Sinopharm ya no estará en las portadas del miércoles. Y la compra millonaria de las vacunas chinas todavía en fase experimental que hizo el Gobierno sigue su camino. Pero no solo eso; también dos contratos más.

 

No soy amigo de las cuarentenas. Intuitivamente hablando, constato que la dispuesta por Vizcarra no funcionó en absoluto y fue aún más estricta que la que ha ordenado Sagasti. El contrafáctico de que de repente nos hubiera ido peor si no se hacía ello me resulta bastante inverosímil teniendo en cuenta que fuimos el país que más sufrió en número proporcional de muertes. Y podría argüir, inclusive, que la correlación de descenso de la primera ola más bien fue de la mano con la liberación gradual de la cuarentena. Me parece que estamos ante ciclos naturales de un virus que no dependen de la mano humana para acelerarlo o atenuarlo. Pero, en fin, no tengo la autoridad académica ni técnica para opinar más allá. Podemos aceptar lo dispuesto por el gobierno, pero anteponiendo, sin embargo, algunas consideraciones de primer orden.

1.- Ojalá esta vez sí funcione y rápido la entrega de bonos a las personas más vulnerables. En el término del plazo de la quincena. Sería inadmisible que se repita nuevamente el esquema de tardanzas y aglomeraciones que supuso la entrega de los mismos durante la gestión gubernativa anterior. Peor, inclusive, que la pandemia es la recesión concomitante a la cuarentena. Gran número de víctimas se debe al violento empobrecimiento que significa la parálisis intempestiva de labores en un país donde el 70% de PEA vive día a día.

2.- Ojalá esta vez sí se haga un monitoreo inteligente de la respuesta hospitalaria y la disposición racional del personal médico para mejorar la cobertura. Amén de la provisión de oxígeno.

3.- Ojalá se disponga rápidamente de un mini Reactiva para todas aquellas empresas que van a cerrar. Y lo más probable es que los quince días dispuestos se conviertan en treinta o más. Si se quiere evitar despidos masivos, es urgente que se diseñe un plan rápido de auxilio crediticio o de subsidio directo a la planilla.

4.- Ojalá esta vez, el ministro del Interior ordene a los mandos policiales que se establezcan cuidados especiales intrafamiliares. Fue brutal la violencia contra la mujer y la infancia durante la cuarentena del año pasado. Ello no puede repetirse. Los Centros Mujer no pueden cerrar y los miembros de las fuerzas del orden deben tener instrucciones precisas para atender inmediatamente cualquier indicio de auxilio.

5.- Ojalá se anuncien pronto nuevas compras de vacunas. El gobierno dijo que “en cuestión de días” se iba a dar buenas noticias. Que se concreten mayores y más rápidas compras puede elevar el ánimo de la población para soportar el confinamiento al que se nos obliga desde la próxima semana.

5.- Ojalá los medios no repitan el pueril espectáculo de enviar reporteros a criminalizar a la gente que se ve obligada a salir a las calles a trabajar. Y junto con ello, ojalá la policía no repita el patético show que supone armar gigantescos operativos para capturar a ciudadanos que salen a pasear a sus mascotas. Ojalá.

George Forsyth mantiene su nivel de intención de voto en las últimas encuestas. Según Ipsos, en noviembre tenía 16%, en diciembre 18% y la última de enero 17%. Sorprende que no caiga, la verdad.

Porque en su caso no estamos frente a un líder carismático, arrasador, elocuente o particularmente brillante en términos ideológicos. Tampoco ante una ex autoridad que haya hecho una gestión superlativa en la alcaldía de La Victoria, aunque eso tampoco asegura buen resultado presidencial (véase los casos de Andrade o del propio Castañeda, quien luego de su exitosa primera gestión edil no tuvo fortuna en las ligas mayores).

Algunos datos a tener en cuenta: su mayor intención de voto es limeña y urbana; además, tiene un muy buen resultado en el norte (18%), una región tradicionalmente fujimorista y acuñista (Keiko tiene 10% y Acuña 8% en esa región del país).

Hay claramente un ánimo antipolítico en el grueso de la población que lo respalda, gente que está harta, realmente hastiada, de los “nuevos” políticos tradicionales (particularmente quienes han estado en el Congreso los últimos cinco años).

En esa línea, es más probable que una mayor proporción de los que hoy aún no deciden su voto (14% blanco y viciado y 11% no precisa), se termine inclinando por una opción antipolítica como la que Forsyth representa, antes que por una identificada como parte del statu quo.

No hay nadie en el proscenio que parezca querer o poder disputarle ese perfil. Ni Keiko Fujimori, ni César Acuña (a pesar de su filón disruptivo), ni Daniel Urresti (su vinculación a Luna Gálvez es un lastre difícil de sobrellevar) y mucho menos Verónika Mendoza, para solo mencionar a los punteros. El único del tabladillo que quizás podría cosechar de ese espíritu cívico sería Hernando de Soto, pero lamentablemente está haciendo de su carrera electoral una llena de obstáculos y gazapos. Tal vez también Yonhy Lescano, una suerte de outsider sistémico, por su origen provinciano y su discurso anti establishment de siempre.

Lo primero que deberían hacer los adversarios de Forsyth, si quieren derrotarlo, es no subestimarlo. O no subestimar, mejor dicho, el trasfondo de su respaldo. Hay, alrededor de ello, toda una estrategia detrás de su candidatura. Por lo visto, contra todos los pronósticos -incluidos los de quien escribe-, si no comete un error mayúsculo o no asoma alguien que le dispute el mismo nicho, será protagonista principal de esta elección.

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Forsyth

Al promover la ivermectina como cura para el Covid-19 sin evidencia científica, nuestras autoridades han socavado su propia credibilidad para promover la seguridad de las vacunas contra dicha enfermedad.

La reciente encuesta nacional de Ipsos muestra que el 48% de los entrevistados no se vacunaría cuando las vacunas contra el Covid-19 se ofrezcan masivamente en el Perú. También muestra que el 13% de estos cree que las vacunas no son necesarias, pues la ivermectina puede curar esta enfermedad. Hay mucha evidencia científica a favor de la seguridad y eficacia de las vacunas, y muy poca e insuficiente que muestre la efectividad de la ivermectina. ¿Cuál ha sido la postura del gobierno peruano respecto a esto último?

Pese a la falta de evidencia, hasta octubre del 2020 nuestro gobierno incluía a la ivermectina oficialmente en sus protocolos para tratar el Covid-19. Uno podría pensar que nuestras autoridades habrían apostado por ella porque no había nada que perder y sí mucho que ganar: no se sabe si es efectiva, pero al menos es inocua y económica. Pero este no ha sido el mensaje que transpiró. Por el contrario, hace unas semanas el expresidente Martín Vizcarra dijo que, si bien no hay evidencia científica, de alguna manera él sabía que la ivermectina funcionaba. Asimismo, el Colegio Médico del Perú (CMP) ha difundido mensajes ambiguos, enfatizando, por ejemplo, que el Dr. Ciro Maguiña tomó ivermectina antes de curarse de Covid-19, para luego afirmar que no existe evidencia científica sobre la eficacia de este medicamento. Al leer esto, el ciudadano de a pie obviamente se pregunta: ¿Cómo sabe Vizcarra que la ivermectina funciona? ¿Posee Vizcarra evidencia “no científica”, que sería en este contexto tan aceptable como la evidencia científica? ¿Y qué es lo que sabe el Dr. Maguiña que no sabe el “establishment” científico mundial? Tal vez pueda argumentarse que la apuesta por la ivermectina sería defendible en un contexto de emergencia, sobre todo durante los meses iniciales de la pandemia, pero el abierto desdén por la evidencia mostrado por el gobierno y el CMP podría traer terribles consecuencias sociales. A pesar del cambio de política por parte del Ministerio de Salud respecto del uso de la ivermectina, el daño ya está hecho.

¿Pero cuál sería este daño? ¿No es, al fin y al cabo, una medicina inocua? En primer lugar, se tiene que estudiar más si es realmente inocua en situaciones de Covid-19. Pero más importante, las afirmaciones y medidas han creado una bomba de tiempo, pues han socavado la credibilidad de las instituciones médicas. Al promover la ivermectina sin evidencia, el gobierno (y el CMP y todos los que apoyan esto) han cuestionando abiertamente las recomendaciones de organismos de reputación internacional tales como el Centro Estadounidense de Control y Prevención de Enfermedades, y la Organización Mundial de la Salud. Son justamente estos organismos los que defienden la seguridad de las vacunas. ¿Qué va a suceder entonces cuando lleguen las vacunas al Perú? ¿Cómo va a justificar el gobierno que las vacunas son seguras? ¿Dirá que la seguridad se ha comprobado científicamente? El gobierno se ha cerrado esa puerta a sí mismo, pues ¿cómo le van a explicar a la población que, cuando se trata de ivermectina no se necesita evidencia científica, pero cuando se trata de vacunas sí se debe confiar en las autoridades médicas? Al haber implementado la ivermectina como política pública usando mensajes ambiguos, el gobierno ha asumido el rol de tribunal supra científico, politizando de esta manera un debate que debió quedarse en el plano científico.

¿Qué se puede hacer? Hay que promover la confianza en la ciencia. Espíritu crítico sí, pero la crítica tiene que ser razonable y no basarse en mera especulación. Lo primero entonces es coordinar un mensaje claro y honesto sobre la ivermectina y otros posibles tratamientos contra el Covid-19. Lo segundo es difundir información sobre los estudios científicos que se vienen realizando. Lo tercero es aprovechar esta oportunidad para educar a la población sobre los detalles que están detrás de la construcción del conocimiento científico. Nuestras autoridades tienen que confiar en que los peruanos podemos comprender situaciones complejas. Pero sobre todo tienen que dejar de generar confusión, y enfocarse en brindar claridad en estos tiempos de incertidumbre.

Manuel Barrantes es profesor de filosofía en California State University Sacramento. Su área de especialización es la filosofía de la ciencia, y sus áreas de competencia incluyen la ética de la tecnología y la filosofía de las matemáticas. Obtuvo su doctorado y maestría en filosofía en la Universidad de Virginia, y su bachillerato y licenciatura en la PUCP.

Aún si la segunda ola arreciase mucho más fuerte de lo que ya nos está golpeando es perfectamente factible realizar el proceso electoral en las fechas pactadas (11 de abril primera vuelta y 6 de junio segunda vuelta).

Ha habido países que no solo las han realizado en plena primera ola sino que en otros tiempos, algunas naciones en guerra también las han llevado a cabo sin mayores contratiempos.

Es importante para la salud política del país que se respeten los cronogramas y lleguemos al 28 de julio con una nueva administración en Palacio, con un horizonte de cinco años por delante y con un mejor panorama, además, en términos sanitarios. Debemos suponer que para fines de julio ya habrá un importante número de peruanos vacunados y la pandemia habrá empezado su descenso irreversible, como está ocurriendo en países que han alcanzado cuotas de vacunación significativas (es el caso de Israel).

Si se planifica bien -y al parecer la ONPE tiene varias alternativas estratégicas diseñadas-, acudir a un centro de votación no tendría por qué suponer mayores riesgos. Se ha multiplicado el número de centros de votación y, por ende, las aglomeraciones difícilmente ocurrirán. Además, se están sugiriendo horarios graduales para la asistencia y en lo que concierne a los miembros de mesa, supuestamente van a ser vacunados (lo que sí, tendría que haber una multa considerable para aquellos miembros de mesa que habiendo sido vacunados, luego se ausenten de sus obligaciones).

Y, por supuesto, si no cabe encontrar argumentos para postergar las elecciones, mucho menos los debe haber para postergar el mandato de Sagasti. Si a algún peregrino asesor palaciego se le ocurriera semejante idea y logra convencer al Primer Mandatario del despropósito, pues corresponderá al Congreso vacarlo de inmediato.

Necesitamos salir de la crisis política este 28 de julio. Dadas las circunstancias, es una respuesta institucional que honraría las celebraciones alicaídas que vamos a tener por el bicentenario (sería bueno, dicho sea de paso, anunciar que por la situación mundial de pandemia, al menos en lo concerniente a las celebraciones y actos masivos, las mismas se postergan para el 2024, fecha coincidente con los doscientos años de la batalla de Ayacucho, en términos históricos más relevante que la proclama de San Martín).

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Elecciones 2021
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