Opinión

La pérdida de centralidad tiene uno de sus antecedentes en la transformación del pensamiento y práctica política de los partidos y sus representantes. Bien valdría la pena analizar en detalle, por ejemplo, el derrotero de Perú Libre y de Juntos por el Perú, que se reclaman de izquierda; y de Renovación Popular, identificada con la derecha. Ese cambio, se expresaría en la autonomización de sus representantes, es decir, en ellos primarían sus intereses particulares y, por lo tanto, actúan en correspondencia con los mismos; y en la desafección política de la ciudadanía.

Antes, los partidos políticos agregaban intereses, demandas, de sectores sociales distintos como resultado de su trabajo político, las convertían en ideas y proyectos y convocaban adhesiones. Y, por lo tanto, esos sectores se sentían así representados. Ahora, ¿cuántos partidos políticos lo hacen? Es difícil saberlo, pero como bien anotaba Juan Carlos Tafur, quien lo viene haciendo de manera sistemática es Antauro Humala. Sin trabajo político no es posible agregar intereses y, por lo tanto, se multiplican los reclamos y se diluye la acción e impacto de aquellos sectores movilizados en pro de su bienestar.

Recuperar la centralidad de lo política es un desafío que nos convoca a todos los ciudadanos. Hacerla desde la sociedad civil o desde los partidos polìticos. De lo contrario, la mesa estará servida para todos aquellos que aspiran a ocupar cargos de elección popular no para servir a la ciudadanía sino para servirse de los mismos en consonancia con sus intereses particulares.

En ese contexto, llama la atención que el líder del tercer intento de conseguir la vacancia del presidente, el congresista Edward Málaga considere que “manifestaciones directas de la inmoralidad del presidente”, como el plagio académico de su tesis de maestría o el falso apoyo a las niñas y niños con cáncer, sean justificación sobrada para cesar al presidente. De ser así, si aplicamos el mismo principio al parlamento peruano, es tal la cantidad de intereses personales y corruptos que se manifiestan en sus proyectos de leyes que su pedido debiera exigir en primer lugar el cierre del Congreso.

Por cierto, también es inmoral la provocación de incertidumbre que nos producen los congresistas desde hace seis años atrás, al reducirnos los gobiernos a ciclos anuales, al fragmentar y terminar de hundir los pocos partidos políticos que nos quedaban y tenernos de elección en elección llenas de mentiras y falsas consignas. Qué hace falta para que reconozcan que el Congreso tiene mayor desaprobación que la presidencia que se quieren tirar abajo. Ya es tiempo entender que el país, para reconstruirse, necesita estabilidad, no congresistas que se queden a dormir para fingir que son ellos las víctimas del mal.

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Ojalá se consigan hoy los 87 votos necesarios para librarnos de esta lacra gubernativa que se ha instalado en Palacio. Que se produzca la sucesión constitucional y, como bien ha dicho Jorge Nieto, se constituya un gabinete de salvación nacional, bajo la conducción de Dina Boluarte, y se proceda, en el más corto tiempo posible, a una reforma constitucional que nos lleve al adelanto de elecciones generales, y que sea el pueblo, con su voto en las urnas, el que termine de limpiar la mugre y volver a empezar.

Es el único camino posible para salir del estado de calamidad al que Castillo va a conducir el país en años venideros críticos en materia internacional, que con un régimen dedicado tan solo a robar de donde se pueda, sin ninguna política pública en mente, arruinará al país, política, económica, social y, sobre todo, moralmente.

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¿Lo hará el gobierno? ¿Estaría dispuesto a ello? Por supuesto que no. Está en el ADN palaciego el modo de gobernar que ha desplegado desde el 28 de julio del 2021. No va a cambiar si no es para peor. No hay, en consecuencia, nada que dialogar. No tiene sentido y desgastaría una formalidad política que en circunstancias reales de compromiso democrático puede ayudar a salir de una situación de entrampamiento.

Pero aquí la responsabilidad principal de la crisis recae en el Ejecutivo, no en el Congreso. Por el contrario, si éste peca de algo es de obsecuencia, no de obstruccionismo. Es la oposición ideal para un gobierno mediocre y corrupto como el de Castillo. De un diálogo en las alturas entre ambos poderes no va a salir nada bueno mientras el Ejecutivo no corrija sus entuertos.

¿Quién es un voluntario?

Es una persona, de cualquier edad, que está comprometido con el otro, piensa en los demás, sale de sí mismo. Ser voluntario es una forma de ser, de  estar en el mundo, un estilo de vivir. Es comprometerse con un trabajo, manual o intelectual, sin esperar una remuneración monetaria. Es contribuir al bien común e individual y, por tanto, al fortalecimiento social y comunitario.

¿Por qué es importante?

En palabras de San Juan Pablo II sobre la importancia del voluntariado: “Constituye un factor peculiar de humanización: gracias a las diversas formas de solidaridad y servicio que promueve y concreta, hace que la sociedad esté más atenta a la dignidad del hombre y a sus múltiples expectativas. A través de la actividad que lleva a cabo, el voluntariado llega a experimentar que la criatura humana sólo se realiza plenamente a sí misma si ama y se entrega a los demás”.

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Entonces, ante lo nuevo en política que no termina cuajar, ni de ser consistente en el tiempo (léase liderazgo y organización), y ante un gobierno mediocre como el de Castillo (que en su momento significó novedad), lo ya existente–con experiencia político- puede tomar protagonismo. Tengamos en cuenta algo: en un sistema frágil, la habilidad política cobra protagonismo.

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Lo normal sería que en el Perú la segunda vuelta la definan un candidato de derecha versus uno de centro, o sea entre dos candidatos de derecha, con porcentajes de votación altos en primera vuelta, y que la izquierda (dividida, probablemente entre Antauro Humala, Verónika Mendoza, Guido Bellido y Richard Arce –el único moderno del tándem-), quede en cuarto o quinto lugar. Pero la irresponsable fragmentación del centro y la derecha, sumada a su honda inacción política, seguramente harán que el 2026 se vuelva a repetir lo ocurrido el 2021. Y no habrá razones entonces para la sorpresa o la lamentación.

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“Tiene hambre de conocerte”, me dice otro chico, estudiante de artes escénicas. “No lo consumo en forma de esos videitos en los que alguien baila y hace fonomímica, no, eso no me interesa”. Se refiere a una plataforma inmensamente popular entre los menores de 24. “Me conoce, sabe lo que me puede gustar, sabe todo de mí y eso me encanta, no para de mostrarme partes de series y películas, mira”, me muestra un pedacito de Los locos Adams y luego de Los pájaros, ambas en blanco y negro, como para que no haya duda de que, independientemente de la tecnología, él sabe lo que es cultura en serio.

“Lo único que hago”, prosigue, emocionado, “es traducir mi placer, mi interés, mi aprobación con mi dedo y ya, en todo este tiempo se ha ido desarrollando una copia artificial de mi cerebro, una copia de mí, cada vez más igual a mí”, da fin a la descripción de su compañero más preciado, no el único, de ninguna manera —es pasablemente sociable y está en un lugar en el que la presencialidad ya no tiene sabor de regreso reciente sino de realidad consolidada—, pero sí, al parecer, el más confiable y, sobre todo, el más predecible.

Son los integrantes de esa generación de la última letra del abecedario, los que no vivieron la emoción del ingreso en un nuevo siglo y milenio, que abrieron los ojos en un mundo con menos ilusiones y se hicieron adultos encerrados protegiendo a sus padres y abuelos de la muerte, los que deben aprender una socialización que combina la fascinación por los espejos con el miedo a la compañía. No la tienen fácil.

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Esta semana, justamente, se realizó en la Universidad Complutense de Madrid el gran Encuentro Internacional «El mismo viento respiramos: el tinkuy andino en la herencia de José María Arguedas», un congreso donde se reunieron algunos de los mejores estudiosos de Arguedas y de la literatura quechua en general. Nombres como los de Martin Lienhard, José Carlos Vilcapoma, Julio Noriega, Juan Zevallos, Christian Fernández, José Antonio Mazzotti, Luis Andrade, Giovanna Pollarolo y muchos más dieron cuenta de múltiples aspectos de la obra de Arguedas. De paso, se estudió su obra poética y se presentó la nueva novela de nuestro narrador trujillano Eduardo González Viaña, titulada Kachkanirajmi, Arguedas, que recoge la expresión tan elocuente en quechua, que significa «a pesar de todo, sigo existiendo, sigo resistiendo». Se trata de una novela muy interesante que recrea la vida de Arguedas a través de la presencia de los zorros andinos que el mismo Arguedas actualizó en su última novela.

«Tinkuy» es una palabra que significa «encuentro», pero que puede incluir también un evento conflictivo, en busca de una resolución. Es uno de los grandes conceptos que gobiernan la organización de la vida y las comunidades andinas. La iniciativa del «tinkuy» de Madrid se la debemos a los jóvenes investigadores Francesca Federico, Giovanna Arias Carbone y Juan Manuel Díaz Ayuga, interesados en la cultura peruana y en la difusión de nuestra literatura en España.

Gracias a ellos y otros intelectuales que aman el Perú es que nuestro riquísimo legado cultural se mantiene vigente como un punto de referencia insoslayable en el panorama académico internacional.

Arguedas sigue viviendo. Después de 53 años de su muerte, su propuesta de modernidad alternativa parece ser el único camino viable para nuestra supervivencia. Hay que seguir leyéndolo e investigándolo. Ese es el mejor homenaje que podemos hacerle.

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