Opinión

Lo primero que uno aprende cuando empieza a ver temas de marketing y negocios es el tema de la marca. Es aquello que le da sentido a las proposiciones que se hacen a los consumidores, lo que marca una hoja de ruta en esa relación de intercambio. Yo recibo un producto o servicio con determinadas características tangibles o intangibles; y a cambio entrego un bien de intercambio, dinero, lealtad, audiencia, etc. Ese intercambio es la base de la lógica en la que nos movemos todos los días. Dar y recibir.

Los medios de comunicación masiva tienen una dinámica más compleja para entender este intercambio. Su oferta es múltiple, no es un solo “producto”, está muy sujeta a intermediarios (los líderes de opinión y conductores que transmiten a partir de su señal), y en el caso de aquellos de señal abierta, son gratuitos, con lo que su modelo de negocio se ajusta a la audiencia que mantienen. Su público, entonces, no paga por ellos, pero les da preferencia sobre otras señales similares. Eso hace que se pueda captar publicidad, pues los productos quisieran estar allí donde los ven, y así lograr pagar las facturas y generar ganancias.

Pero también, en esta simbiosis meramente comercial, el factor marca entra a tallar. La marca es ese conjunto de significados asociados a símbolos específicos, que resume la apreciación -de manera cognitiva y emocional- y que genera una respuesta de parte de quien está expuesta a ella. Ejemplos, en el mundo del consumo hay muchos. Una Coca Cola sin duda, y sin necesidad de tomarla, le refiere al lector algunas cosas que ya tiene grabadas, diferentes a la inca Kola o a Pepsi. Gloria, Apple, Adidas, todas conjuntos de significados únicos que hacen que las prefiramos o rechacemos, en algunos casos de manera rotunda.

La marca es el espacio de mayor cuidado que existe en el mundo del consumo. Otra vez, es la clase 01 en el curso de marketing. Sin marca no hay relación. Sin relación no hay negocio. Se debe entonces intentar cuidar siempre el “territorio” de la marca, el espacio donde la marca se mueve con claridad y resulta natural que ande allí. Pero además de ese territorio, la competitividad en él para demostrar que se es mejor y que hay un mejor beneficio para el consumidor.

Pero la marca no solo piensa en el consumidor, he ahí uno de los principales errores que se cometen al pensar en ellas. Las marcas también deben proponer lo que sus creadores y sus proponentes son y quieren demostrar. Si no, se genera incongruencia entre la propuesta de la marca y su público, que es uno de los problemas más complicados de combatir. Además, se debe de tener en cuenta que las marcas se sitúan en un espacio y un contexto específico.

Observemos el caso de Chick-fill-A, la cadena de restaurantes de pollo frito de EE. UU. que ha mantenido un discurso homofóbico permanente. Sus dueños, extremistas conservadores religiosos, se han expresado permanentemente contra la apertura hacia la población LGTBIQ. SI bien es cierto esto ha retrasado -por ahora- sus planes de internacionalización, en su país tienen más de 2,300 locales y han sobrevivido a ataques de grupos progresistas y demócratas. ¿Por qué? Por la preferencia que mantienen en grupos conservadores y republicanos. Sarah Palin, por ejemplo, es una figura que ha manifestado abiertamente su simpatía por esta cadena, no solo por su producto -pollo frito- sino también por los valores que sostienen y lo que representan.

En los medios de comunicación las figuras son más complejas como señalamos, pero no por ello la marca deja de tener sentido o importancia. Un caso relevante es Willax TV. Podríamos considerar horas de charla sobre sus contenidos y su apuesta por una información sesgada, deliberadamente falsa y con conductores-agitadores. Pero excluyendo la falsedad deliberada, Willax podría ser un canal de derechas coherente, que se orienta a un público que va encontrando en su prime time los contenidos que no han tenido antes y que hoy sí tienen. Es un esfuerzo orientado, coherente, que poco a poco ha ido cosechando una identidad de marca única. Nos guste o no, Willax hoy es una marca sólida y propositiva. Es dinámica y transmite valores. Lo que es importante para entender su crecimiento progresivo en la preferencia

Resulta lógico entonces pensar que a mejor contenido, o al contenido que mejor hace fit con las expectativas y necesidades de las personas, la audiencia va a responder adecuadamente y la marca va a tener un respaldo, generando solidez y consistencia e involucramiento con su público.

Por ello nos resulta extraño comprender lo que va pasando con una marca emblema que hoy por hoy ha sufrido cambios en su percepción a partir de manejos extraños en su línea informativa. Así es, América TV. No haremos una historia de lo que ha significado el giro de 180 grados que -en su línea informativa- este canal ha sufrido a raíz de las últimas elecciones. Su apoyo incondicional y bastante poco enmascarado a la candidatura de Keiko Fujimori, pasando por cambios en la dirección informativa y la inclusión de periodistas cuestionados por la línea que representan, han puesto de manifiesto la intención de apoyo informativo a una sola corriente, jugando el prestigio de la marca completa sin que haya razones aparentes para entenderlo así.

Si desde el canal consideran que el giro informativo es acorde a los valores que la marca tiene y ha construido a lo lago de los últimos años y la convirtió en la señal líder, solo demostraría una miopía mayúscula muy poco creíble.

Por lo tanto nos queda pensar en una alternativa razonada, pensada, una apuesta política (que además todos los trascendidos de periodistas que han abandonado la casa en estos días confirmaría), que más allá de válida o no, arriesgaría el valor y significado de la marca. Es poner en riesgo el intangible, es tirar por la ventana algo que tomará años reconstruir, si es que se logra en algún momento.

Sin duda que hay algo más que una estrategia comercial o informativa en este giro que América está tomando. Pero los riesgos de ello pueden ser incalculables. Amenazar la marca, lo único que realmente puede generar largo plazo por una apuesta política que para la mayoría de la población no es legítima, es contradecir los propios valores y generar resistencia en la audiencia. Algo así debería ser producto de una estrategia bien pensada. Como se presenta es más como una alternativa de supervivencia que algún elemento razonable.

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América TV, marketing

Este martes 6 de julio celebramos el Día de los Maestros en recuerdo de la Escuela Normal de Varones creada esa fecha de 1822 por el Libertador José de San Martín. Fue un día clarividente por parte del “Santo de la Espada”, pues entendió claramente que un nuevo país no podía fundarse sin sólidas bases culturales y sin conciencia de los valores que sostienen la verdadera independencia. Formar maestros es formar ciudadanos, pues los primeros transmitirán a los segundos los principios de la cultura y esto asegurará la continuidad del país como tal, su identidad y la defensa de sus derechos.

Fue el general Odría quien oficializó el feriado en 1953 y desde entonces los maestros y maestras nos congratulamos de nuestro sacrificado evangelio profesional: educar, por encima de todas las cosas.

Sin embargo, sabemos que la profesión docente es una de las peor pagadas en el Perú y que la infraestructura y los programas escolares han decaído dramáticamente en estos treinta años de economía neoliberal. En cifras del Banco Mundial, el Perú invierte apenas un 3,9% de su PBI en el sector de Educación, mientras que otros países latinoamericanos como Cuba (12,8%), Costa Rica (7,4%), Bolivia (7,3%), Venezuela (6,9%), Brasil (6,2%), Argentina (5,5%) y Chile (5,4%) nos superan, en algunos casos ampliamente. Con nuestro paupérrimo 3,9% apenas estamos por encima de El Salvador (3,8%) Paraguay (3,4%), Guatemala (2,8%) y Haití (2,4%).

La educación es la base de la libertad, pues un pueblo con conciencia de sus derechos y de su tradición, así como de sus problemas sociales, se orientará hacia la solución de esos problemas y podrá salir poco a poco de la pobreza y el subdesarrollo.

He sido maestra escolar y universitaria por todos estos años y he podido comprobar el bajón que los alumnos peruanos han sufrido ante el debilitamiento de materias esenciales y sobre todo de motivación. Nuestros niños y adolescentes son los más afectados y eso solo significa que las futuras generaciones estarán menos equipadas que antes para enfrentarse informada y creativamente a las crisis que se les avecinan.

A eso se suma un descontrol descarado de los medios impresos y audiovisuales (sobre todo la televisión) por exaltar la chabacanería, el sexismo y el racismo, lo que en nada contribuye a la construcción de una ciudadanía igualitaria y respetuosa de las diferencias que son propias de un país tan heterogéneo como el nuestro.

Nuestro colonialismo interno solo se acrecienta con el debilitamiento de nuestra educación. Ojalá que el nuevo gobierno que asume el mando este 28 de julio mantenga sus promesas de mejorar sustancialmente nuestro sistema educativo, convirtiéndolo en un derecho fundamental y no es un simple servicio, como ha sido hasta ahora.

Palabra de maestra.

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Día de los Maestros

Si Pedro Castillo insiste en la fórmula anticonstitucional de impulsar una Asamblea Constituyente por fuera de las instancias congresales, va camino seguro a que el propio Parlamento lo someta a un proceso de vacancia y termine saliendo del poder antes de lo previsto.

No vivimos un momento constituyente. La tragedia de la pandemia no lo crea. Es más, la robustez del modelo económico cuyo cambio se ha vuelto letanía en la izquierda anacrónica del Perú, nos está permitiendo niveles de recuperación asombrosos, que nos apartan de la atmósfera de precariedad que se confundió en la campaña con una supuesta narrativa popular antiestablishment mayoritaria.

Castillo ha resistido el embate golpista de la ultraderecha nativa no sólo por la solidez de las instituciones democráticas sino porque, tácitamente, sin que él lo pida ni lo movilice, ha logrado el respaldo de un amplio sector del centro y de la derecha liberales que no se han tragado las piedras de molino golpistas.

Ese sector lo perderá, en las calles y en el Congreso, si no es capaz de darse cuenta que su renuncia a la Asamblea Constituyente no implica el camino de la traición de Ollanta Humala, tan traumático y omnipresente en la lógica política de la izquierda.

Castillo solo tiene 42 votos en el Congreso. Jamás generará el consenso suficiente para tentar la aprobación de una reforma constituyente ni siquiera en la fórmula intermedia de conseguir 66 votos y luego una convocatoria a referéndum.

Y con ese número de congresistas no está protegido de la vacancia. La oposición es mayoritaria (aun cuando la torpeza inconmensurable de López Aliaga ya llevó a que la derecha pierda los estratégicos 44 votos que le daban capacidad de veto a cualquier reforma constitucional, elección de magistrados del TC o de directores del BCR).

Así como fue necesario que Humala tuviese a un Luis Miguel Castilla en su entorno, que le hizo entender la desgracia que hubiera supuesto el plan de la Gran Transformación, Pedro Castillo necesitaría un asesor constitucional o político que le haga ver que la tozudez de plantear un camino constituyente extralegal es un suicidio y que le puede costar el recorte de su mandato a los pocos meses de haber llegado al poder.

Los estudios acerca de la Guerra del Pacífico se han reinventado, desde que a finales de la década milenio los estudiosos de Perú y Chile comenzaron a encontrarse cotidianamente en congresos binacionales o internacionales, a conocerse, trabar amistad, intercambiar experiencias y emprender proyectos conjuntos. Al respecto, un libro pionero fue Chile-Perú, Perú-Chile de los historiadores Eduardo Cavieres y Cristóbal Aljovín, quienes, en 2005, reunieron al menos siete parejas de académicos binacionales para escribir sobre diferentes temas de la relación entre nuestros dos países, sin centrarse necesariamente en el conflicto bélico.

Respecto de este último, los nuevos estudios ampliaron prontamente el campo tradicional de las batallas y héroes épicos sobre el que se erigieron nuestros nacionalismos, y comenzaron a buscarle otros nichos y horizontes a la temática. Fue así como Carmen Mc Evoy, en dos estudios señeros, Armas de persuasión masiva (2010) y Guerreros civilizadores (2011) estudió las pompas fúnebres con las que Chile se conmemoraba y dolía de sus muertos de la guerra, que traían sus navíos provenientes del Perú, y construyó una identidad nacional alrededor de ellos; así como indagó, in extenso, la expansión de la administración burocrática del Estado chileno conforme ocupaba territorios enemigos, y el esfuerzo de organización que dicha expansión significó para aquel.

La guerra, cada vez más, abrió múltiples posibilidades al estudio de episodios antes desconocidos o ignorados. Al respecto, en 2018 Germán Morong y Patricio Ibarra, de la Universidad Bernardo O´Higgins, publicaron la compilación binacional, titulada Relecturas de la Guerra del Pacífico, avances y perspectivas en la que nueve autores de ambos países trataron temas tan diversos como el rol de la Iglesia y de la prensa para formar un compromiso ciudadano en favor de la causa patriota (Mauricio Rubilar), la vida cotidiana en Lima durante la ocupación y la administración de causas judiciales comunes por parte de la administración chilena (José Chaupis),  El Presbítero Juan Vitaliano Berroa frente a la chilenización de Tacna y Arica  (Ricardo Cubas), entre otros.

Los encuentros, estudios y publicaciones con estas características se han multiplicado y expresan el interés de los especialistas de ambos países por “ir a la guerra más allá de la guerra”, y encontrar, dentro de la desgracia que la acompaña, cómo puede inclusive florecer el amor, como se aprecia en varios estudios sobre matrimonios binacionales, ocurridos mientras se desarrollaba el conflicto. De esta manera, hemos logrado sacar a la guerra de la que ha sido por más de cien años su zona de confort -las batallas, las epopeyas y los héroes épicos- y llevarla a un terreno más mundano, social y cotidiano, en el cual se descubren la infinidad de facetas que una guerra saca a la luz al tensionar, al extremo, a una o varias comunidades.

La guerra como impacto en el presente: el compromiso del historiador

Sin embargo, hay un aspecto en el que los especialistas en la Guerra del Pacífico no hemos decidido entrar de lleno, como si un tabú se erigiese sobre nosotros y prefiriésemos hablarlo apenas en voz baja, en las recepciones después de los congresos, pero que no conceptuamos ni colocamos sobre la mesa como un aspecto vital que atañe el quehacer del historiador: los efectos de la guerra en el presente y que nos llevan, casi necesariamente, a la dimensión del imaginario y de la percepción. El imaginario de la Guerra del Pacífico, y la percepción de peruanos sobre chilenos y viceversa, solo puede llevarnos a la conclusión de que hasta hoy están ampliamente difundidos sentimientos y emociones que, como diría Tzvetan Todorov, no han logrado aún ubicarse en la periferia de nuestro pasado y se manifiestan de muy distintas maneras. Una de ellas es la escuela, en donde, en líneas generales, los docentes de la educación secundaria siguen induciendo a sus estudiantes, o al excesivo orgullo por una parte, o al excesivo rencor por la otra.

Ciertamente, sí hay trabajos que han comenzado a abordar esta problemática, desde diferentes flancos, aunque todavía de manera indirecta: un ejemplo es la bella compilación de Eduardo Cavieres La Historia y la escuela: Integración en la triple frontera: Bolivia, Chile y el Perú, (2016) y cuyo segundo capítulo lleva un título muy sugerente: ¿Qué hacemos con la historia? La historia en la sala de clases. A propósito del fallo de la Haya.

Poco antes, en 2014, publiqué junto con Sergio González Las Historias que nos unen, que marcó un hito, pues buscó resaltar episodios positivos de la relación binacional, precisamente cuando nuestros países litigaban en la Haya por el mar; la idea era mostrar a nuestros pueblos que no todo nuestro pasado se limitaba a una guerra. Al respecto, me es grato anunciar que, en la misma línea, Sergio González acaba de publicar la compilación “Personajes de Integración y Palabras de Amistad entre el Perú y Chile” (2021), la que espero pronto poder comentar con más detenimiento.

Sin embargo, aunque estos esfuerzos implican acercarnos un paso más a la problemática que nos inquieta, no alcanzan a abordarla en su totalidad: esto es, a poner sobre la mesa el dolor que generó en nuestras sociedades la guerra, naturalmente mayor en aquella que sufrió años de ocupación militar. Las secuelas que ha dejado este evento traumático son notorias y los especialistas en la materia debemos adoptar como propia esta problemática y actuar sobre ella para atenuar sus efectos, los que han logrado conectarse con el tiempo presente y que denominamos de diferentes maneras: “desconfianza mutua”, “rivalidad” etc.

Esta inquietud me llevó a estudiar el origen de los discursos e imaginarios que genera la referida desconfianza por lo que me avoqué a escudriñar los elementos metatextuales de las narrativas tanto de la historiografía tradicional, como de los manuales escolares. En este punto es fundamental mencionar las obras de Gabriel Cid, Nación y Nacionalismo en Chile (2009) y La Guerra Contra La Confederación (2011), cuyo enfoque teórico, en ambos casos, es consulta obligada para el estudio de las discursos y elementos simbólicos con los que se construyeron las patrias decimonónicas.

De estas lucubraciones aparecieron mis volúmenes “Lo que dicen de nosotros” (2010) y “Lo que decimos de ellos” (2019), este último en compañía de José Chaupis. Mi intención, en ambas, fue mostrar el origen del problema que nos avoca: discursos básicamente nacionalistas que se reproducen una y otra vez, de generación en generación, y que tienden a presentar al otro (el vecino) como distinto y rival, cuando no como abiertamente hostil, tanto en la escuela, como en la historiografía tradicional, y alguna otra que todavía se produce y difunde.

Seguidamente, pensé que los historiadores también teníamos que aportar con las soluciones al problema social que nuestro campo de estudio genera en la colectividad, por lo que me dediqué a la investigación de las políticas de la reconciliación internacionales que se han aplicado entre diferentes países que deben administrar el dolor de una guerra pasada, y comencé a idear posibles propuestas para nuestro caso específico como en Conflicto y Reconciliación (2014). A ello se le suman otros ejes teóricos con los que es posible abordar la Guerra del Pacífico, como la sugerente corriente que estudia la resignificación del pasado y que nos inspiró el artículo Conocer, compartir, resignificar. Apuntes para una reconciliación peruano-chilena desde la escuela (2020). No es casual que franceses y alemanes cuenten con un memorial binacional de la Gran Guerra y que, en 2018, al advenirse su centenario, Emmanuel Macron y Angela Merkel se hayan abrazado en el “Vagón del Armisticio”. En otras palabras, franceses y alemanes han modificado la significación de este evento doloroso, al punto de conmemorarlo conjuntamente.

Si no se ha comenzado a trabajar a conciencia estos aspectos, y si nuestros estados, hasta ahora, no se comprometen a desarrollar una política de la reconciliación respecto de la Guerra del Pacífico, adecuada a nuestras propias circunstancias, es porque los historiadores no hemos terminado de comprender que debemos colocar el tema sobre la mesa, más allá de los significativos pasos que hemos dado juntos las últimas dos décadas. En esa medida, debido a nuestra propia omisión, seguimos aplazando por tiempo indefinido la solución a un problema que forma parte de la Guerra del Pacífico, tanto como las batallas de Tarapacá, Arica o Huamachuco.

Mucho que pensar entonces, lo primero es el rol del historiador para con su objeto de estudio y la sociedad en la que deposita su trabajo, y la segunda reconocer la Guerra del Pacífico no solo como campo de estudio sino como problemática presente. El reconocimiento de dicha problemática por parte de los historiadores es paso previo para que nuestros respectivos estados implementen las políticas necesarias para resolverla. No queremos más egresados de la escuela secundaria que vean al vecino como a un rival que habrá de serlo siempre. Los historiadores e historiadoras tenemos la palabra.

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Guerra del Pacífico, Historia

El encierro se impuso como un periodo de reflexión en torno a la sociedad en la que vivimos y una de las interrogantes ha sido preguntarnos sobre los espacios que nos separan y nos hacen un individuo, y sobre los que nos unen y nos hacen un colectivo. Estos espacios en donde la estética le suma sensibilidad a la interacción ciudadana aportan al diálogo abierto y al fortalecimiento de la memoria histórica.

El cine desde sus inicios, con la creación del cinematógrafo por los hermanos Lumière en 1895, se impuso como un medio popular. Los primeros ensayos de rodaje retrataban desde el fin de una jornada laboral, la corrupción política, la prostitución, las condiciones de vida de obreros e inmigrantes hasta la defensa del pueblo frente al poder. Como suele ocurrir, los gobiernos consideraron al cine como una amenaza frente a los valores tradicionales y planteamientos ideológicos de la sociedad de principios del siglo XX. Es así como en 1898 la famosa escena de tan solo 18 segundos de Edison, “El beso”, fue censurada por la Iglesia Católica.

A pesar de las regulaciones en los contenidos cinematográficos a lo largo de la historia, el rol del “espectador” ha resistido, permitiendo que el cine abra puertas que otros ni siquiera han podido tocar. Un ejemplo claro de que las convicciones políticas cobran vida es “El Gran Dictador” de Charles Chaplin (1940); una sátira política por donde se vea. Por otro lado, el cine también empieza a manifestarse como una experiencia sensorial, permitiendo que el espectador sea capaz de interrumpir su vida de la forma más placentera y transformadora. El mejor ejemplo es “La Vida es Bella”, un clásico de 1997, dirigida por Roberto Benigni, que se convirtió en un manual sobre cómo superar obstáculos insuperables.

Ver una película es someterse a nuevas ideas, pero también entregarse a la risa, al miedo, a la nostalgia y a la esperanza. No hay que saber de cine para sentir la sensación de lo inesperado cuando se apagan las luces de la sala, no hay que ser músico para emocionarse con una banda sonora entrañable, no hay que estudiar para convertirse en espectador. Esta experiencia irrepetible de ir al cine, se ganó un lugar en la sociedad y está en peligro de extinción.

Los servicios de streaming son una especie de escape a las responsabilidades que evade los problemas cotidianos, pero el cine es más que eso. Cuando se vuelve de la sala de cine a la realidad, el vínculo no se rompe, porque quisiéramos que la experiencia continúe. Existe una relación de convivencia más que un escapismo, una donde se reaviva el amor. Hoy, donde hay indicios de que se aproxima la transición a una especie de vuelta a la normalidad, es el momento indicado para re imaginar la sala de cine desde su colectividad, como un lugar para conversar y redescubrir.

Por tercera vez, volví a ver “Cinema Paradiso” para escribir este artículo. Y es que sería hermoso imaginar una reapertura de las salas de cine, que se encuentran cerradas en Perú hace 15 meses, con el reestreno de películas clásicas como esta, un homenaje al séptimo arte que después de 30 años consigue emocionar a quien la vea. Una película inmortal dirigida por Guiseppe Tornatore en la que dos vidas paralelas, la de Totó que apenas comienza y la de Alfredo atrapada y olvidada en un cuarto de proyección de película, vencen al destino del cine como enfermedad terminal gracias a su amor incondicional por este. Destino que se veía amenazado por la extinción de las salas de proyección, hecho similar al de nuestros tiempos, y por la llegada de los videos hogareños. Cuando se escucha la banda sonora de Ennio Morricone es inevitable no sentir que lo que vemos en la pantalla, a pesar de las diferencias en el tiempo, se parece a nuestra vida: el cómo se reivindica el espacio para la nostalgia, la añoranza de la infancia, el no rendirse ante les vicisitudes de la vida, el saber que se puede aprender de los errores y reanudar el camino. Cine sobre cine, es eso, un cine sincero, simple, atemporal y de pura emoción, pues les advierto es muy fácil llorar hacia el final de esta película.

La reapertura de las salas de cine debería reivindicar su papel transformador y su voz de opinión. Además, estos planes tienen que venir de la mano de la creación de más espacios de fomento y difusión del cine peruano que promuevan la reconstrucción de nuestra identidad como un pueblo que busca la democracia y menos polarización. Es tiempo de promover también planes de apertura de nuevas escuelas de cine a nivel nacional, como también planes de financiamiento adecuados por parte del Estado y entidades privadas, revisión de los estímulos económicos existentes para la actividad cinematográfica y audiovisual y hasta analizar la posible inserción de cátedras de cine en los colegios, hoy que el “storytelling” juega un rol muy importante en la construcción de nuestra historia.

El cine tiene su lugar en la sociedad, no lo dejemos morir y devolvámosle su paraíso.

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Cine, Cuarentena

Si Castillo quiere tirar por la borda el superciclo en los precios de las materias primas y abortar el intento de su equipo económico de lograr un incremento sustantivo en la recaudación tributaria para permitir que se reconstruya el Estado en materias básicas como salud, educación e infraestructura, solo tiene que insistir en el descaminado intento de convocar a una Asamblea Constituyente.

Sea cual sea la forma que busque para lograr semejante propósito, que solo parece obedecer a una promesa descartable de campaña (lo prioritario es otro), generará un estado de zozobra e incertidumbre no solo en los agentes económicos grandes sino en todo el aparato social y productivo.

Las encuestas reflejan que la inmensa mayoría del país no está de acuerdo con una reforma total de la Constitución, Castillo además no tiene los votos en el Congreso suficientes para lograr su cometido. La única manera de llevarlo a cabo pasa por generar un movimiento de masas que atarante al Parlamento, uno, o por llevar al extremo de la cuestión de confianza su pedido de reforma y así lograr disolver el Congreso, generando en ambos casos una crisis política mayúscula que en tanto no culmine (por lo menos dos años), mantendrá al país paralizado y en ascuas.

Ojalá todo no pase de un intento político de mantener una promesa de campaña, que al ser descartada por el Congreso, lleve a Castillo a decirle al pueblo que lo intentó, pero que no pudo realizarla. Y sanseacabó, que allí quede la cosa, y se dedique a gobernar, a desplegar su plan económico y a tratar de reformar un Estado capaz, por sí solo, por su ineficacia, de sabotear cualquier intento de efectuar cambios sociales y económicos.

Que no se convierta el pedido maximalista de una Asamblea Constituyente en un pretexto para que Castillo, siguiendo el modelo de Vizcarra, se dedique a tensar políticamente las cuerdas con fuegos artificiales y así disimular lo que hasta el momento todo augura será una gestión mediocre (salvo lo de Francke, no hay nada más en concreto en ninguna materia gubernativa por parte del entorno de Castillo y ya estamos a pocos días de la transmisión de mando).

La Constituyente es una pésima idea. Ojalá Castillo tenga el valor de decirle al pueblo que votó por él que no va, que será necesaria otra coyuntura política para llevarla a cabo, y que se dedique los años que le toquen al mando de la Nación a gobernar con sensatez y templanza.

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Asamblea Constituyente, Pedro Castillo

Durante las últimas semanas, en que —debido al proceso electoral— el Perú ha vivido en carne propia una polarización inédita en nuestra historia republicana, ha sido evidente el apoyo que le ha dado a la candidatura de Keiko Fujimori —incluso asumiendo casi como dogma de fe la quimera del fraude— un grupo conformado por burgueses limeños de los sectores socio-económicos A y B, a los que designaré como la élite pituca, y que tiene en el Club de Regatas Lima uno de sus focos de concentración poblacional. Y esto no quiere decir que todos los socios del Regatas presenten las características de esta élite racista y clasista, pero mi descripción, basada en mi propia experiencia y por ende subjetiva, se aplica de manera general al fenómeno como tal.

Mi padre llegó a ser socio vitalicio del Club Regatas y yo pasé mi infancia y mi adolescencia en el club. Guardo buenos recuerdos de esos años, que para mí estuvieron llenos del espíritu aventurero de la infancia que aprende a conocer el mundo. Allí me sentía seguro, pero también con la libertad de ir adonde quisiera sin experimentar la continua tutela y vigilancia de mis padres, quienes podían despreocuparse sabiendo que, sea donde sea que estuviera, siempre me hallaría en algún lugar dentro de la burbuja que es el club, ya sea retozando en la playa, desafiando las olas en el mar o practicando deporte con algún amigo.

Crecí en ese mundo, creyendo, dentro de las limitaciones de mi perspectiva infantil, que ese estilo de vida era lo más normal y corriente en el Perú. De manera similar a como mi vida se desarrollaba entre Miraflores —donde vivía mi familia— y San Isidro, y ocasionalmente Monterrico y La Molina, siendo que los distritos que estaban más allá de esos límites constituían un mundo aparte, remoto, lejano y hasta peligroso. Ir al centro de Lima era como visitar otro país.

Pero poco a poco, a medida que iba entrando en la adolescencia, varias sombras se me fueron haciendo evidentes en ese país de las maravillas que era el Regatas. Pues en el club no sólo se admitía socios con determinado perfil —y con una billetera abultada para poder pagar la cuota de ingreso, que actualmente asciende por lo menos a 500 cuotas ordinarias mensuales a ser desembolsadas de golpe—, sino también se excluía —por lo menos simbólicamente— a los peruanos con un perfil mayoritario en la población. Desde el muelle de la primera playa del club, que se extendía en el mar como prolongación de un muro que marcaba los límites de su territorio, podíamos ver a los bañistas de la populosa playa vecina Pescadores, a los que considerábamos como parte del pueblo ignorante y mal educado, gente de otro nivel que no conocía las normas de higiene y era proclive a la delincuencia. En nuestro inocente mundo infantil, que no era otra cosa que un reflejo sin culpa del universo de los adultos, cualquier cholo de esa playa que intentara colarse en el club a través del mar constituía un peligro, del cual nos protegían los trabajadores de seguridad, también cholos ellos, pero que eran vistos de distinta manera porque estaban al servicio de la élite que pululaba en las instalaciones del club.

En ese microcosmos del Club Regatas, que no era sino una muestra de una élite mas amplia que habita los distritos residenciales acomodados de Lima y nunca ha sido el reflejo de un Perú multirracial, multicultural, con iguales oportunidades para todos, sin racismo, sin misoginia en las jerarquías de mando —pues el consejo directivo del club está integrado exclusivamente por especímenes del género masculino—, lo más importante era mantener a toda costa la imagen institucional de una asociación de gente bien y decente, lo cual se ha plasmado en la renuencia que han mostrado sus autoridades a lo largo del tiempo para actuar decididamente en caso de comisión de un delito dentro del club. Como lo demuestra recientemente la agresión que sufrió Piero Corvetto, jefe de la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE), el 26 de junio pasado, en el local del Regatas en Chorrillos. El personal del club se negó a identificar al agresor y en un comunicado del 27 de junio el consejo directivo ha puesto obstáculos para la entrega de material probatorio, señalando que “el Club, a través de Junta Calificadora y de Disciplina, órgano autónomo, viene llevando a cabo las acciones correspondientes, en observancia de su competencia”. Y concluye diciendo que el Club “es una asociación civil, deportiva y cultural que cultiva el respeto mutuo entre sus asociados”. Lo cierto es que una de las acciones correspondientes hubiera sido elevar una denuncia penal contra el presunto agresor por cometer un delito dentro del recinto del club. Pero la institución, buscando salvaguardar su imagen, ha preferido en casos como éste actuar sin transparencia, omitiendo denuncia, lo cual también configuraría un delito.

Lo peor es, que si se demuestra la agresión, Corvetto podría denunciar al Club por omisión de denuncia, considerando que hubo testigos y videos que probarían el hecho. Pero en ese caso podría ser sancionado con suspensión o expulsión del club, pues en sus Estatutos se enuncia como causal de sanciones «iniciar, mantener o publicitar querella o acción judicial contra el Club, a excepción de las acciones de impugnación establecidas en el Artículo 92º del Código Civil» (Art. 61°, e).

En otras palabras, el socio pierde el derecho a denunciar al club si hay responsabilidad de éste por un abuso o delito que haya sufrido dentro de sus instalaciones. Y también el club tendría carta libre para sancionar a los socios aplicando criterios discriminatorios, pues otra de las causales de sanciones es «cometer actos reñidos contra la moral y las buenas costumbres» (Art. 61°, f). Lo cual, planteado bajo esa amplia ambigüedad, puede incluir hechos como presentarse abiertamente como homosexual, el beso de dos lesbianas en un espacio público o simplemente que una mujer ande en topless, cosas que no constituyen ninguna falta o delito en ninguna parte del territorio peruano.

A la élite pituca no le importa convivir con la corrupción con tal de mantener sus privilegios. En consecuencia, ha optado masivamente por apoyar a Keiko Fujimori y le tiene un miedo apocalíptico a un gobierno de Pedro Castillo. No me extrañaría que haya socios del Regatas que hayan estado de acuerdo con la agresión a Corvetto sólo por no haber impedido que el campesino de Chota obtenga más votos que la hija del dictador. Más aun cuando el mismo presidente del club, Jaime Cornejo Bustillo, ha manifestado que la responsabilidad de lo sucedido recaería sobre el jefe de la ONPE: «Yo he estado presente en el tema así que podría decir que casi he sido testigo de los hechos. Y para mí ha sido completamente orquestado por el señor Corvetto». Y es que Corvetto lo único que hizo fue hacer bien su trabajo, garantizando unas elecciones limpias y transparentes. Pero la transparencia y la incorruptibilidad son cosas que pasan a segundo plano cuando se trata de que la realidad se modele según los intereses arbitrarios de la pituquería limeña.

Por eso mismo, cuando en grupo de WhatsApp de antiguos compañeros de colegio del Colegio Humboldt critiqué la veneración casi fanática que algunos le prestaban a Keiko, alguien me llamó “conflictivo, acomplejado y resentido social”, calificativos que suelen aplicar los de la élite pituca a todos aquellos que hagan legítimas observaciones críticas a su clasismo y racismo inveterados. Por definición, ninguno de quienes forman parte de ese élite puede ser considerado un “resentido social”, pero sí aquellos de otros sectores sociales que no admiten su supremacía social.

El problema no lo he percibido recientemente. Ya desde hace décadas, en aquella época en que decidí unirme al Sodalicio, había una parte de mi ser que había quedado incólume a los rasgos clasistas que también había en el Sodalicio, y cuando alcancé la mayoría de edad rechacé la oportunidad que se me presentó de convertirme en socio del Regatas. No me arrepiento y me siento orgulloso de haber sido siempre un disidente de mi estrato social. O quizás un resentido social por motivos éticos y por respeto a la dignidad de todos los peruanos, sin distinción de clase, color ni condición social.

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Club de Regatas Lima, Corvetto

La semana pasada falleció, a causa del COVID-19, Guillermo Caldas Cuya, más conocido en el ámbito musical nacional como Guiller. Tenía 79 años de edad. Es un caso curioso el de Guiller, ya que de no ser por su reaparición televisiva, provocada por un programa reality en que un ciudadano común y corriente participó imitándolo, casi nadie entre el público joven y masivo -de 40 años para abajo- sabría exactamente quién era este señor hasta hace relativamente poco tiempo.

Diferente es lo que ocurre entre la gente dedicada a la farándula (tanto la de su tiempo como de la telebasura moderna), quienes sí tenían contacto con el cantante, debido a que se mantuvo siempre activo a pesar de que su estilo, extremadamente popular hace tres décadas y media, hoy es visto como un asunto anacrónico, de viejos. Y asociado, además, a niveles socioeconómicos bajos y medio bajos, no a las alturas ficticias de procacidades no artísticas y falsamente sofisticadas como el reggaetón o el «latin pop», tan vigentes hoy.

Guiller fue una de las estrellas más representativas de la segunda (y última) generación del bolero peruano, llamado popularmente «bolero cantinero» o «cebollero» (término menos común, que remite, por supuesto, a sus capacidades lacrimógenas), que se hizo muy conocido desde los años finales de la década de los cincuenta, como una prolongación del bolero ecuatoriano, encarnado en la voz sedosa y almibarada de Julio Jaramillo (1935-1978), que cautivó al gusto popular con sus pasillos, valses románticos y, sobre todo, ese estilo particular de bolero distanciado notoriamente de las versiones mexicana y cubana, que dominaban las preferencias del público latinoamericano. Jaramillo, fallecido prematuramente a los 43 años, tuvo mucho éxito en nuestro país y fue determinante para el desarrollo de este estilo bolerístico que tuvo en Guiller a uno de sus representantes más sólidos, con canciones como El rey de las cantinas, La loca o Salva a mi hijo, composiciones de Eduardo García Ruiz (bajo su pseudónimo “Napo Tovar”), Bernardo Castañeda y Marcial “Chito” Galindo”, que el cantante grabó a comienzos de los ochenta, cuando ya tenía más de una década sobre los escenarios.

Para cuando Guiller, nacido en los Barrios Altos en 1942, apareció con su estilo despechado, estridente y bohemio, ya el bolero peruano tenía sonido propio, gracias a las voces prodigiosas de Lucho Barrios (1935-2010) y Pedrito Otiniano (1937-2012), quienes venían cosechando éxitos en radios y recitales de Perú, Ecuador, Argentina y Chile. En este último país su repercusión fue tal que incluso llegaron a decir que Lucho Barrios era «un cantante chileno nacido en el Perú». Ambos habían adaptado el estilo de Jaramillo a sus propias voces, dándole una dosis extra de dramatismo y desgarro que caló muy hondo en el imaginario colectivo. Guiller e Iván Cruz lideraron esa segunda hornada de boleristas cantineros, con un impacto muy fuerte, reflejado tanto en sus ventas discográficas como en los teatros y coliseos que llenaban en Lima y provincias. Este último tuvo éxitos como Mozo, deme otra copa (composición propia), Ajena (Manuel Canela Martínez) y, especialmente, Vagabundo soy, composición del maestro chiclayano Julio Carhuajulca.

A pesar de los altos niveles de popularidad que lograron estos artistas peruanos, a nivel nacional e internacional, durante un periodo de tiempo cercano a las tres décadas –entre 1959 y 1987 aproximadamente- hoy son apenas recordados por los medios de comunicación, mencionados casi como personajes pintorescos, con dos o tres canciones emblemáticas a las que les dan duro (“como a bombo de fiesta”, diría algún antiguo por ahí), dejando de lado los detalles de sus trayectorias, en algunos casos, impresionantes y hasta bizarras. Y solo los recuerdan cuando mueren, la mayor parte de las veces, con notas de pésima calidad informativa y homenajes en programas de farándula de baja estofa. En contraste a esas despedidas mediáticas y tributos variopintos, en los que desfilan desde el Ministerio de Cultura hasta La Chola Chabuca, estos ídolos populares fallecen, casi todos, en la más indigna pobreza a pesar de sus lauros artísticos, logrados con mucho esfuerzo y tenacidad. En cambio, conservan intacto el cariño del público, que no pierde oportunidad para reconocer y agradecer su trabajo.

El bolero cantinero peruano convivió, en su época de oro, con la etapa más brillante de la música criolla. Después lo hizo con el boom de la cumbia instrumental, la nueva ola, la salsa y el boogaloo y, finalmente, con la chicha, la cumbia norteña y el huayno moderno. Todos, géneros musicales relacionados a las clases más pobres, capitalinas y provincianas que, cada cierto tiempo, son usados como fuente de diversión para las élites. Una de las cosas que más me sorprende de este fenómeno sociocultural es cómo el discurso oficial, cada vez que se ocupa del bolero de cantinas, invisibiliza a las personas que lo hicieron posible, y construye una narrativa en la cual más importa lo que aquellas canciones generan en determinados individuos o grupos sociales. Un ejemplo de ello es un artículo de Carlos Iván Degregori (1945-2011), publicado en 1983 en el legendario Diario de Marka, titulado “El bolero cantinero: La erotización de la derrota”. En el largo texto, impecablemente escrito, por cierto, el recordado e imprescindible antropólogo y ensayista limeño se la pasa hablando de sus recuerdos al escuchar boleros cantineros. Ni una mención a sus intérpretes, autores y músicos, como si estos no existieran.

En ese sentido, por ejemplo, resulta imperdonable que el gran público y los medios convencionales no tengan presente la importancia que tuvieron para la creación del bolero cantinero Raúl Huamanchumo Reyes, más conocido como «Chalo» Reyes (1937-2016) y Santiago «Cato» Caballero (actualmente radicado en Europa), responsables de las brillantes guitarras en las grabaciones clásicas de Lucho Barrios y Pedrito Otiniano. En el caso de «Chalo», además de excelente guitarrista y humorista, fue autor de recordados títulos que definieron el género como Marabú, El oro de tu pelo, El hijo varón, entre otros, muchos de los cuales fueron también interpretados por Guiller, con su característico vozarrón adolorido.

En sus entrevistas, Guiller solía contar que algunas radios se resistieron, al comienzo, a propalar El rey de las cantinas –que se convirtió en su sobrenombre- y Salva a mi hijo (más conocida como “Virgen María”), pues consideraban que las letras “sonaban mal”, debido a sus alusiones directas al consumo de alcohol y marihuana, respectivamente. Sin embargo, es ese estilo exagerado y melodramático el que las convirtió en las favoritas de un público muy específico –trabajadores, obreros, estudiantes y muchachadas de barrio aprendiendo a ser bohemios, en bares y huariques de todo tipo-, irremediablemente ligado a los bajos fondos de la sociedad, una característica que, además, es esgrimida como motivo de orgullo tanto por artistas como por sus seguidores.

Si quisiéramos trazar una historia corta del bolero peruano –algo que han hecho, en extenso, investigadores como Eloy Jáuregui y Agustín Pérez Aldave- tendríamos que hablar, por supuesto, del trío Los Morunos, formado en Barranco, a inicios de los sesenta. Con un estilo más influenciado por el bolero clásico mexicano –Los Panchos, Los Tres Diamantes- Los Morunos tuvieron dos etapas: de 1961 a 1974 y de 1978 hasta el 2008 aproximadamente, con su formación más recordada y exitosa: Manuel Ortiz (voz), Luis Silva y Modesto Pastor (voces y guitarras). También habría que mencionar a Mario Cavagnaro quien, además de sus conocidas polkas y valses replaneros –interpretados magistralmente por Los Troveros Criollos- escribió Osito de felpa (1951) y Emborráchame de amor (1975), dos boleros que ingresaron al cancionero internacional por todo lo alto, con grabaciones de estrellas como los ecuatorianos Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, o el salsero portorriqueño Héctor Lavoe, quien estrenó esta última en su primer LP como solista.

Pero, sin duda alguna, el bolero cantinero es el que más arrastre tuvo y tiene en el Perú, un producto local de íntimas conexiones con esa idiosincrasia mestiza, colorida y emocionalmente desbordada que nos define y, hasta cierto punto, estigmatiza y condena. Además de los desaparecidos Lucho Barrios y Pedrito Otiniano, brillaron también en las rockolas nacionales Johnny Farfán (1943-2013), Anamelba (nombre real: Melba Annie Pinzás, 1942-2011), Gaby Zevallos (1944-2016). De esta generación han quedado, tras el reciente fallecimiento de Guiller, los cantantes Iván Cruz (75), Ramón Avilés (74), Linda Lorenz (76) y Vicky Jiménez (68), como únicos exponentes de esa canción popular y desgarrada, himnos del desamor y la bohemia alcoholizada.

OTROSÍ: En los noventa hubo una nueva generación de jóvenes vocalistas que, quizás inspirados en el megaéxito comercial de Luis Miguel y su serie Romances, reactualizaron el bolero de Ecuador y Perú: Charlie Zaa (Colombia), Douglas (Chile) y Segundo Rosero (Ecuador) lideraron esa tendencia, de breve duración.

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Ya estuvo buena la tolerancia política y mediática a los exabruptos clasistas y racistas de quienes, amparados en mentirosas hipótesis de fraude, pretenden desconocer los resultados electorales, yendo desde la sugerencia de anular las elecciones o invocar un gobierno civil-militar de transición que convoque a nuevas elecciones, hasta considerar “Presidente nulo” a Pedro Castillo aun después de ser proclamado por el Jurado Nacional de Elecciones.

Si acaso es verdad que Keiko Fujimori ha decidido tomar distancia de esta ultraderecha nativa, no se entiende qué hace enviando a Nano Guerra García a ser partícipe del sainete y papelón cometido por un grupo de improvisados en Washington. A ella le corresponde, antes que a nadie, poner paños fríos, dejar que las cosas jurídicas sigan su curso normal, aceptar los resultados, acercarse a saludar al ganador apenas se produzca la proclamación oficial y dedicarse los siguientes años a desplegar una oposición leal, recia, pero democrática.

La ultraderecha es minoritaria. Bulliciosa y generadora de “noticias”, por lo que se ve, pero abrumadoramente minúscula en comparación con otros sectores de la vida política peruana, como quedó confirmado en la primera vuelta electoral.

Si un sector de la clase política, mediática y empresarial, decide seguir el camino de la insubordinación constitucional, pues que lo haga, que a ningún lugar que no sea el de la esterilidad o vergüenza pública podrá llegar. El país democrático es inmensamente mayoritario y sabrá digerir el triunfo ajustado de una opción de izquierda que, por lo demás, cada vez más se acerca a cauces de moderación que deberían rebajar la histeria irracional de nuestra poco ilustrada y mal llamada elite.

El plan de gobierno de Keiko Fujimori era superior al de Castillo, el solvente Carranza lo hubiera hecho mejor que Francke, y era la ocasión idónea para un gobierno de derecha que aplicase un shock capitalista capaz de romper la inercia centrista de los últimos lustros, pero debe aceptarse que el país no lo ha querido así, que antes que razones primaron sentimientos antiestablishment que el profesor Pedro Castillo supo capitalizar electoralmente mejor que Keiko Fujimori.

No es ese talante democrático el que alienta a las huestes de la tribu ultraderechista peruana. A su racismo y clasismo, que tornan inaceptable a un personaje como Castillo, le suma un talante abiertamente antidemocrático, que desde ya la convierte en una amenaza nacional sobre la que hay que advertir.

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Keiko Fujimori, Pedro Castillo, Ultraderecha
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