Ahora muchos observan desconcertados las invasiones bárbaras desde fortalezas territoriales y mentales que asumían tan inexpugnables como en su momento fueron vividas Tenochtitlan, Cuzco, Roma o Bizancio, entre miles de otras épocas de oro destinadas a durar hasta el fin de los tiempos. Una vez más, Apolo contempla a Ícaro cayendo horrorizado en picada.
Las señales, sin embargo, abundaban: la brutal destrucción de riqueza producida por maneras tramposas de ganarla en 2008; cada 5 años epidemias que se detenían en el borde la pandemia; identidades colectivas frustradas y sometidas, estados de ánimo llenos de rabia contra las élites científicas, económicas, políticas, los expertos y los funcionarios; evidencias inocultables de abusos y terribles desigualdades; decisiones electorales que condujeron hasta las más variadas instancias del poder político a autoritarios, iliberales y nacionalistas; campañas rabiosas, monotemáticas y obsesivas cuyo fin es cancelar personas e ideas que incomodan; y catástrofes con las que la naturaleza se encabrita. Todo lo anterior, y mucho más, sobre el fondo de una realidad social virtual que alienta la consolidación de las ideas más tóxicas y las creencias más alejadas de la objetividad, en detrimento de la moderación y la ciencia.
Más allá de las ambiciones desmedidas de individuos perturbados y del golpe brutal a nuestra autoestima que significó la crisis sanitaria, vamos a ver, para bien y para mal, mucho de lo que creíamos superado, mucho de aquello contra lo que se luchó, mucho de lo que nunca debimos querer eliminar, muchos de los dilemas morales que, estuvimos seguros, estaban resueltos.
Es hora de recuperar la humildad. Como titula la portada de un prestigioso semanario: ¡bienvenidos a la historia!
