Opinión

[PIE DERECHO] El rechazo del Congreso al viaje de la presidenta Dina Boluarte para asistir al funeral del papa Francisco —una acción simbólica y diplomática, pero no una cuestión de urgencia nacional— fue una rara, pero saludable muestra de sensibilidad en la vida política de un país acostumbrado durante mucho tiempo a la pretensión vacía y el ritual.

No es que el Perú no deba rendir homenaje a Francisco: ¿quién no respeta al Sumo Pontífice, venerado por millones?; pero hoy más que nunca debemos decir que nuestro país está ardiendo en una crisis de seguridad y descrédito institucional que requiere que la más alta autoridad esté completamente presente en nuestra tierra.

Es grotesco, tal vez incluso patético, que mientras sicarios siembran el terror en calles que ya no son de ciudadanos sino de bandas criminales; mientras el Estado retrocede con marchas incansables mediante el avance del narcotráfico y la extorsión, la presidenta haya insistido en hacer un viaje que responde más a un impulso protocolar —y a la vanidad de estrechar manos entre jefes de gobierno durante funerales de Estado— que a una necesidad efectiva de representación.

Ningún gesto traiciona la frivolidad palaciega tanto como esta solicitud de una escapada disfrazada de diplomacia.

Las condiciones en el panorama político peruano son históricamente propicias para la comedia, la mascarada y el autoengaño institucional. Pero nunca, tal vez, ha sido tan necesario arrancarles su oropel, su pose, su inercia cortesana. La realidad de la situación necesita un presidente que gobierne, no que desfile. Que lidere con seguridad desde Palacio, no utilizando el cargo como excusa para turismo diplomático.

Debemos poner fin a este sinsentido vertiginoso, no por crueldad o cálculo político miserable, sino porque el país está sangrando. Que la muerte del Papa sea una ocasión para considerar la importancia de un liderazgo sobrio y comprometido, un liderazgo que se dirija al aquí y al ahora. Porque el Perú no necesita hoy un presidente que rinda honores desde lejos, sino uno que ordene acá, en medio de su patria desolada.

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El Vaticano, Papa Francisco

Por: Rik Ahrdo

Carlos Álvarez: Entre el sketch y el desatino nacional

Después de tantos años interpretando presidentes, era cuestión de tiempo para que Carlos Álvarez quisiera ser uno. Total, si ya se ha puesto la banda en sketches, ¿por qué no intentarlo en serio? En esta comedia electoral, el protagonista es este talentoso payaso —con todo respeto por el noble arte del humor— que ha hecho reír a varias generaciones… pero que ahora amenaza con hacernos llorar, de verdad.

Carlos, querido, tú has dirigido guiones, maquilladoras y payasos de reparto. Y lo has hecho bien, nadie te quita eso. Pero pasar del teatro a Palacio es como creer que por haber jugado Winning Eleven estás listo para dirigir la FIFA. La política no es un casting, aunque últimamente lo parezca.

Imitar presidentes te sale excelente, hay que decirlo. Fujimori, Toledo, Humala, PPK, Vizcarra, Castillo… cada uno con sus gestos, sus frases, sus tics. Pero resulta que imitar el caos no te habilita para administrarlo. No por saber parodiar el desastre estás listo para evitarlo.

Y para muestra, un botón: en los últimos dos meses, tus respuestas a periodistas han sido como una función de domingo: ligeras, predecibles y con el mismo remate de siempre. Ni una propuesta, ni una idea fresca. Nada que diga “acá hay algo serio”. Solo evasivas, alguna broma y el clásico “yo me río para no llorar”. Pero el país ya no está para reírse, Carlos. El Perú ya es una sátira ambulante, no necesitamos mejor libreto.

Si te lanzas, solo hay dos posibles finales: o el Perú pierde a su mejor cómico o tú te conviertes en el mejor chiste de tu carrera.

Keiko Fujimori: Una carrera de derrotas

Pasemos a la siguiente estrella de este circo político: Keiko Fujimori. Pobre Keiko, ha perdido hasta con su marido. Su único mérito conocido es ser hija de su padre y hermana de Kenji. Digamos que una cosa anula la otra, por lo que su legado familiar no parece ser suficiente para ganar en las urnas.

Está rodeada de la misma gente que la alienta a seguir perdiendo y yo me pregunto: ¿sabrá cocinar? Tal vez sí. Entonces, en lugar de seguir jorobando a los votantes, debería abrir un sushi bar. Así, al menos podría ofrecer algo que no sea confusión a los pequeños saltamontes que pretenden elegir a alguien medianamente digno y capaz para gobernar nuestro querido Perulandia

Taaambieeen vieeeneee! Porky y Alfredo… 

Nos vemos la próxima semana!

La partida del Papa Francisco ha conmovido a creyentes y no creyentes. Esta figura pública y líder de la Iglesia Católica no fue un hombre sin errores. A lo largo de su vida supo reconocerlos (incluyendo los cometidos durante la dictadura en Argentina), evidenciando así su humana imperfección.

Este Jesuita de carisma particular se ganó la admiración de católicos, ateos y agnósticos porque hizo lo que ningún Papa se atrevió a hacer: enfrentó la pederastia, se opuso a las guerras de forma clara, a la persecución de migrantes, al enriquecimiento desmedido; renunció a la opulencia del Vaticano y se mostró en contra del cambio climático.

Francisco, para el caso peruano, ha sido extremadamente relevante. No solo pidió perdón por los abusos sexuales al interior de la Iglesia; cerró una de las organizaciones más nefastas: el Sodalicio de Vida Cristiana, escuchando a las víctimas y dando validez a las investigaciones realizadas por los periodistas Pedro Salinas y Paola Ugaz, quienes sufrieron –además– actos de hostigamiento que fueron escuchados por el Sumo Pontífice.

Ese solo hecho, que implica enfrentar el patriarcado en la cuna del mismo, es valioso y digno de admiración. Fue su última obra, pero lo hizo, brindando un espacio de sosiego a las víctimas al devolverles la dignidad.

De otro lado, quienes pretenden colocar al Papa como súper progresista o feminista se equivocan. Claro que tuvo posturas mucho más abiertas, compasivas y dialogantes frente a temas de debate social, pero también tuvo sus límites. Me hubiera gustado decir que era un papa feminista, pero no es así. Tampoco creo que se le podía pedir más.

Francisco mostró una actitud de reconocimiento de la dignidad humana para todos, señalando, por ejemplo, que las personas LGBTIQ+ “son hijos de Dios” y, en ese sentido, amados.

Además, criticó a quienes esparcen el odio y expulsan a sus hijos de casa por esta causa, comprendiendo que este hecho solo genera más dolor y pidiendo abrazar a cada ser humano en sus diferencias.

En cuanto al aborto, solo pidió pensar y hacer más por las mujeres que sufren esta angustia, evitando juzgar con dureza y comprendiendo las desigualdades que están alrededor del problema.

Francisco alzó con claridad y sin miedo su voz en contra de las guerras, se solidarizó con Palestina, se indignó y abrazó a los migrantes, reconociendo el drama que muchos viven. Habló del enriquecimiento desmedido y la corrupción, señalando al cambio climático como una de sus consecuencias. Enfrentó resistencias, pero se mantuvo del lado de los más necesitados, rechazando la opulencia absurda de la Iglesia.

Fue así un buen hombre. Una persona que habló desde la empatía, el sentido de humanidad y de bondad. Por ello, se ganó la admiración de gran parte de la población, incluso de aquella crítica y opuesta a la jerarquía de la Iglesia Católica.

Así, Francisco coincidió con muchos principios feministas como la igualdad, sin llegar a coincidir en todo. Pero abrazó la lucha contra varias formas de discriminación y rechazó los discursos de odio. Eso es bastante.

Amado por muchos y odiado por otros, sobre todo por quienes insisten en sembrar odio en el mundo.

Se le reconoce el entender de justicia e igualdad; enfrentando las resistencias. No sé si se le podía pedir más.

Hace varios años, un jesuita querido, al conocer mi trabajo, me dijo: “hay muchos caminos para llegar a Dios”. Y desde ahí entendí que, si pensamos en el bien, los caminos (a pesar de las diferencias) se pueden encontrar.

Francisco, también jesuita, dialogando con diferentes luchas sociales, ha afirmado el mismo precepto. La humanidad necesita bondad, dignidad y derechos, no odios ni individualismos que solo nos siguen destruyendo.

Me quedo con el último discurso del Papa Francisco, en donde, aun al final de su vida, le preocupa la involución del mundo, denunciando un afán de muerte y violencia que nos está deshumanizando. En este resalta su preocupación por las mujeres y la niñez, principales víctimasde un planeta que se sumerge en la barbarie con la risa de quienes lo provocan.

Tras su muerte queda su obra, pero también se abre un nuevo periodo. Esperemos que este no traiga de regreso lo más retrógrado, medieval y cruel de la Iglesia, ya que, de ser así, se complicaría aún más el escenario global.

Que vuele alto Francisco y que su partida no sea centro de aprovechamiento político de quienes, con descaro, contribuyen a empobrecer el país y la humanidad.

[OPINIÓN] Según la última encuesta de Ipsos, el 37% de los votantes peruanos hoy elegiría a Pedro Castillo como senador y el 15% a Antauro Humala, dos figuras extremadamente desafortunadas que, ahora más que nunca, exponen esa parte de la sociedad que no ha aprendido nada a lo largo del camino.

Este impulso no surge solo de la ignorancia ni emerge de una memoria histórica corta, aunque esto es un deporte nacional. Es el cóctel tóxico de desesperación y agravio social, y un sentido vacío de justicia, un cóctel envenenado que destruye por completo el sentido común de la democracia.

Pedro Castillo fue un presidente signado por una total ineptitud y desdén por los valores más inalienables de la vida republicana. Gobernó como un bandido, como si el Estado fuera un botín. El hecho de que una gran parte del electorado actual lo perciba al menos con indulgencia advierte de una peligrosa disposición a ignorar la evidencia en la búsqueda de un espejismo populista.

Antauro Humala, en contraste, no es solo un soldado envejecido con creencias repugnantes y un pasado violento. Es la historia de un ideólogo del resentimiento, un príncipe despiadado que ha sabido bailar con la ira de las facciones pobres y marginadas que saben —y en algunos casos creen con razón— que la república nunca fue realmente suya. Su radicalismo es una especie de reaccionarismo desesperado, la última defensa de personas que no creen en nada ni en nadie excepto a través de la destrucción de un sistema.

El apoyo a estas figuras no es una aberración; es un síntoma. Hay que entenderlo así. La democracia peruana ha decaído hasta convertirse en algo tan poco atractivo, que el autoritarismo y la demagogia parecen magnéticos para muchos. Es un espejo en el que una nación consideraría sus extremos como sus salvavidas, en la cual los fantasmas del pasado se convierten en opciones de futuro.

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Las tendencias emergentes en la encuesta más reciente de Ipsos — Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y, de forma algo sorprendente, el comediante Carlos Álvarez — son síntomas de lo que la sociedad peruana sufre más que de otra cosa: miedo. La inseguridad ha sangrado en las calles, en los hogares y ha trastornado la vida cotidiana de millones.

Cualquiera que haya intentado asegurar algo en un entorno turbulento sabe que la gente anhela estabilidad, aun cuando el orden no tiene por qué tomar la forma de autoritarismo, populismo de derecha, demagogia digna de una caricatura. Pero un votante tan desencantado quiere redención y la descubre —incorrectamente— entre quienes prometen una mano dura.

El Perú no es el primer país seducido por el autoritarismo al borde del abismo. A un nivel más profundo, esta preferencia no es una posición ideológica, sino una desesperación crónica.

La democracia se ha convertido en una palabra sin sentido, y a los ojos de la mayoría el término significa una situación de corrupción, mala gestión y promesas incumplidas que se extienden por décadas. En este mundo polarizado, estos candidatos, avatares de una derecha a veces estridente, a veces mesiánica, resuenan profundamente entre un pueblo que ahora cree en poco más que en sí mismo.

Pero hay un hecho que cambia el panorama: muchos votantes indecisos. Esta masa todavía está silenciosa y caótica, aún no ha hablado y tiene una memoria peligrosa: la actitud antisistema. En el sentido general, es solo aventurerismo destructivo consistente con lo que ya conocíamos —y sufrimos— cuando Pedro Castillo estaba en el poder.

La izquierda puede estar preparada para recuperar terreno con una contraofensiva agresiva, y hordas de votantes indecisos inclinándose una vez más hacia alguna encarnación del siglo XXI de un mesías pantanoso de izquierda o, peor, un gran oportunista sin verdaderas creencias dispuesto a arrojar todo por el proverbial desagüe (baste mencionar que un 37% de peruanos -según la propia Ipsos- votaría por Castillo si postulase al Senado).

Estamos en las garras de un repugnante interregno. Atrapado entre una derecha radical y un populismo antisistema, el Perú está listo para repetir su propia historia una vez más.

O reconstituimos una alternativa legítima, liberal y progresista en el mejor sentido del término, o la barbarie tomará el control de nuevo, con una biblia o con una hoz y un martillo, como tantas veces antes.

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[La columna deca(n)dente] En La Ternura, la obra teatral de Alfredo Sanzol, muy bien dirigida por Alfonso Santisteban y estupendamente interpretada por Magali Bolívar, Amaranta Kun, Dánitza Montero, Renato Rueda, Roberto Ruíz y Gabriel González, una reina decide huir del imperio para salvar a sus hijas del destino impuesto por los hombres del poder. No confía en la diplomacia ni en la obediencia: confía en su propia magia, en su conocimiento secreto, en su capacidad de desobedecer. Con ese poder, hunde la Armada Invencible. Es un gesto de amor materno, pero también de rebelión.

La obra, situada en el siglo XVI, nos habla, en realidad, del presente: de mujeres que escapan del patriarcado, de ser “monedas de cambio”, de hombres que huyen del miedo al afecto, de estereotipos que nos separan y de emociones que nos pueden reunir. La ternura que da título a la obra no es pasividad ni sumisión; es una forma de inteligencia emocional que desarma y transforma. Es el lugar desde donde cada uno de los personajes comienza a ver al otro no como amenaza, sino como posibilidad.

En el Perú de hoy no necesitamos magia. Necesitamos coraje afectivo, política comunitaria, liderazgo que abrace y acompañe. Necesitamos una ternura que hable fuerte, que interpele al poder, que organice el cuidado como forma de resistencia. Porque vivimos en un país donde cuidar —la vida y los vínculos— se ha vuelto un acto extraordinario; donde las organizaciones criminales han infiltrado las instituciones; y donde los ciudadanos y ciudadanas parecen atrapados entre el hartazgo y el miedo.

Frente a ello, la ternura como política no es ingenuidad: es lucidez, como nos recuerda bell hooks (con minúsculas, como prefería escribir su nombre). Para ella, el amor —y con él, la ternura— es una fuerza ética y política capaz de desmantelar las estructuras de dominación. En un mundo que normaliza la violencia, hooks afirma que amar conscientemente es un acto subversivo. Enseñar, liderar, criar, resistir desde el afecto no es un retroceso: es una forma de lucha transformadora.

Así como la Reina Esmeralda protege a sus hijas con su hechizo, hoy debemos proteger a nuestras hijas, a nuestros hijos, a nuestras comunidades, con decisiones políticas que pongan la vida de cada uno, de cada una, en el centro. No basta con indignarse. No basta con resistir. No basta. Hay que sostener. Hay que imaginar otras formas de estar juntos, otras formas de vivir con dignidad y otras formas de hacer política.

Hoy, en tiempos de extorsión y asesinatos, de cinismo y frivolidad gubernamental, de la complicidad del Congreso con el crimen organizado, cuidar la vida es el acto político más radical que nos queda. Y la ternura —esa fuerza invisible que todo lo transforma sin hacer ruido— puede ser el primer paso hacia otra historia.

Al cierre de esta columna, me entero de la muerte del Papa Francisco. Se va un hombre bueno, uno de los imprescindibles —como diría Bertolt Brecht—, que hizo de la ternura una forma de liderazgo y del cuidado una forma de justicia.

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[Música Maestro] Me fue imposible no recordar el primer verso de esa canción que abre el octavo LP oficial de Silvio Rodríguez, publicado en 1984, cuando supe que «el famoso dominicano» aplastado hasta morir, junto a otras doscientas y pico de personas, por un techo en Santo Domingo, la semana pasada, era nada menos que Rubby Pérez. Seguramente, cuando salió a su ventana, el legendario vocalista de merengue no sabía -mi amor, no sabía- que la luz de esa clara mañana era luz de su último día.

Parece una verdad de Perogrullo -ninguno de nosotros somos capaces de saber si hoy la muerte pisará o no nuestro huerto (Serrat dixit)- pero impacta más cuando se trata del trágico fallecimiento de un personaje público que, además, dedicó su vida a alegrar a sus compatriotas, a hacerlos bailar. Para ponerlo en perspectiva local, sería como si el techo del Teatro Peruano Japonés colapsara durante un concierto de Bartola, en medio de alguna de sus celebradas interpretaciones.

Incluso peor. Porque si aquí el vals criollo representa a toda la región costeña de nuestro país, el merengue es transversal a toda la extensión de República Dominicana. Por eso la conmoción nacional, por eso los tres días de duelo decretados por el presidente Luis Abinader. Y no exagero. Hace cuatro años, cuando falleció Johnny Ventura a los 81, sin accidentes de por medio, el mismo mandatario -este es su segundo periodo- tomó también esa medida que trasciende lo simbólico para corresponder a una tristeza más íntima, más personal. El país caribeño no ha perdido a un cantante. Ha perdido a uno de los ídolos de su cultura popular contemporánea.

Las causas fueron cercando al amable Rubby quien, a sus 69 años cumplidos exactamente un mes antes del desastre, estaba cantando mejor que nunca. Había sido convocado para ser la estrella central de una nueva edición de los Lunes Bailables -otros medios se refieren a ese día como «los lunes de merengue»- en una fecha diferente a la del colapso del emblemático Jet Set Club, una discoteca donde han actuado los mejores artistas locales y extranjeros desde 1973, toda una institución del entretenimiento dominicano. Y el vocalista, por un asunto personal, adelantó su participación para el lunes 7 de abril. Una causa cotidiana, invisible.

Y el azar -poderoso, invencible- se le enredó de modo fatal cuando, a una hora de iniciado su concierto, en pleno frenesí de güiros, saxos y tamboras que seguramente tenía en trance rítmico a la selecta concurrencia, entre la cual estaban conocidos personajes del béisbol -el deporte más popular del país-, la farándula, la sociedad y la política, la estructura cayó sobre las cabezas de público, cantante y músicos con el previo aviso de una inesperada e incomprensible lluvia de arenilla que le dio, a algunos, tiempo de escapar. Lo siguiente ha sido cubierto ampliamente por los medios. Los primeros reportes de heridos y muertos, los testimonios de los sobrevivientes, el dolor de un país.

Entre los ritmos caribeños, el merengue debe ser uno de los más alegres y veloces -si no el más- y, desde luego, extremadamente popular más allá de su obvia zona de influencia. Desde El negrito del batey (o sea “el negrito del barrio”), composición del cubano Santiago Terry Urrutia que fuera grabada por el dominicano Alberto Beltrán (1923-1997) con La Sonora Matancera a finales de los años cincuenta, hasta los éxitos globales de Juan Luis Guerra y la 4.40, muchos artistas merengueros han dejado su huella imborrable entre los amantes de la música latina. 

Lamentablemente, la vulgar omnipresencia del reggaetón, esa bacteria multidrogorresistente, ha hecho que el merengue -como la salsa, como el latin jazz- sea hoy placer de minorías nostálgicas o fórmulas usadas de manera indiscriminada sin detenerse en su historia ni en sus representantes, incorporándolo a la fría biblioteca de ritmos pegajosos de la que hacen uso esos destalentados que, a punta de autotune y exhibicionismo barato, han reventado un siglo entero de riquísima evolución convirtiendo a la música latina en vehículo de expresión para los peores aspectos de la idiosincrasia de nuestra región.

El merengue tiene también sus personajes legendarios, sus padres fundadores, sus conexiones con el pasado de los pueblos que lo vieron nacer. Allá por los años treinta y cuarenta, el dictador Rafael Leonidas Trujillo (1891-1961) usaba el merengue como herramienta de proselitismo político. En estos días de duelo vargasllosiano, resulta también inevitable imaginar a uno de los personajes centrales de la acuciosa investigación que realizó nuestro célebre y controversial narrador para escribir La fiesta del Chivo (Alfaguara, 2000), ese calculador asesino, ordenando a los conjuntos tradicionales -tríos de acordeón, tambora y güiro- a escribir melodiosas y bailables con letras que ensalzaban a su gobierno, contando mentiras sobre lo bueno que era.

En nuestro país, el merengue también tuvo una fuerte presencia en la radio y la televisión, en especial durante los años ochenta y noventa. El Perú ha estado siempre en el radar de los cultores de la música afro-latina-caribeña-americana, debido a la popularidad que siempre tuvo en los sectores populares de barrios tradicionales de Lima y en el puerto del Callao. Frente al retroceso de la “salsa dura” y el apogeo aguado de la “salsa sensual”, los sólidos y rápidos ritmos del merengue dominicano captaron la atención del público peruano, motivo por el cual algunos de sus principales exponentes fueron muy bien recibidos con sus canciones y propuestas sonoras.

A mediados de los años ochenta, llegó al Perú la orquesta de Wilfrido Vargas, un trompetista de voz acajonada y formación académica, capaz de hacer arreglos complejos y a la vez pegajosos, que tenía ya más de una década como portador del estandarte del merengue total, el de musculares secciones de vientos, agresivas percusiones y frenéticos cambios. 

Para cuando llegaron a la Feria del Hogar en 1986, Wilfrido Vargas y su orquesta eran fijos en cualquier fiesta -de casa, de discoteca- y aquellas noches, en el recordado campo ferial de San Miguel, demostraron su amplia capacidad para entretener y sacudir los cuerpos de sus espectadores. En este video, el único disponible de esa época, vemos a Wilfrido conduciendo esa nave merenguera a toda velocidad, pasando del Hava Nagila judío al Kalinka ruso, con la misma facilidad con la que sus pupilos sonríen y saltan sin parar. Música de verdad la que escuchábamos entonces.

En la línea delantera de cantantes estaba, al centro, Rubby Pérez. Había llegado a la orquesta de Wilfrido tres años antes, para grabar con ellos el disco El funcionario (Karen Records, 1983) que comienza con un tema que se volvería su marca registrada, El africano, escrita por Calixto Ochoa, donde destaca su potente y aguda voz. La letra describe, desde el punto de vista de una mujer, de forma ingeniosa y divertida un escarceo sexual, con llamadas de Wilfrido y los demás cantantes en las que hacen ruidos guturales, onomatopéyicos, como si provinieran una tribu africana de salvajes.

“Mami ¿qué será lo que quiere el negro?” se pregunta el vocalista. Por supuesto, el tema es burlesco y pícaro, todo un éxito de las radios en esos años que, el día de hoy, no es programada por nadie para evitar las críticas desubicadas y prejuiciosas de los mismos que les cambian de nombre a las gelatinas y proscriben clásicos del cine norteamericano por usar a actrices negras para hacer de empleadas, creyendo que así luchan contra la discriminación.

Dos años después, en su popurrí de homenaje a la música caribeña, los cantantes Willy Chirino (Cuba) y Ángela Carrasco (República Dominicana) incluyeron El africano en el segmento dedicado a la que fuera, en tiempos de Cristóbal Colón y sus carabelas, la isla La Española. Años más tarde, el panameño Edgardo Franco, El General para los amigos, usó la intro de saxos de El africano en el éxito radial Boricua, una colaboración con los norteamericanos C+C Music Factory cuyo título real es Robi-Rob’s boriqua anthem (1994).

La canción se convirtió en sinónimo de Rubby Pérez quien de inmediato fue bautizado, por Wilfrido Vargas, como “La Voz Más Alta del Mrengue”. Su carisma y amplia sonrisa acompañaron a la famosa orquesta hasta 1986, tiempo en el que se editaron tres LP más, El jardinero (1984), La medicina (1985) y Vida, canción y suerte (1986), luego de lo cual, el vocalista decidió emprender su propio camino, con la bendición de su jefe. Después de haber trabajado para dos leyendas del merengue en su país -Fernando Villalona y Wilfrido Vargas-, era tiempo de lanzarse a la tarima como líder de su orquesta.

Entre 1987 y 2007, Rubby Pérez lanzó una docena de álbumes de merengue puro y duro, de enorme popularidad en su propio país y en las comunidades latinas de los Estados Unidos, donde era recibido siempre como un rey. Las enormes congregaciones de inmigrantes dominicanos que viven en distintos condados de La Florida, New York y New Jersey han disfrutado en más de una ocasión de los lanzamientos discográficos de Pérez, sus visitas para ofrecer alegres conciertos y su decisión de mantener vigente el ritmo nacional de su país, al margen de las tendencias más comerciales que se llevan los mayores dividendos en estos tiempos de Shakiras y Bad Bunnies, que ganan tanto ofreciendo tan poco.

Por eso, su llegada al Jet Set Club era también un acontecimiento especial. El Jet Set Club era considerado un bastión del merengue que había decidido no sucumbir, como sí lo habían hecho otras discotecas y centros de diversión en la capital dominicana, al invasivo reggaetón. Nuevamente, para contextualizar con asuntos que son familiares para nosotros, el Jet Set Club vendría a ser para Santo Domingo lo que para Lima es, por decir algo, la peña Don Porfirio. Si estabas de visita y querías escuchar buen merengue, genuino, ibas al Jet Set Club.

El último álbum oficial de Rubby Pérez, Dulce veneno, tenía este año ya casi dos décadas de antigüedad -se lanzó en el 2007 con el sello local Palenke Records. Pero los éxitos del vocalista iban más por el lado de sus actuaciones. Su estilo vocal era inconfundible y también algunas fórmulas, como esos silbidos simulando a un pajarito o la exclamación “¡Me voy!” que lanzaba a cada rato en medio de las estrofas o coros principales. También mantenía su costumbre de presentar arreglos en merengue de canciones conocidas. En aquel último trabajo en estudio, destacan Amada amante y Así no te amará jamás, baladas del brasileño Roberto Carlos y la argentina Amanda Miguel, respectivamente.

Pero si hay una canción que identificará por siempre a Rubby Pérez es el éxito Volveré, de su séptimo disco Vuelve el merengue (1999), una canción compuesta por los españoles Ignacio Román y Paco Cepero e interpretada en 1983 por el baladista y cantaor Antonio Cortés Pantoja, Chiquetete -el mismo que popularizó Esta cobardía, una de las baladas más famosas de esa década-. Tras conocerse la noticia de la caída del techo, las redes sociales se inundaron con videos de homenaje a Rubby Pérez interpretando esta canción. En nuestro país, fue más popular la versión en ritmo de salsa que grabara Huey Dunbar -también poseedor de un impactante registro vocal, aunque menos cálido que el del dominicano- con la banda DLG, en su tercer álbum Gotcha!” (1999).

Wilfrido Vargas (75) fue uno de los primeros artistas que manifestó su profundo pesar ante la tragedia, refiriéndose a Roberto Antonio Pérez Herrera, verdadero nombre de Rubby, como uno de sus “hijos musicales”. Durante el funeral del artista pudimos apreciar a importantes exponentes del folklore dominicano como Fernando Villalona -no muy conocido fuera de República Dominicana pero considerado uno de los responsables de la evolución y modernización del género- con quien Pérez había iniciado su carrera musical. Y Juan Luis Guerra, por supuesto, el artista que trajo “inteligencia y poesía” al merengue, como dice el musicólogo y periodista dominicano Carlos Batista Matos en su libro Historia y evolución del merengue (1999), a quien se le veía muy afectado por esta inesperada e injusta muerte.

Como nos ocurrió a nosotros, los peruanos, hace pocas semanas, luego de ver cómo el techo de un centro comercial asesinó e hirió a decenas de compatriotas, lo sucedido en la calurosa Santo Domingo deja una estela de tristeza pero también de indignación. Los propietarios del Jet Set, encabezados por el poderoso empresario de medios de comunicación Antonio Espaillat, tendrán que dar muchas explicaciones a la justicia. Los reportes oficiales dicen que un incendio de hace algunos años habría dejado debilitadas las estructuras metálicas del Jet Set Club, pero aun no se establecen causas y responsabilidades concretas frente a tan desgraciado hecho.

No deja de ser paradójico que un momento tan alegre y cálido, como puede llegar a ser un buen concierto de merengue, haya sido cortado por el triste peso de fríos bloques de cemento y fierro, en un hecho que es todo menos algo casual o azaroso. En medio del dolor de sus familiares, colegas y seguidores, no dejo de pensar en ese otro verso de Silvio -quien, por cierto, nos visitará dentro de seis meses-. Mientras calentaba la voz y recibía el ánimo de su manager, sobreviviente de la tragedia, que siempre le decía antes de subir al escenario una sola palabra -«¡Rompe!»-, Rubby Pérez no tenía cómo saber, madre mía, que no le esperaba la paz, sino el espanto. 

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La historia de la sucesión del papa Francisco es un misterio que, como en todos los grandes dramas eclesiásticos, tiene dimensiones históricas. De alguna manera, Jorge Mario Bergoglio ha sido un papa poco probable: un jesuita con el corazón de un franciscano, un reformador, pero no un hereje, intentando sacar a la Iglesia de la burocracia legal sin despojarla de su arquitectura milenaria.

Su sucesor no será elegido por un proceso burocrático, sino mediante un concurso simbólico por el alma de la iglesia.

Pero si seguimos las tendencias del mundo —un mundo que parece sumergirse aún más profundamente en trincheras ideológicas, nacionalismos resentidos y religiosidad autoritaria— podríamos concluir que el próximo papa provendrá del ala conservadora del Colegio Cardenalicio. No sería una sorpresa si algo así ocurriese, que algún cardenal africano o clérigo de Europa del Este, inmerso en una clase de dureza teológica y una visión más militante del cristianismo, tomara posesión del asiento de Pedro.

La Iglesia podría ir por ese camino también, como parte de un movimiento general hacia la derecha, un miedo a la libertad, un temor a las diferencias culturales, un miedo a la autoexpresión, aunque empaquetado con orden.

¿Qué significaría ese cambio? Un papa moviendo el diálogo con las otras religiones a una ritualización estéril de los muertos y a un fariseo barniz lleno de protocolo, dejando de lado a quienes causan fricción, y llevando a la Iglesia de vuelta a una identidad cerrada.

Esa sería una Iglesia como fortaleza, no como hospital de campaña. El resultado probable sería un aumento de los fieles más tradicionalistas… y tal vez una decepción irreversible para millones que vieron en ella un soplo de aire fresco.

La ironía es casi literaria: una Iglesia incapaz de cambiar corre el riesgo de perder su mañana. Pero ninguna institución es tan impredecible como el Vaticano. Entre el púrpura y la oración, entre la política vaticana y el misterio de la fe, todo y cualquier cosa es posible.

O, en una ficción que rivalizaría con las mejores novelas, tal vez sea el próximo papa una figura inesperada, introduciendo un nuevo giro en esta antigua historia de salvación, autoridad y vulnerabilidad humana.

[El Corazón de las Tinieblas] Soy un hombre del siglo XX, adaptado al siglo XXI a regañadientes. Crecí con los debates de la Asamblea Constituyente del 78, con el rock de los ochenta, deslumbrado por Freddie Mercury y su Bohemian Rhapsody; y henchido de nacionalismo al entonar el criollísimo Contigo Perú, interpretado por el zambo Arturo Cavero y, cada tanto, potenciado por la aguardientosa voz de Oscar Avilés y su peruanísimo pulsar de la guitarra. 

Todo parecía emoción entonces. Entre el caos absoluto, la migración masiva, la imparable inflación y sangrientos atentados terroristas, había cierta coherencia que nos hacía creer que formábamos parte, que construíamos algo, así fuesen castillos en el aire, no importaba. 

Y vaya que nos opusimos a Mario Vargas Llosa en 1990. El mundo de las ideologías del corto siglo XX, como se dio a llamarlo Eric Hobsbawm, había concluido súbitamente tras el derrumbe a combazos de un histórico muro pero era muy pronto para que nos diéramos cuenta. 

Por eso creímos que la utopía socialista debía enfrentar de nuevo la amenaza neoliberal, pero había más que eso. Mario se equivocó de país, o, en todo caso, se equivocaron sus asesores de campaña. En realidad, nos equivocamos todos y el error lo pagamos todos. 

Una parte del Perú, aproximadamente el 25%, ya se había desgajado de nuestro Perú político, el de la Constituyente del 78 y la frágil democracia de los años ochenta. Nadie vio que había un país informal por fuera de los marcos ideológicos imperantes, pero lo había y llevó a Alberto Fujimori a la segunda vuelta, contra un Fredemo de Vargas Llosa que obtuvo muchísimo menos de lo esperado.

En la izquierda y el APRA descorcharon eufóricos las botellas de champán. Sus votaciones sumadas a la de Fujimori aseguraban sobradamente la derrota del consagrado literato la segunda vuelta y con él, la del programa neoliberal. Pero aquí también había más, había el gustito de verlo, y verlos – a los pitucos del Perú- derrotados, humillados, y así sucedió, efectivamente. 

De esos días han pasado 37 años. Los historiadores somos generales después de la batalla y bastante antipáticos. Debimos votar a Vargas Llosa en 1990. Hubiésemos tenido una política económica bastante similar a la de Fujimori -que aunque rechine parte de la izquierda, era la que el Perú requería y a gritos- pero la hubiésemos tenido en democracia y de eso la mayor garantía no era otra más que nuestro propio nobel de literatura. Ciudadano moderno, demócrata a carta cabal, de los pocos que se creían el sueño de fundar aquí una república que funcione a base de sus instituciones, pulcras, al servicio del bien común. En suma, lo contrario al fango en el que nos hundimos hace treinta años sin saber hasta hoy si la ciénaga tiene fondo.  

Mario ha muerto, antes de irse obtuvo, para todos nosotros, el nobel de literatura, y un asiento de privilegio en la Academia de las Letras de Francia. Mario es nuestro peruano universal, por encima de Garcilaso, Arguedas y Mariátegui. Por nadie nos conocerán en el mundo más que por Mario Vargas Llosa. 

Pero el siglo XXI, ese que vivo a regañadientes, tiene malas costumbres, o costumbres a las que no me acostumbro y la redundancia es toda mía. Las redes sociales marcan el cambio, la cancelación trastoca los valores. 

Antes al muerto se le respetaba, había un silencio, una constricción ante la muerte. Así como el presidente tiene un periodo de gracia, el finado también gozaba de él. Si acaso había algo que señalar algo crítico, se informaba como antes se leían los titulares de los noticieros al caer la noche, discretamente, sin pestañear, sin entonación: a fulano también se le recuerda por una controversial participación en ….

Pero estamos en tiempos de ajusticiamiento popular, de disección pública, de turba punitiva y entonces la emprenden contra Mario porque apoyó a Keiko Fujimori contra Pedro Castillo en 2021. Yo jamás hubiese realizado dicho llamamiento pero ¿realmente se justifica el escrache, el linchamiento? ¿acaso una opción no era igual de apocalíptica que la otra? ¿de verdad pensábamos que un proyecto marxista-leninista era la solución para todos los males del país? ¿o se le apoyó a Castillo porque se pensó que lo que se tenía enfrente era aún peor?

¿Esto es lo que juzgan los impolutos autoproclamados? ¿los que subieron al “pedestal de la verdad” perpetrando un golpe de Estado en contra de la libertad? ¿los robespierres y robespierras de la moral pública? 

La última novela de Mario Vargas Llosa se tituló Le Dedico Mi Silencio. La crítica no le hizo mucho caso y es una pena. Pocos han penetrado con tanto sentimiento y profundidad una cultura que la quieres o ignoras, si acaso no la rechazas con posturas análogamente estúpidas y moralizantes.

A la cultura criolla hay que quererla. Su guitarra, sus acordes y disonancias, sus punteos y sus trinos te hacen llorar o te resultarán básicamente indiferentes. Vargas Llosa se situó entre los primeros. Pero hay algo más, otra vez: el título, Le Dedico Mi Silencio. Lalo Molfino, protagonista de la novela, es un virtuoso guitarrista criollo, el mejor de todos, a tal punto que cuando pulsa la guitarra genera un silencio admirado, absorto e ilimitado. 

Al concluir una de sus presentaciones, antes de retirarse, le musita al oído a una dama embelesada por su música: “le dedico mi silencio”, ese que solo su interpretación de la guitarra podía suscitar, ese mismo que nos envolvió cuando leímos una novela de Mario sentados en el sofá de la sala, solos él y cada uno de nosotros, silencio que representa el mejor homenaje que podríamos brindarle en los días afligidos de su partida.

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