Opinión

Así como los fallidos estados de emergencia distritales fueron un rotundo fracaso en la lucha contra las bandas delictivas que operan impunemente en todo el territorio nacional, lo dispuesto respecto del cierre de las tribunas populares de la U y Alianza Lima, a propósito de serios incidentes callejeros ocurrido entre barras bravas de ambos clubes, no va a servir absolutamente para nada.

Todos los días muere algún hincha identificado con ambos u otros clubes en enfrentamientos barriales por el predominio de la zona, y, que se sepa, la no asistencia al estadio no tiene racionalmente ningún sentido de escarmiento preventivo al respecto.

El premier Otárola, de la mano de las dirigencias deportivas, está haciendo demagogia al respecto. ¿Qué va a hacer cuando la violencia callejera continúe? ¿Impedir para siempre la asistencia del público a los estadios, cuando estáfehacientemente comprobado que no es en dichos recintos que ocurren esos actos violentistas? ¿Y cuándo ello, como es previsible, tampoco haga que desaparezcan los enfrentamientos callejeros? ¿Va a suprimir el campeonato? A ese nivel de absurdo escala el zafarrancho mental de quienes son los llamados s gobernar el país.

La policía sabe quiénes son los cabecillas de las barras bravas y si no lo supiera bastaría una labor de inteligencia y de infiltración para averiguarlo rápidamente. Ese es el camino a seguir para lograr que la paz vuelva a ser identificada con el deporte que más multitudes arrastra en el país.

La conclusión más terrible luego de analizar la medida tomada, es que el gobierno no tiene ni la más peregrina idea de cómo amainar el terrible problema social y político de la inseguridad ciudadana y mantiene en el cargo de ministro del Interior a un personaje incompetente para siquiera avizorar una luz de salida del oscuro túnel en el que nos encontramos.

La delincuencia creciente va a tener impacto político el 2026. El populismo punitivo, el autoritarismo, los antisistema disruptivos, gozarán de activos electorales gracias a la medianía del actual régimen para atender el que la ciudadanía ya identifica como el principal problema que la agobia, por encima de la corrupción o de la crisis económica.

Nota: esta columna se tomará unos días de merecidas vacaciones.

Podría decirse que las celebraciones por el Bicentenario de la independencia del Perú ni comienzan ni terminan. Nuestro país tiene una historia tan convulsa y tantos protagonistas en sus acontecimientos políticos que es difícil fijar de manera unívoca cuándo se dio la verdadera independencia y por lo tanto la fundación plena del estado-nación peruano.

La fecha oficial, como sabemos, es el 28 de julio de 1821, cuando el general José de San Martín proclamó la independencia en Lima con su famosa frase «El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de sus pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende». Al menos así es como la aprendimos en la escuela. Pero el acta misma de la independencia se había firmado trece días antes, el 15 de julio.

Para colmo, San Martín ya había declarado la independencia el año previo, el 27 de noviembre de 1820, en Huaura, y hubo en esos meses iniciales de 1821 numerosas adhesiones que confirmaban el sentimiento de que los exsúbditos peruanos de la corona española empezaban a sentirse ciudadanos de un país independiente. O sea, una independencia subjetiva.

Sin embargo, el virrey La Serna mantenía la hegemonía militar en la sierra y es por eso que, en la práctica, aún no había completa independencia. En ese contexto, y caballerosamente, San Martín accede a dejarle el terreno libre a Simón Bolívar en el famoso encuentro de ambos gigantes de la historia en Guayaquil el 26 y 27 de julio de 1822. Bolívar, quizá más ambicioso, buscaba desde el norte consolidar la independencia de su patria, la Gran Colombia, con una derrota definitiva de cualquier rezago de presencia española en el vecino Perú.

El resto ya es conocido: las victorias patriotas fueron protagonizadas por peruanos, colombianos, argentinos, chilenos y soldados y oficiales de distintas procedencias. Junín el 6 de agosto de 1824 y Ayacucho, el 9 de diciembre de ese mismo año, obligaron al ejército español a capitular y reconocer el poder político de los rebeldes, que poco a poco irían organizando un nuevo estado bajo el mandato del «dictador» Bolívar, en medio de disputas locales y rencillas egoístas que hasta hoy no acaban.

Pasados casi doscientos años de esos enfrentamientos militares, de donde han surgido nombres ya legendarios como los de Córdova, Necochea, Miller, Sucre y varios más, inmortalizados en los versos de José Joaquín Olmedo en su canto a «La victoria de Junín», las regiones correspondientes de Junín y Ayacucho desafían hoy el centralismo limeño y se preparan a conmemorar los aniversarios de las gloriosas batallas en sus propios términos.

Por lo pronto, el gobierno regional de Junín ha organizado para el próximo miércoles 28 de febrero el «Primer Encuentro Internacional de Historiadores, Profesionales y Estudiantes de Latinoamérica: Junín Bicentenario, a 200 Años de la Libertad Americana». Se trata de un foro con algunos de los mayores especialistas de distintas disciplinas que animarán la reflexión y el debate sobre el acontecimiento histórico de Junín.

Participan Manuel Andrés García (desde España), Susana Aldana (desde Perú), Juan San Martín (también de Perú), Apolinario Mayta (ídem), José Antonio Mazzotti (Perú-EEUU), Francisco Quiroz Chueca (Perú) y Gustavo Montoya (ídem). Se trata de una pléyade de peruanistas de talla internacional que abordarán la batalla de Junín desde distintos ángulos, incluyendo el literario y el militar.

La cita es en la Sala Raúl Porras Barrenechea del Congreso de la República el miércoles 28 de febrero de 3 a 7 pm.

Ojalá sigan las conmemoraciones y que Ayacucho haga lo suyo.

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Ayacucho, Bicentenario, Junín

Los fieles que rinden culto a Fujimori admiran la firmeza con la que tomó las decisiones drásticas que requería “el país” allá a comienzos de los años 90. Ante tal consistencia sienten realmente que se encuentran frente a un héroe. Y es que en los mitos y leyendas con los que crecemos, los héroes suelen pasar por la prueba de contravenir la ley con tal de salvar una, cien, mil vidas; así que para muchos, la manera como Alberto Fujimori montó en escena la captura de Abimael Guzmán y la forma cómo liberó el informal crecimiento económico, son motivo suficiente para justificar cualquier delito que cometiera, pues supuestamente puso fin al estado de violencia y pobreza del Perú. 

El fujimorismo consiguió convencer a sus feligreses de que la corrupción, los secuestros, torturas y asesinatos que caracterizaron su gobierno eran obras del frío y calculador villano que lo mantuvo algo confundido, Vladimiro Montesinos. Y si en todo caso, Fujimori fue culpable de alguna masacre o engaño, fueron los costos de su heroicidad. De esa manera, sus fieles consideran que los delitos por los que fue sentenciado no importaban gran cosa: fueron errores del Grupo Colina llevar a cabo las masacres de Barrios Altos y La Cantuta, fue por seguridad que secuestró al periodista Gustavo Gorriti y al empresario Samuel Dyer. Si se compraron congresistas, líneas editoriales de los principales medios de comunicación y se engañó a la población con la prensa chicha, eso ya fue culpa de Vladimiro, así que los caviares fueron injustos en sentenciarlo por conductas ajenas. ¿Acaso Fujimori No había tenido la valentía de allanar su casa (sin los adecuados fiscales por el apuro) con tal de retirar las maletas con la evidencia de sus delitos? Así Fujimori dejó establecida su heroicidad antes de fugarse y abandonó en la villanía a su socio Montesinos.

Cuando el Tribunal Constitucional con el apoyo de la presidenta del Poder Ejecutivo le otorgó el indulto contraviniendo a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sus fieles coparon ansiosos las calles aledañas al penal. Lo esperaban para celebrarlo rodeados de todos los medios de prensa y lo acompañaron en parte del recorrido agradeciendo su supuestamente justa liberación. Luego, pasaron los días y se abrió un prolongado silencio hasta hace un día cuando su frágil figura de 85 años irrumpió en un centro comercial. Sus fieles fujimoristas avisaron de inmediato a los medios. Por supuesto, el canal de televisión que sostienen sus más comprometidos feligreses de inmediato acudió a entrevistarlo y se quedaron boquiabiertos cuando Fujimori salió en defensa de Vladimiro Montesinos y descartó explícitamente la capacidad política de sus hijos, que dicho sea de paso, jamás se han doblegado durante su peregrinación elecciones tras elecciones en busca del gobierno prometido. 

De un día para otro, el indultado habló en nombre de sus feligreses, aseguró que el “fujimorismo” había acordado apoyar a la presidenta hasta el fin del mandato de Castillo, el año 2026. Evadió responder entre risas cuando le preguntaron por las posibilidades electorales de Kenji y de Keiko y agregó que Vladimiro Montesinos había cumplido muy bien sus funciones en el Servicio de Inteligencia Nacional y que todo lo demás habían sido errores. 

Sus voceros quedaron boquiabiertos y detuvieron la entrevista. ¿Él héroe tan esperado defendiendo al villano que tan útil les había sido? ¿Ese es el Fujimori que liberaron sus fieles? Esos son los momentos cuando debemos aceptar que la épica y sus protagonistas son tan sólo idealizaciones. En el caso del fujimorismo estas han sido urdidas consciente e intencionadamente. De forma que se ha quedado en el olvido que una de sus condenas se debió a que le pagó 15 millones de dólares a Vladimiro Montesinos por compensación de tiempo de servicios (¡como si su sueldo mensual hubiese sido de 1 millón y medio de dólares!) y que durante el juicio afirmara que esa compensación le parecía justa y que no encontraba el delito.

Ante este escenario, ¿conseguirán los fieles fujimoristas rescatar al heroico padre de familia, de gobierno, de país que construyeron en oposición a los ardides de su villano? Cuando lo sentencien nuevamente, ¿les quedará ánimo (y un poquito de ética) para rogar otra vez por indultarlo? 

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Carla Sagástegui, en la arena, fujimori y montesinos

El ingreso de personajes como Susel Paredes, Alfonso López Chau o Jorge Nieto a las arenas presidenciales, es saludable y debe ser visto con alegría por parte de quienes creen en el capitalismo democrático como única opción potable para el futuro nacional.

Los mencionados forman parte de una centroizquierda sensata, que reconoce las bondades de una economía social de mercado y sobre ese lecho rocoso construye una opción de Estado social que se distingue de la derecha liberal en su énfasis en la salud y educación públicas, y en políticas de asistencia más amplias.

El país necesita de una izquierda democrática y liberal, en el sentido amplio del término. La izquierda tradicional peruana -incluyendo a Verónika Mendoza- se ha apartado de esos cánones y hoy profesa un radicalismo antimercado que la torna altamente nociva para el bienestar nacional.

La izquierda que da pie a esta columna, se distingue, además, de la típica izquierda llamada caviar en el Perú, cuyo sectarismo, intolerancia y espíritu excluyente de cuerpo, ha hecho que segane a pulso el repudio nacional, no solo de la derecha más rancia sino también, inclusive, de la izquierda clásica.

El mejor ejemplo es el de Francisco Sagasti -injustamente vapuleado por la derecha- que hizo un gobierno sensato, que fue capaz de convocar a un economista ortodoxo como Waldo Mendoza, y que condujo un gobierno abierto a todas las líneas políticas siempre y cuando cumplieran ciertos mínimos requisitos tecnocráticos.

Es la izquierda española, escandinava, uruguaya, chilena (hasta Boric ha tenido que ajustar sus propósitos refundacionales a golpe de realidad), la que triunfa y logra objetivos caros a su ideología, cuando entiende que el libre mercado es una fuerza que juega a su favor y no en contra.

A ello parecía conducirse Verónika Mendoza y su grupo, pero el régimen de Castillo desnudó su esencial falsía y terminó acomodándose en un régimen nefasto en términos políticos, económicos y sociales, que destruyó al país en poco más de año y medio. Hoy, Mendoza y compañía hacen gala de un radicalismo que ya no la coloca en la centroizquierda en la que en algún momento pareció instalarse.

La derecha debe mirar sin ojerizas ni prejuicios el surgimiento de una izquierda moderna, con la cual eventualmente alternarse en el manejo del poder. Ojalá la crisis actual de los partidos dé origen al surgimiento de esa tendencia ideológica.

El reconocido sociólogo e internacionalista Farid Kahhat, viene de publicar un segundo libro dedicado al tema de la “derecha radical populista” (según la denominación propuesta por el politólogo neerlandés Cas Mudde), y que lleva por título “Contra la amenaza fantasma. La derecha radical latinoamericana y la reinvención de un enemigo común”. En esta reciente entrega, como en la precedente “El eterno retorno. La derecha radical en el mundo contemporáneo” del 2019, Kahhat hace un interesante y documentado análisis descriptivo de esta ideología, de sus orígenes y de las posibles razones de su actual auge expansivo en la escena política de los EE. UU, Europa y América Latina, al tiempo que pasa revista, tanto a sus más connotados líderes (Trump, Le Pen, Abascal, Bolsonaro, Milei), como a algunos de sus rivales ideológicos más reconocidos (López Obrador, Evo Morales, Rafael Correa). Recomendamos sin reservas la lectura conjunta de ambos libros, pues no solo se complementan desde el punto de vista de la geografía política y sus condicionantes -el declive de la socialdemocracia en Europa y la “marea rosa” de gobiernos progresistas latinoamericanos- sino que ambos parten de los mismos modelos teóricos de interpretación, lo cual facilita enormemente la comprensión del texto. Pero quizás, como bien lo ha señalado Juan Carlos Tafur en su reseña (https://sudaca.pe/noticia/opinion/juan-carlos-tafur-contra-la-amenaza-fantasma/), el mayor interés del trabajo de Kahhat, es que permite polemizar con él y ahondar en el debate, cosa que pretendemos hacer en esta nota, refiriéndonos a tres aspectos que consideramos importantes: la definición de populismo, la diferenciación entre populismos de derecha e izquierda, y la conveniencia de caracterizar a la derecha radical populista como una ideología muy próxima, si no totalmente asimilable, al fascismo.

¿A que llamamos populismo?

Definir apropiadamente el populismo, es una difícil tarea no exenta de sesgos ideológicos, al punto que el sociólogo y periodista italiano, Marco d’Eramo señala, irónicamente, que populismo es un concepto que califica más a quienes lo utilizan que a quienes se describe con él. Kahhat eligió para su análisis la definición propuesta por Mudde y Rovira en “Populismo. Una breve introducción”. Esta definición, tan socorrida como criticada por su “minimalismo”, puntualiza que el populismo consiste en dividir a la población de un país entre el «pueblo», como un todo indiferenciado -de la que los populistas son los únicos representantes legítimos-, y las «élites», que controlan el gobierno y la economía en beneficio propio. El problema con este tipo de definiciones, es que, por una parte, al ser demasiado generales y laxas, permiten etiquetar como “populista” a prácticamente cualquier movimiento, partido o líder, según el gusto del cliente -así por ejemplo, periodistas de derecha como de Althaus, Álvarez Rodrich y Tafur relacionan de forma sistemática al populismo con la izquierda, la corrupción, la ineficiencia y el clientelismo-, y por otro lado, como bien lo señala el sociólogo ecuatoriano Carlos de la Torre, al carecer deliberadamente de criterios normativos, estas definiciones no permiten discernir si un determinado populismo es un riesgo, o un correctivo para la democracia. En este último sentido, resulta coherente que Kahhat haya elegido esta definición minimalista, pues a diferencia de otros autores que han tratado sobre las derechas y el populismo (Traverso, Brown, Forti), no emite ningún juicio de valor personal sobre esta corriente política -cuasi unánimemente calificada como una amenaza para la democracia-, lo que resulta cuanto menos llamativo.

Hace algunos días, en su cuenta X, Rosa María Palacios escribía: “El populismo y la corrupción no es patrimonio ni de la izquierda, ni de la derecha.” De acuerdo, pero ¿sería posible particularizar ideológicamente lo que sería un populismo de derecha y uno de izquierda?

¿Es posible aún hablar de izquierda y derecha?

El título mismo del último libro de Kahhat, así como su argumentación a todo lo largo de él, nos invitan a pensar que la izquierda latinoamericana no sería ya sino un fantasma, un ente imaginario al que racionalmente no debería considerarse una amenaza, pero cuya creación “de toutes pièces», resulta indispensable para brindarle a la derecha radical un “sentido de propósito” y la energía necesaria en su batalla épica contra un conspiranoico “marxismo cultural” del que nadie se reclama miembro (en clave aguafiestas, le señalamos al autor que nadie tampoco se reclama como neoliberal… y sin embargo abundan). Pero Kahhat ha ido aún más lejos en su minusvaloración de la izquierda, al declarar en una entrevista, que la dicotomía izquierda/derecha “no tiene más la capacidad explicativa de hace cincuenta años. Si es que alguna vez la tuvo.” No entraremos aquí en sesudas argumentaciones para rebatir esta afirmación, muy frecuente por cierto entre quienes defienden la supremacía de lo tecnocrático sobre lo político en el buen gobierno de los pueblos, bástenos simplemente adoptar la muy aceptada, a la vez que simple, distinción izquierda/derecha propuesta por el destacado filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio: la izquierda y la derecha son distinguibles nítidamente en sus posicionamientos con respecto a la igualdad, así, mientras la izquierda considera las desigualdades sociales y económicas como artificiales y negativas -que deben por tanto ser activamente eliminadas por el Estado-, la derecha concibe las desigualdades no solo como naturales, sino como positivas, por lo que deben ser defendidas, o al menos ignoradas, por el Estado. Partiendo de esta perspectiva, Barry Cannon, especialista irlandés en política latinoamericana, señala que este apego a la desigualdad, tan arraigada en la derecha de América Latina, se traduce en la defensa de un orden social jerarquizado, no solo a nivel de clase socio-económica, sino también de género, etnia y sexualidad. Cannon agrega que, en el actual período histórico, el neoliberalismo es el principal vehículo ideológico y programático que asegura esta tarea. La derecha radical populista defiende -si muchas veces no de palabra, siempre con los hechos-, un neoliberalismo enfrentado con numerosos grupos sociales segregados, excluidos y subordinados, los mismos que no necesariamente se identifican con el socialismo o el marxismo, pero que invariablemente son calificados como “rojos”, “comunistas” “subversivos” y “terroristas”. En este marco conceptual, y siguiendo los importantes trabajos del argentino Ernesto Laclau y la belga Chantal Mouffe, plasmados en sus numerosas publicaciones, es posible diferenciar claramente entre los populismos de derecha e izquierda: mientras los populismos de derecha intentan construir un “pueblo” del que se excluyen numerosas categorías sociales, vistas como amenazas para la identidad y/o la prosperidad de una sociedad, los populismos de izquierda denuncian y se oponen a las élites y oligarquías que sostienen el statu quo, estableciendo una frontera entre los de “abajo” y los de “arriba”. Los populismos de derecha, por su ADN ideológico, nunca abordarán las demandas de igualdad, inclusión y justicia social, mientras que estas mismas demandas son el rasgo definitorio de los populismos de izquierda, y ello, agreguemos, con las glorias y las miserias conocidas de todos.

¿Derecha radical populista, o fascismo?  

En “La ultraderecha hoy” del 2019, el ya mencionado Cas Mudde, distingue dos grupos que conforman la ultraderecha: la “extrema derecha” -que rechaza de plano la democracia liberal-, y la ya mencionada “derecha radical populista” (a la que Kahhat denomina simplemente derecha radical por “economía de lenguaje”), que en principio acepta la democracia, pero que termina destruyéndola desde dentro con su concepción autoritaria del orden social y un absoluto rechazo a los derechos de las minorías (culturales, raciales, sexuales), asociado generalmente a algún tipo de supremacismo. Enzo Traverso, reputado historiador de las ideologías, se muestra menos condescendiente con la derecha radical, calificándola llanamente de “posfascismo”, una mezcla de autoritarismo, nacionalismo, conservadurismo, populismo, xenofobia y desprecio del pluralismo, que, si bien no busca emular al fascismo de los años 20 y 30 del siglo pasado, puede hacerse subversivo -como pudo comprobarse con los violentos motines promovidos por Trump y Bolsonaro, con la intención de permanecer ilegalmente en el poder- y evolucionar hacia un “fascismo del siglo XXI” que ya no se contente solo con eliminar “simbólicamente”  a sus adversarios (Carlos de la Torre), sino que eventualmente recurra a las viejas prácticas expeditivas, propias de la “noche de los cuchillos largos”de la Alemania nazi.

La derecha radical populista -o posfascista- en el gobierno, es una experiencia relativamente nueva en Latinoamérica, limitada por el momento a los casos de Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina (tema tratado con cierto detalle por Kahhat). El gobierno de Bolsonaro se caracterizó, entre otras cosas, por una fuerte regresión de los derechos sociales, la desfinanciación de programas de salud y educación para los más desfavorecidos, el aumento de la violencia policial, y un lenguaje de odio contra minorías marginadas. Milei -un verdadero caso paradigmático de derecha radical-, quien ganó la presidencia argentina gracias a una campaña populista hipermediatizada, que prometía acabar con la “casta” política de su país (ver mi nota a este respecto: https://sudaca.pe/noticia/opinion/jorge-velasquez-pomar-la-casta-de-milei/), viene tratando de imponer, con talante autoritario, antidemocrático y represivo, las clásicas medidas neoliberales “austericidas”, que solo favorecen a los grandes consorcios, en desmedro de las clases medias y populares. Muy acertadamente, el intelectual de izquierda e investigador de la Universidad de Buenos Aires, Néstor Kohan, describe al mandatario argentino como un “hijo del neofascismo argentino”, que ha reunido las teorías económicas neoliberales de la “Escuela austriaca”, la doctrina de contrainsurgencia de la dictadura videlista y el pensamiento del libertario Robert Nozick, para quien la justicia social es una aberración. Solo el tiempo nos dirá si la apuesta mileista triunfa, en un país con instituciones democráticas relativamente sólidas y una fuerte tradición sindicalista.

Para concluir

El inmortal Umberto Eco nos alertaba hace 30 años acerca del fascismo eterno”, señalando que nuestro deber era desenmascararlo en cada una de sus nuevas formas, cada día, en cada lugar del mundo. Creemos sinceramente que Farid Kahhat, con ambos libros, ha contribuido grandemente en este objetivo. Pero también creemos que faltó algo más, algo sobre lo que escribió Steven Forti como corolario de su libro “Extrema derecha. 2.0”: “Si tras haber estudiado un fenómeno que amenaza a nuestras democracias, no se intenta dar un paso más y reflexionar sobre cómo es posible frenarlo, combatirlo y derrotarlo, creo que como ciudadano le haría un flaco favor a la sociedad.” Todos deberíamos sentirnos interpelados.

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Fascismo, Populismo, Ultraderecha

Beto trabajó en una cevichería conocida por 4 años por esas cosas de la vida tuvo un altercado y se retiró y me dice tuvo que hacer taxi, la clásica del peruano que tiene que llevar si o si un pan a la mesa. 

Pero eso no le alcanzaba y su esposa tenía un puesto en un mercado de Chorrillos y siempre que el iba a recogerla le decían; Beto y ¿la cevichada para cuándo?

Me cuenta que abrió su “bocota” y les dijo que en diciembre les prepararía. Hasta que llegó diciembre y tuvo que cumplir su palabra.  Su padre también había sido cevichero así que sabía donde comprar los insumos, fue de compras a todos los caseros de su padre y se dio con la grata sorpresa de que todos le regalaron los insumos, me cuenta que para él fue como una señal, lo único que compró fue una bolsa de sal todos lo demás le vino de regalo. Llegó el gran día, la Gran cevichada de Beto un diciembre del 2008, los que le habían pedido que organizara la cevichada no llegaron a probar porque habían volado.  Y así empezó con una puerta echada forrada con plástico y dos baldes para formar su mesa, salieron  36 tapers a un costado del puesto de su esposa. Luego 50, el otro sábado 100 hasta qué llegó a los 200 y pensó que ya era hora de abrir un local. Le pregunto si estudió algo y dice que no, que él las cosas que sabe las aprendió en la vida, es un visionario y cumple lo que dice. 

Para su buena suerte dejaron un local en el mercado listo con mesas y sillas, cocina y fue otra señal para él. Abrió y ahí empezó la historia de la cevichería Beto hasta que tuvo que conseguir otro local. 

Pero ¿cuál es el secreto? Cuando conversamos me dijo tres cosas claves, primero; nunca cambiar de insumos, porque bajas la calidad y pierdes comensales. Segundo; Ganas un comensal y te trae 7 clientes más, pierdes un comensal y espantas 20. Y tercero; cuando la economía del país se hunde no pretendas ganar. Es mejor trabajar pan con pan que asustar a los clientes. Hay días que no se gana si el limón se dispara hay que esperar con calma. Es la manera que tiene Beto para fidelizar a los clientes. “Eso me ha ayudado a mantener a los clientes, pensar en ellos y dejar de ganar es un apoyo que de todas maneras tiene retribución”.

Liliana Gilvonio

En este último local empezó en el primer piso , y el resto estaba alquilado, hasta que poco a poco se fue  desocupando y fue ampliando en el segundo piso luego el tercero hasta llegar a ocupar los 4 pisos.

En Chorrillos tiene 80 mesas y cuenta con 3 locales. Los dos de Chorrillos los administra él y el de Lince lo administra su hijo mayor. 

El plato que más vende es el ceviche con chicharrón para mi el plato espectacular es el trío que viene con ceviche de erizo que él le llama el “busca pleito” porque tiene harto fósforo con conchas negras y ceviche de pescado es un plato de lujo con harto juguete (jugo) reparador, a ese yo le llamaría “experiencia” es un plato casi vivo, crudo, potente, histórico y espectacular. 

Beto nos ofrece en su cevichería una experiencia culinaria única que vale la pena probar.

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Unas declaraciones al paso -primicia del programa de Milagros Leiva- del expresidente Alberto Fujimori han alborotado el cotarro y generado decenas de interpretaciones alrededor del fujimorismo.

Más allá de su terrible gazapo sobre Vladimiro Montesinos, qué ha dicho Fujimori: que hay un pacto con el gobierno y que no es certera la candidatura de Keiko Fujimori el 2026. Lo primero ya se sabía, por evidente, y sobre lo segundo sí hay pan por rebanar, porque o postula Keiko o el fujimorismo va en alianza con otros partidos y cede la candidatura presidencial, lo que bien merece una discusión.

Por supuesto, la primicia vale oro. Es la primera vez que el fundador de la dinastía Fujimori se pronuncia sobre temas políticos y es natural que cause el revuelo causado, pero a la vez pone de relieve la orfandad de noticias que en el ámbito político existen.

No sabemos en qué anda la treintena de candidatos a la Presidencia para el 2026. ¿Alguien los escucha o ve? ¿Alguno marca la cancha, rompe los cánones tradicionales o establece parámetros que generen discusión? Obviamente, el impacto de unas palabras dichas por Alberto Fujimori será incomparable, pero no es menor el asombro respecto de la nula presencia política del resto de actores.

Claro, la agenda mediática está hoy centrada en las revelaciones de Jaime Villanueva y en menor medida en el caso de Martín Vizcarra, pero un candidato político que se quiera perfilar no le puede sacar el poto a la jeringa y también debe pronunciarse sobre estos temas, más aún si, como vemos, comportan reflexiones sobre qué hacer con el Ministerio Público, la Junta Nacional de Justicia y el sistema judicial en su conjunto.

A este paso, llegaremos a las próximas elecciones con la misma incertidumbre de siempre, con candidatos sorpresivos que suben y bajan en las encuestas, por azar del humor popular, sin un basamento construido a lo largo de los años que aún restan para la campaña. Hasta en eso, Alberto Fujimori les ha dado una lección de sapiencia. En esta coyuntura hay que hacer política desde ya y no esperar los meses finales para recién comenzar a hacerlo. No hay pan para mayo.

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Alberto Fujimori, elecciones 2026, Jaime Villanueva

La rivalidad Perú-Chile es casi una tradición binacional. Se atenúa en ciertos momentos, se agrava en otros, pero parece que seguirá siendo tal mientras nuestros gobernantes no tomen la decisión de hacer algo al respecto que incluya la formación del futuro ciudadano. Pero estamos en tiempos de redes sociales y esta nueva realidad tiende a cambiar sustancialmente el estado de la cuestión. Los enfrentamientos entre nacionalidades se producen más entre peruanos y venezolanos, eventualmente entre peruanos y ecuatorianos, y por razones muy diferentes a las guerras del pasado.

La rivalidad entre peruanos y venezolanos remite a la migración de la población llanera al Perú y su adaptación a la sociedad de acogida. Recordemos algo, las redes, como antes el imaginario, no discriminan, no establecen distingos, no separan al polvo de la paja. Al contrario: generalizan. De esta manera, en X se atrincheran los nacionalismos de uno y otro país y se dicen de todo. Por cierto, la denostación y el insulto encabezan las vanguardias de uno y uno bando. 

Recientemente, se ha destacado en estas guerras ciberespaciales la cuestión culinaria. Así para los venezolanos,  la comida peruana no sería tan exquisita como, es verdad y hay que admitirlo, cacareamos los peruanos, y los picarones no serían otra cosa más que una modalidad de donuts. A su turno, en encarnizados debates, los ecuatorianos le disputan al Perú la paternidad del ceviche, nuestro plato de bandera, no sé si antes o después del también cacareado Lomo saltado. Ciertamente, hay discusiones menos banales que estas, en las que foristas peruanos de las redes tildan de delincuencial a la migración venezolana mientras que esta responde denunciando que es maltratada en el Perú. 

Creo que hay una premisa de sentido común a considerar en primer lugar: la generalización no le hace bien a nadie. Ni todos los venezolanos en el Perú – o en Chile- son delincuentes ni mucho menos; ni todos los peruanos tratan mal a los venezolanos. Creo, sí, que faltan políticas para promover este novedoso vínculo binacional, que se expresa en una multitudinaria migración de venezolanos al Perú para la cual, en realidad, nadie estaba preparado, ni tenía mayores referentes previos. Y hay que hacerlo, como hay que combatir a la delincuencia venga de donde venga, así como hay que promover la integración social y cultural entre los diferentes pueblos que constituyen el Perú de hoy, incluido el pueblo venezolano. 

Luego ¿qué pasa con la rivalidad con Chile? En los últimos años esta se ha limitado al fútbol, donde los partidos entre las selecciones de ambos países constituye el Clásico del Pacífico. Sin embargo las voces que llegan del vecino son más bien positivas en lo referente a nuestra migración. Los peruanos que migraron al vecino del sur en las décadas de 1980 y 1990, luego de atravesar por un difícil periodo de adaptación, se han establecido                              bien, principalmente en la ciudad de Santiago. Al nivel del imaginario, e inclusive de las redes -las que también generan poderosos imaginarios- la buena relación entre peruanos y chilenos en la capital del país vecino tiende a mejorar la relación bilateral porque genera voces positivas en un escenario en el que siempre se difundieron únicamente narrativas de confrontación. 

¿Será suficiente la integración peruano-chilena generada por la migración peruana en Santiago para modificar la rivalidad entre nuestros dos países? Yo sigo pensando que no y que hace falta hablar sin miedo y sin prejuicios de aquella guerra, de aquel evento doloroso del pasado porque, en el inconciente, constituye la matriz de la rivalidad. Se trata de resignificar, de reconciliar, no se trata de restituir las cosas a como eran antes de 1879 ni mucho menos. Se trata de una política de gestos en la cual la migración peruana en Santiago, así como el importante intercambio comercial entre tacneños y ariqueños jugarán, que duda cabe, un rol muy importante. 

La historia está llena de carambolas. Hoy se insuflan, lo cual es una lástima, las rivalidades de chilenos y peruanos contra venezolanos y viceversa. Al mismo tiempo, esta situación tiende a disminuir la rivalidad entre el Perú y Chile y abre la posibilidad de crear escenarios de integración y reconciliación bilaterales inéditos. Los problemas hay que afrontarlos todos. Imaginarios, redes sociales, van dándole forma a la percepción que tenemos de nosotros mismos y de los otros. Estas percepciones, a su vez, se manifiestan en las relaciones internaciones, por eso resulta tan importante tenerlas en cuenta e incluirlas en la política pública.  

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Chile, migracion venezonala, nacionalismo, Venezuela

El gobierno ha logrado una mejoría significativa con el reciente cambio ministerial. Faltaron algunos, como el titular del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, que no da pie con bola, pero en líneas generales la perspectiva mejora. Ya hay, además, temas relativamente descartados: una asamblea constituyente y elecciones adelantadas. Se supondría que en algunos meses, el régimen podría ir subiendo puntos en las encuestas.

Necesita, sin embargo, ampliar sus horizontes políticos. Necesita puntualmente resolver dos grandes temas de enorme vigencia y sensibilidad, como son la crisis económica y la inseguridad ciudadana. ¿Puede solo? No, requiere del apoyo congresal. ¿Lo puede conseguir? Sí. Ya lo tiene en buena medida.

Si el gobierno sale del área chica, si el premier Otárola se olvida de su disputa menuda con el hermanísimo, Nicanor Boluarte, y entiende que su rol político es primordial, podría lograr tejer una alianza reformista con el Legislativo y apuntalar los dos grandes temas que se han mencionado.

Ya no hablemos de salud y educación públicas, de regionalización, de reforma del Estado. Son palabras mayores para los que ya no da ni siquiera el tiempo. Que el gobierno, en conjunción con el Parlamento, se aboque a una agenda reformista en materia económica y de seguridad ciudadana.

Con ello habrá avanzado mucho y, sobre todo, habrá logrado una performance superlativa en términos de percepción ciudadana, que hoy le es adversa, con índices de desaprobación apenas vistos en los peores tiempos de desgobierno de Alejandro Toledo.

Dados los temas mencionados, contará con el concurso de Fuerza Popular, Renovación Popular, Alianza para el Progreso, Avanza País, Somos Perú y algunos no agrupados. Ya es bastante y podría cambiar dramáticamente la perspectiva sombría que el desenlace electoral del 2026 arroja sobre las expectativas empresariales.

Un gran pacto reformista puede ser, además, la ocasión del fujimorismo, en particular, de reivindicarse de la tragedia ocasionada por su punible irresponsabilidad el 2016, y de esa manera reasomarse el 2026 con mejor aliento del que hasta ahora muestra. La figura consejera de Alberto Fujimori parece estar jugando ya en esas ligas mayores.

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